Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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La victoria de Maratón fue un gran triunfo para los atenienses, y Milcíades, que los había liderado tan satisfactoriamente, fue alabado por todos. Los mejores artistas del momento pintaron un retrato suyo, que fue colocado en uno de los pórticos de Atenas para que todos pudieran verlo.
Por petición suya, la parte más grande del botín fue consagrada a los dioses, pues los griegos creyeron que fue gracias al favor divino que habían derrotado a sus enemigos. Fundieron las armas y escudos que habían tomado de los diez mil persas muertos y con ello hicieron una inmensa estatua de Atenea, que pusieron en la Acrópolis, en un pedestal tan alto que la resplandeciente lanza que sostenía la diosa podía verse desde el mar cuando los rayos del sol reflejaban en la punta.
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Los atenienses dieron rienda suelta al triunfo y deleite con canciones y danzas, obras teatrales y obras de arte de todo tipo, pues deseaban conmemorar la gloriosa victoria que les había costado tan solo ciento noventa hombres, mientras que los enemigos habían perdido diez mil.
Una de las obras más selectas fue la de Fidias, el escultor más grande de todos. Se trataba de un hermoso bloque de mármol que Darío había llevado desde Persia. El gran rey tenía intención de hacer con él un monumento de su victoria sobre los griegos. En vez de eso, se hizo un monumento a la victoria de los griegos.
La obra de Fidias era una representación de Némesis, la diosa de la venganza, cuya misión era castigar al soberbio e insolente y hacerlos arrepentirse de sus faltas.
Milcíades se convirtió en el ídolo del pueblo ateniense tras la victoria de Maratón. Por desgracia, la gente tendía a ser voluble y, cuando vieron que Milcíades ostentaba una posición tan importante, muchos empezaron a tenerle envidia.
Temístocles estaba particularmente celoso de los grandes honores que su amigo había ganado. Sus amigos no tardaron en darse cuenta de sus oscuras miradas y, cuando le preguntaron por la causa, Temístocles dijo que era porque solo de pensar en los trofeos de Milcíades no podía dormir. Algún tiempo después, cuando vio que Milcíades comenzó a abusar de su poder, no dudó en mostrar públicamente su desaprobación.
No muy lejos de Atenas, en el mar Egeo, estaba la isla de Paros. La gente que vivía allí era enemiga de Milcíades; y él, como era el único comandante de la flota, la llevó hasta allí para vengarse de sus asuntos personales.
Sin embargo, la expedición fracasó, y Milcíades volvió a Atenas, donde Temístocles y los indignados ciudadanos lo acusaron de traicionar su confianza. Lo juzgaron y fue hallado culpable de traición.
Si no hubiera sido por la victoria ateniense en Maratón, probablemente lo habrían condenado a muerte. Sin embargo, el jurado solo lo condenó a pagar una importante multa, y dijeron que debía estar en prisión hasta que la pagara en su totalidad.
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Milcíades no era lo suficientemente rico como para pagar tal cantidad de dinero, por lo que murió en prisión. Su hijo Cimón fue a solicitar el cuerpo para poder enterrarlo apropiadamente, pero los implacables jueces se lo negaron hasta que pagara la deuda de su padre.
Obligado de esa forma a marcharse sin el cuerpo de su padre, Cimón visitó a sus amigos, que le prestaron el dinero necesario. Milcíades, que había sido el ídolo de la gente, ahora tuvo que ser enterrado a prisa y a escondidas, pues los desagradecidos atenienses habían olvidado todo el bien que les había hecho y solo recordaban sus faltas.
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