Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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El ejército griego parecía tan pequeño en comparación con la inmensa hueste invasora que los persas se sintieron totalmente seguros de que los griegos se rendirían en cuanto comenzara la pelea. Por tanto, se sorprendieron cuando los griegos, en lugar de esperarlos a ellos, dieron la señal para la batalla y cargaron ferozmente contra ellos.
La intrepidez y fuerza del ataque griego confundió tanto a los persas que comenzaron a retirarse. Esto animó a los griegos aún más, y lucharon con tal bravura que el ejército del gran rey no tardó en ser puesto en fuga.
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Hipias, luchando a la cabeza del ejército persa, fue uno de los primeros en morir; y cuando los persas vieron a sus compañeros caer a su alrededor como cereales listos para la guadaña, fueron presa del terror, corrieron hacia el mar y se embarcaron a toda prisa.
Los atenienses siguieron al enemigo de cerca, matando a todos aquellos a los que podían dar caza, y tratando de evitar que se embarcaran y escaparan a su cólera. Un soldado griego incluso se metió entre las olas y retuvo una de las embarcaciones persas que estaba a punto de zarpar.
Los persas, ansiosos por escapar, le golpearon y le cortaron la mano, pero el griego, sin dudar un momento, agarró el bote con la otra mano. En su ansia por escapar, los persas le cortaron la otra mano, pero el impávido héroe agarró entonces la embarcación con los dientes, y murió bajo los golpes del enemigo sin haber soltado el barco en ningún momento. Gracias a él, ninguno de aquellos enemigos escapó.
La victoria fue gloriosa. El contingente persa al completo había huido ante un puñado de hombres, y los atenienses estaban tan orgullosos de su victoria que quisieron que sus conciudadanos lo celebraran con ellos.
Uno de los soldados, que había luchado valientemente todo el día y que estaba cubierto de sangre, dijo que llevaría las buenas noticias y, sin esperar un momento, se fue corriendo.
Tal fue su prisa por tranquilizar a los atenienses que corrió a máxima velocidad y llegó a la ciudad en unas pocas horas. Sin embargo, estaba tan cansado que apenas pudo decir «¡Hemos vencido!» antes de caer muerto en medio del mercado.
Los griegos, no teniendo más enemigos a los que matar, se pusieron a saquear las tiendas de campaña, donde encontraron tanto botín que todos los hombres se hicieron ricos. Entonces reunieron a los muertos y los enterraron honorablemente en el campo de batalla, en un lugar donde más adelante erigieron diez pequeñas columnas con los nombres de todos los que habían perdido la vida en el conflicto.
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Justo cuando todo había terminado, vino a toda prisa la fuerza espartana, lista para prestar la ayuda que habían prometido. Se apenaron tanto por no haber tenido la oportunidad de luchar y haberse perdido su parte de la gloria que juraron no volver a permitir nunca más que ninguna superstición les impidiera luchar para defender su tierra cada vez que fuera necesario.
Milcíades, en lugar de permitir a sus soldados acampar junto al campo de batalla y celebrar su victoria con un gran banquete, les ordenó marchar a la ciudad para defenderla en caso de que la flota persa volviera para atacarla.
Las tropas apenas habían llegado a la ciudad cuando las naves persas arribaron; pero cuando los soldados intentaron desembarcar y vieron a los mismos hombres listos para hacerles frente, fueron presa de tal consternación que se retiraron sin llegar a atacar.
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