Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Las preparaciones de los persas para la guerra se apresuraron por las noticias de que todas las ciudades jonias se habían rebelado. Se trataba de colonias griegas fundadas en la costa de Asia Menor, y habían caído poco a poco en las manos de los persas; pero, como odiaban someterse a un mando extranjero, llevaban largo tiempo planeando una revuelta.
Los atenienses, que sabían que los persas estaban hablando de ir a conquistarlos, ahora ofrecieron ayudar a los jonios y les enviaron algunas tropas a Asia Menor. Se unieron a los rebeldes y juntos lograron sorprender y arrasar la rica ciudad de Sardes, que pertenecía a Darío.
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Se envió un mensajero urgentemente para llevar aquellas noticias al gran rey, que, cuando las oyó, se enfureció. En su cólera, dijo que castigaría tanto a los rebeldes como a los atenienses, e inmediatamente envió su ejército a Jonia.
La primera parte de su juramento la pudo llevar a cabo con facilidad, pues sus tropas no tardaron en derrotar al ejército jonio, y obligaron a los rebeldes a someterse una vez más. Cuando Darío lo oyó, se regocijó mucho, y entonces, mandando traer su arco, disparó una flecha en la dirección de Atenas, para mostrar que el castigo a los atenienses era su siguiente objetivo.
Como tenía miedo de olvidarse de estos enemigos con la presión de otros asuntos, dio órdenes de que un esclavo se presentara cada noche ante él y durante la cena le dijera solemnemente: «Amo, ¡acuérdate de los atenienses!».
Cuando terminaron las preparaciones para la lejana guerra, el ejército persa se dirigió a Grecia. Para alcanzar aquel país, había de atravesar la parte norte de Asia Menor, cruzar el angosto estrecho del Helesponto, y pasar por la costa del mar Egeo, a través de Tracia y Escitia.
En estos países el ejército persa se las vio con los feroces y belicosos escitas, montados sobre sus veloces caballos, y casi fue aniquilado. Los persas tenían tanto miedo a los ataques de estos pueblos que se negaban a continuar, e incluso llegaron a retirarse.
La flota persa, entretanto, había zarpado y llegó al promontorio formado por el monte Atos, una alta montaña que a veces arroja una larguísima sombra sobre el mar. Allí una terrible tempestad sorprendió a la flota, y las olas se alzaron tan alto que seiscientos navíos fueron despedazados.
El resto de las naves persas resultó tan dañado por la tormenta que pensaron que lo mejor era volver a casa. Los soldados del gran rey, por supuesto, estaban con la moral por los suelos por todas aquellas desgracias; pero Darío tenía la determinación de conquistar Grecia, e inmediatamente comenzó a reunir un segundo ejército y a construir una segunda flota.
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