Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Como ya sabemos, Sócrates era un maestro. Sin embargo, no tenía una escuela al uso con pupitres, libros, mapas y pizarras. Sus discípulos se juntaban en su taller o en los frescos pórticos o bajo los árboles del jardín de la Academia.
Entonces, mientras martilleaba la piedra o mientras iba caminando lentamente de arriba abajo, el filósofo hablaba con sus discípulos tan amable y sabiamente que incluso los jóvenes más ricos y nobles de Atenas sentían orgullo de llamarle maestro.
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También visitaba en su casa a la famosa Aspasia, y era amigo de Pericles, Fidias y Anaxágoras, además de ser el maestro de tres hombres que llegarían a ser muy famosos: Platón, Jenofonte y Alcibíades.
Platón y Jenofonte, incluso en su juventud, fueron conocidos por su serenidad y sensatez, pero Alcibíades era muy diferente a ellos dos. Era huérfano y estaba bajo la tutela de Pericles. Su padre le había dejado una gran fortuna y, como Alcibíades era apuesto, inteligente y lleno de vida, recibía toda la atención y estaba muy consentido.
Incluso de niño era muy terco y, como no tenía un padre o una madre que lo metieran en cintura, a menudo se dejaba llevar por su empecinamiento hacia grandes peligros. Se dice que una vez, cuando vio un carro por la calle en la que él y sus amigos estaban jugando, mandó parar al conductor. El hombre, al que no le importaba su juego, siguió conduciendo, y los demás niños se hicieron a un lado para que no los atropellara. Sin embargo, Alcibíades se tiró en medio del camino y le dijo al conductor que lo atropellara si se atrevía.

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Por su puesto, aquello era algo bastante estúpido, y el conductor podría haberle dado varios latigazos con la fusta para darle una lección; pero el hombre se sorprendió tanto por las agallas del muchacho que de hecho se volvió y pasó por otra calle.
Cuando Alcibíades se hizo algo mayor, iba a escuchar las enseñanzas de Sócrates. En presencia de aquel hombre sabio, Alcibíades dejó a un lado su vanidad y terquedad, hablaba sensatamente y se mostraba bien informado y amable.
Parecía tan sincero y sencillo que Sócrates le cogió mucho cariño. A menudo caminaban juntos por la calle, y debía ser chocante ver a aquel joven alto, apuesto y aristocrático escuchando con pasión las sabias palabras del feo cantero.
Por desgracia, Alcibíades no podía pasar todo el rato con el filósofo y, cuando se iba, era para pasar el resto del día con los de su misma clase. Como era rico, generoso y apuesto, sus compañeros siempre lo halagaban y le bailaban el agua con todo lo que hacía o decía.
Aquella constante adulación fue muy mala para el joven, y, como deseaba siempre complacer a todos, a menudo lo llevaba a hacer insensateces. Celebraba costosos banquetes, cabalgaba en veloces caballos, presumía constantemente e incluso se dispuso para su primera batalla con una costosa armadura con incrustaciones de oro.
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Su escudo también tenía incrustaciones de oro y marfil, y en él había una representación de Eros lanzando los rayos de Zeus. Todos sus aduladores, en lugar de decirle que semejante armadura era ridícula, le dijeron que era magnífica y que le hacía parecer el propio dios del sol.
En medio de la batalla, Alcibíades, que era muy valiente, se lanzó adonde había más enemigos. Su armadura no era tan resistente como lo habría sido una más simple, y no tardó en verse rodeado y casi a punto de caer en batalla. Por supuesto, sus nobles amigos lo habían dejado allí, pero, afortunadamente para él, Sócrates estaba ahí. El filósofo se abalanzó por entre los enemigos, agarró al joven entre sus fuertes brazos y lo arrastró fuera del campo de batalla a un lugar seguro, donde le curó las heridas.
Como Alcibíades era un joven de buen corazón, sintió un gran agradecimiento por el hecho de que Sócrates le salvara la vida, y tras aquello lo proclamó su amigo. Sin embargo, a pesar de las advertencias del filósofo, el joven continuó frecuentando la misma compañía y, como era tan generoso con todos, cada día era más popular.
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