Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Darío estaba muy ocupado preparando este segundo ejército para marchar contra Grecia. Mientras los hombres se entrenaban, envió dos mensajeros a las ciudades e islas griegas, ordenando que se rindieran y que les hicieran entrega de tierra y agua.
Al pedir «tierra y agua», Darío se refería a que lo reconocieran como su rey y señor de todas las tierras y navíos. Los habitantes de muchas de las islas y ciudades se asustaron tanto por los mensajes enviados por el gran rey que obedecieron humildemente; pero, cuando los mensajeros llegaron a Esparta y Atenas, se encontraron con algo totalmente diferente.
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En ambas ciudades la gente respondió con orgullo que ellos eran sus propios amos y señores, y que no harían caso a las demandas del rey persa. Entonces, enfurecidos por la insolente orden de entregar tierra y agua, los espartanos olvidaron por completo que la vida de un embajador es sagrada. En su furia, agarraron a los persas y lanzaron a uno a un foso y a otro a un pozo, y les dijeron que tomaran toda la tierra y agua que quisieran.
Este suceso enfadó muchísimo a Darío, que aceleró los preparativos tanto como pudo. Estuvo tan activo que en poco tiempo estuvo listo para reemprender la expedición, con un ejército de ciento veinte mil hombres.
Los generales de estas fuerzas eran Datis y Artafernes, guiados y aconsejados por el traidor de Hipias. La flota tenía que desembarcar el ejército en la llanura de Maratón, cerca del mar, y a solo un día de camino de Atenas.
Cuando los atenienses se enteraron de que los persas iban de camino, inmediatamente decidieron pedir a los espartanos, que ahora eran aliados, que fueran en su auxilio para ayudarles a rechazar al enemigo. Como no había tiempo que perder, eligieron como mensajero a un rapidísimo ateniense, que corrió un montón de kilómetros en unas pocas horas, corriendo todo el rato sin apenas parar para descansar.
Los espartanos escucharon las noticias y prometieron que ayudarían a los atenienses, pero añadieron que no serían capaces de empezar hasta el plenilunio, pues creían que serían derrotados a menos que marcharan en un determinado momento.
Los persas, mientras tanto, avanzaban rápidamente, de modo que los atenienses comenzaron los encuentros sin más ayuda que la de sus vecinos de Platea. Las fuerzas griegas contaban tan solo con diez mil hombres, y estaban bajo el mando de los diez generales atenienses que debían turnarse el liderazgo cada día.
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Entre estos diez generales atenienses había tres hombres destacables: Milcíades, Arístides y Temístocles. Se reunieron con la esperanza de dar con un plan que les permitiera oponerse con su pequeño ejército a la hueste persa, que era doce veces más grande.

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Finalmente Milcíades propuso un plan que podía llegar a tener éxito, siempre y cuando hubiera un jefe supremo y todos lo obedecieran bien. Arístides, que era no solo un buen hombre sino también sumamente justo y sabio, inmediatamente vio la importancia de tal plan y ofreció ceder su día de mando y seguir las órdenes de su amigo como si fuera un soldado común.
Los otros generales, no queriendo parecer menos generosos que él, también cedieron su mando a Milcíades, que de esa forma se vio como general en jefe de los ejércitos de Atenas y Platea. Así pues, rápidamente hizo los preparativos y dispuso su pequeño contingente en la llanura de Maratón, entre las montañas y el mar.
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