Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Filipo, rey de Macedonia, tenía un gran defecto: bebía demasiado y a menudo se le nublaba el juicio y caminaba haciendo eses. Es difícil tenerle respeto a un borracho, y todo el mundo se burlaba de Filipo cuando estaba en ese estado.
Incluso Alejandro, su propio hijo, sentía gran desprecio por él cuando se deshonraba de aquella forma, y una vez que vio a su padre tropezarse y caerse tras una de sus parrandas, exclamó con desdén:
—¡Mirad! Ahí está el hombre que está listo para pasar de Europa a Asia, y aun así no es capaz de pasar del sofá a la cama.
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Se dice que a Alejandro no le agradaban las conquistas de su padre, y una vez incluso gritó malhumorado que, si su padre derrotaba a los persas y se apoderaba de sus tierras, no quedaría nada para conquistar él.
Por tanto, no es difícil imaginar que no sintió mucha pena cuando su padre murió justo antes de empezar la expedición, pues de esa forma, a los veinte años, Alejandro se convirtió en el dueño de un inmenso ejército y de grandes riquezas, y líder de todas las ciudades griegas, que entonces eran de lo mejor del mundo.
Las noticias de la muerte de Filipo fueron recibidas con gran alegría también en Atenas, pues creyeron que ahora iban a ser libres. Demóstenes en particular se alegró tanto de haberse librado de su odiado enemigo que corrió por toda la ciudad con una corona de flores en la cabeza, dándose la mano con todo aquel con quien que se cruzaba y gritando enhorabuenas.
Su gozo era enorme, pues él y sus conciudadanos pensaban que un simple muchacho como Alejandro no sería capaz de continuar las empresas de Filipo, y por tanto esperaban que Atenas volviera a ser la ciudad más importante de Grecia.
Los tracios, que también pensaban que Alejandro no podría llevar a cabo los planes de su padre, se sublevaron, y el joven rey se vio obligado a comenzar su reinado marchando contra ellos.
Pasaron tres meses. Los griegos no tuvieron noticias de Alejandro o de su ejército, y pensaron que lo habían derrotado y matado. Los tebanos, creyendo que había llegado el momento apropiado, se sublevaron también y dijeron que no volverían a someterse al yugo macedonio, sino que permanecerían libres.
No pasó mucho tiempo cuando se arrepintieron de aquellas precipitadas palabras: Alejandro no había muerto, y había derrotado por completo a los tracios. Sin pararse a descansar, ahora marchaba directamente a Beocia, y asedió y tomó Tebas. Todos los habitantes acabaron muertos o vendidos como esclavos, se destruyeron las murallas y no quedó en pie ni un edificio, excepto la casa de Píndaro, un poeta griego cuyas canciones admiraba Alejandro.
Las demás ciudades griegas, aterrorizadas ante el terrible castigo de Tebas, enviaron mensajeros al joven rey ofreciéndole no solo su obediencia como su líder, sino también proveer tantos hombres, dinero y recursos como necesitara para la expedición a Asia. Alejandro aceptó todas estas propuestas y entonces marchó hacia el sur hasta Corinto.
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