Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Ante el final de la guerra del Peloponeso, Darío II, rey de Persia, murió dejando a dos hijos, Artajerjes y Ciro. Estos dos herederos no estaban de acuerdo en cuál debía reinar. Artajerjes reclamaba el trono porque era el mayor, y Ciro, porque era el primero en nacer después de que su padre hubiera subido al trono, pues en Persia era costumbre que un gobernante eligiera como su sucesor a un hijo nacido después de ser nombrado rey.
La disputa entre los dos hermanos se hacía cada día más violenta, y, cuando Artajerjes se hizo rey por la fuerza, Ciro juró que le obligaría a entregarle el trono.
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Para expulsar a su hermano del trono, Ciro reunió un ejército en Asia Menor, y, como no pudo conseguir suficientes soldados persas, contrató a once mil mercenarios griegos liderados por un espartano llamado Clearco.
Este ejército griego era solo una pequeña parte de las fuerzas de Ciro, pero él esperaba grandes cosas de él, pues los persas ya sabían que los griegos eran grandes guerreros.
Tras una larga marcha, los ejércitos de los dos hermanos se enfrentaron en Cunaxa, y tuvo lugar una terrible batalla, en medio de la cual Ciro murió. Por supuesto, su muerte puso fin a la disputa, y todos los persas de su ejército se rindieron.
Pero los griegos continuaron luchando valientemente hasta que Artajerjes les dijo que su hermano había muerto, y que él los llevaría de vuelta a Grecia si tan solo aceptaban abandonar las armas.
Los griegos le creyeron e inmediatamente dejaron de pelear. Los oficiales griegos aceptaron una invitación al campamento persa y se reunieron con sus generales.
Sin embargo, hicieron muy mal en fiarse, pues, en cuanto los oficiales griegos hubieron entrado en la tienda de la reunión, fueron aniquilados. El rey persa entonces envió un mensaje a las tropas griegas, diciéndoles que sus líderes estaban muertos y que ahora debían entregar sus armas y obedecerlo en todo.
Aquel mensaje enfureció pero también hizo perder la esperanza a los griegos. ¿Qué podían hacer? Sus líderes estaban muertos. Ellos estaban en un país extranjero rodeados de enemigos. Su propio hogar estaba a más de ocho meses de marcha de distancia.
No tenían líderes, ni dinero ni provisiones, ni tampoco guías que los llevaran de vuelta entre las ardientes arenas, los profundos ríos y entre las montañas. En resumen, no tenían nada salvo sus armaduras y sus armas.
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Como ni siquiera conocían la lengua del país, no podían negociar, y, como estaban rodeados de enemigos, debían estar constantemente alerta para que no los sorprendieran y los capturaran o mataran. Estaban desde luego en una terrible situación, y no es de extrañar que imaginaran que no volverían a ver sus casas. Al anochecer, se tiraron en el suelo sin haber cenado. Estaban tan desesperados que no podían dormir, sino que se quedaron lamentándose.
En aquel ejército había un discípulo de Sócrates llamado Jenofonte. Era un hombre bueno y valiente. En lugar de lamentar su mala suerte como los demás, trató de pensar en algún plan con el que poder salvar al ejército y llevarlo de vuelta a Grecia.
Y toda la noche dándole vueltas a aquello no fue en vano. A la mañana siguiente reunió a sus compañeros y les pidió que lo escucharan, ya que había encontrado la forma de salvarlos de la esclavitud o la muerte.
Entonces les explicó que, si se mantenían unidos y dispuestos, podían formar un cuerpo compacto y, bajo un líder que ellos decidieran, podrían llegar al mar para zarpar hacia Grecia.
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