Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Cuando el tirano Dionisio finalmente murió, lo sucedió su hijo, un joven vago e indolente que cambiaba constantemente de parecer. Cada día se le ocurría algo nuevo, se dejaba impresionar por la última novedad o se dedicaba a una y otra cosa diferente. Como el hijo se llamaba igual que el padre, era conocido a menudo como Dionisio el Joven, frente a Dionisio el Viejo.
El nuevo tirano tenía un cuñado llamado Dion, un hombre bueno y aplicado que había recibido una excelente educación. Como la mayoría de griegos jóvenes y ricos de su época, Dion había ido a Atenas a terminar sus estudios, y allí había sido discípulo de Platón, que fue a su vez discípulo de Sócrates.
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Como Dion era modesto, leal y dispuesto a aprender, era uno de los favoritos de Platón, que se interesaba mucho en él y se esforzaba por hacerlo un gran estudioso y filósofo.
Cuando Dion volvió a Siracusa, a menudo hablaba con gran admiración de su maestro. Esto despertaba tanto la curiosidad de Dionisio, el nuevo tirano, que quiso conocer él mismo a Platón. Por tanto, le rogó a Dion que invitara a Platón a Siracusa para enseñarle a él también.
El joven se alegró mucho de la petición. Esperaba que, bajo las sabias enseñanzas del filósofo, Dionisio fuera a aprender a ser bueno y trabajador y así se convirtiera en una bendición para su pueblo, no en una maldición. Pero Platón ya era bastante mayor y dijo que no podía emprender un viaje tan largo a su avanzada edad.
Dion le escribió entonces varias cartas tan vehementes que finalmente el filósofo cambió de parecer y zarpó hacia Siracusa. Cuando llegó a la costa, fue recibido por Dionisio en persona y llevado al palacio.
Por algo de tiempo el tirano escuchó con gran placer las enseñanzas del filósofo. Luego, cansándose de la virtud como de todo lo demás, de repente empezó a reprocharle a Dion que hubiera llevado a una persona tan tediosa al palacio.
Todos los cortesanos habían fingido escuchar las enseñanzas de Platón con gran interés, pero les gustaba más la parranda que la filosofía, y entonces por fin pudieron burlarse del gran ateniense y ridiculizarlo.
Tenían tanto miedo de que el virtuoso Dion fuera a convencer una vez más al voluble tirano de las bondades de la virtud, lo útil y la razón, que decidieron librarse de él. Se inventaron y le hicieron creer a Dionisio que su cuñado era un traidor, y que lo único que deseaba era quitarle el trono y hacerse él el nuevo tirano de Siracusa.
Aunque las acusaciones eran falsas, Dionisio se las creyó y exilió a Dion, prohibiendo a su esposa, que lo amaba mucho, ir con él, e incluso obligándola a casarse con otro hombre.
Los cortesanos deseaban vengarse de las tediosas horas que habían pasado escuchando las enseñanzas de Platón, pues ellos eran demasiado tontos como para entenderlas, y ahora acusaron al filósofo de haber ayudado a Dion, por lo que lo metieron en prisión y luego lo vendieron como esclavo.
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Afortunadamente, había algunos amigos de Platón en la ciudad, y cuando se enteraron de aquello no se dedicaron a ninguna otra cosa hasta que hubieron comprado su libertad y lo enviaron de vuelta a Atenas para que pudiera terminar sus días en paz.
De camino a casa, Platón pasó por Olimpia para presenciar los juegos. En cuanto la gente se enteró de que estaba allí, gritaron de alegría, y por unanimidad le hicieron entrega de una corona como las de los vencedores en las Olimpiadas.
Esto era el mayor de los honores para un griego, y, aunque era una simple corona de hojas de olivo, el filósofo la estimó más que si hubiera sido de oro macizo, porque era una muestra del amor y respeto de sus compatriotas.
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