Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Todo el mundo reverenciaba a Alejandro, todos lo miraban con asombro y respeto, conforme iba pasando triunfante por toda Grecia: todos, excepto el filósofo Diógenes. Este sabio pertenecía a un tipo de filósofos llamados cínicos, que significaría ‘perrunos’, porque, como dicen algunos, no se preocupaban por las típicas comodidades de la vida.
Se dice que Diógenes, el filósofo más importante de esta corriente, eligió por casa una gran tinaja de barro cerca del templo de Deméter. Solo llevaba un manto de lana basta, en invierno y en verano, y comía solo alimentos crudos. Su único utensilio era un cuenco de madera, que usaba para beber.
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Sin embargo, un día vio a un niño bebiendo directamente de la mano. Inmediatamente, Diógenes se deshizo del cuenco, diciendo que podía vivir sin ese lujo, como hacía el niño, y desde entonces bebía directamente de la mano.
Era un hombre extravagante. Se enorgullecía de decir siempre la verdad y de tratar a todos por igual. Algunos de sus discípulos lo encontraron una vez caminando por las calles con una lámpara, inspeccionando todos los rincones con ansia y observando a toda la gente con que se encontraba. Cuando le preguntaron qué estaba buscando con tanto esfuerzo, aunque aparentemente con pocas esperanzas, respondió que estaba buscando a un hombre honrado.
Alejandro había oído hablar de aquel filósofo y deseaba conocerlo. Por tanto fue al templo de Deméter, acompañado por sus guardias, para hacerle una visita. Diógenes estaba tirado en el suelo delante de su tinaja, tomando el sol.
Alejandro se acercó a él y se quedó de pie entre el filósofo y los rayos del sol, y trató de comenzar una conversación, pero Diógenes respondía con monosílabos y no parecía prestarle mucha atención.
Finalmente, el joven rey le dijo con aires de grandeza:
—¡Soy el rey Alejandro!
—¡Y yo —respondió el filósofo imitando su tono— soy Diógenes, el cínico!
Como la conversación no iba a ninguna parte, Alejandro estaba a punto de marcharse, pero primero le preguntó al sabio si había algo que pudiera hacer por él.
—¡Sí! —respondió Diógenes—: ¡apártate del sol!
La escolta de Alejandro se quedó asombrada ante aquella insolencia y empezaron a burlarse del filósofo mientras finalmente se marchaban. Alejandro los escuchó y les dijo:
—Si no fuera porque soy Alejandro, me gustaría ser Diógenes.
Con ese comentario quería darles a entender que, si no pudiera ser el dueño de todo el mundo, preferiría no ser dueño de nada.
Por lo que se dice, Alejandro y Diógenes acabarían muriendo la misma noche y por la misma causa, pero al revés. Diógenes murió en su tinaja después de cenar carne de buey cruda, mientras que Alejandro murió en un palacio de Babilonia después de haber comido y bebido en un banquete lleno de excesos.
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