Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Darío había huido tras la desastrosa batalla de Isos. Estaba tan aterrorizado que no se detuvo en su huida hasta que alcanzó la otra orilla del río Tigris, donde se sintió seguro.
En lugar de ir tras Darío de inmediato, Alejandro primero fue hacia el sur por la costa, pues creía que sería mejor tomar todas las ciudades cerca del mar antes de adentrarse en el continente, para asegurarse de que no dejaba enemigos a sus espaldas.
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Fue bajando por Siria y Fenicia y tomó las ciudades de Damasco y Sidón, y llegó finalmente a Tiro, una ciudad comercial muy próspera, construida en una isla a poca distancia de la costa.
Los tirios no querían abrirle las puertas y rendirse, por lo que Alejandro se preparó para asediar la ciudad. Como no tenía flota, empezó a construir una especie de camino hacia la isla.
Esto era una obra de ingeniería sumamente difícil, pues el agua era profunda y, mientras los hombres trabajaban, eran atacados con flechas, piedras y lanzas desde las murallas de la ciudad, así como por barcos tirios.
Además, una tormenta destruyó una vez la obra cuando estaba casi terminada, y el ejército tuvo que comenzar desde el principio. La obstinada resistencia de Tiro enfureció tanto a Alejandro que celebró su victoria final crucificando a un gran número de los ciudadanos más ricos.
Tras ofrecer un sacrificio a Heracles sobre las llameantes ruinas de Tiro, Alejandro prosiguió hacia Jerusalén. Su plan era castigar a los judíos por haber ayudado a sus enemigos y haber proveído de comida a los tirios.
Las noticias de su llegada aterrorizaron a los judíos, pues esperaban un trato tan terroríficamente cruel como el que habían recibido los tirios. Con tanto miedo no podían decidirse a rendirse o a luchar.
Finalmente, Jadua, el gran sacerdote judío, tuvo una visión en la que un ángel se le aparecía y le decía qué hacer. Obedeciendo su orden divina, hizo que los levitas se vistieran de fiesta y entonces él, vestido con su atuendo de sacerdote, los condujo al encuentro del conquistador.
Cuando Alejandro vio la hermosa procesión, liderada por un anciano de tan gran dignidad, se dice que bajó del caballo, se arrodilló ante Jadua y veneró el nombre escrito en su ropa.
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Sus oficiales, asombrados ante aquella humildad inusual, le preguntaron por qué había concedido tal honor a un sacerdote extranjero. Entonces Alejandro les habló de una visión que había tenido antes de salir de Macedonia. En ella, había visto a Jadua, que le mandaba ir a Asia sin miedo, pues estaba escrito que los persas le serían entregados en bandeja.
Caminando junto al anciano Jadua, Alejandro entró en la ciudad sagrada de Jerusalén y llegó hasta el templo. Allí ofreció un sacrificio al Señor y contempló los libros de Daniel y Zacarías, en los que se predecían su llegada y sus conquistas.
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