Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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El día siguiente a la muerte de Alejandro hubo una triste reunión en el palacio. Todos los generales macedonios se estuvieron sentados en silencio y consternación, mirando el trono de oro vacío, sobre el que Pérdicas había puesto de forma solemne el anillo que le había dado Alejandro.
¿Quién había de tomar el puesto del rey cuyo genio militar y grandes conquistas le habían ganado el sobrenombre de Magno? Es verdad que Alejandro tenía un hermanastro llamado Filipo Arrideo, pero con discapacidad intelectual. El otro posible heredero era su hijo, aún bebé, nacido poco después de la muerte de su padre.
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Los generales hablaron seriamente del asunto y finalmente dijeron que había que nombrar sucesores públicamente a Arrideo y al niño, mientras que cuatro de ellos debían ser nombrados guardianes de los príncipes y regentes del vasto imperio.
Consideraron sabia esta decisión, y el reino de Alejandro se dividió en treinta y tres provincias, cada una gobernada por un oficial macedonio, que debía regirla en nombre de Arrideo y del niño.
Al morir, Alejandro había predicho que su funeral iría seguido de sangre, y esa predicción se hizo realidad. Los generales que se habían reunido tan solemnemente en torno al trono vacío no tardaron en mostrarse insatisfechos por ser solo gobernadores, y cada uno quería ser rey por derecho propio de la tierra encomendada a su cuidado.
Pérdicas, tras recibir el anillo de Alejandro, se alzó como líder y tomó bajo su protección al hijo y a la madre, Roxana. Consideró que de esta forma sería más fácil mantener el poder en sus propias manos y gobernar los vastos territorios como le pareciera.
Pero Antípatro, gobernador de Macedonia, en cuanto oyó que Alejandro había muerto, puso a Arrideo en el trono, lo proclamó rey y comenzó a gobernar como único regente.
Los otros generales macedonios reclamaban sus derechos cada día, lo cual obligó a Pérdicas a concedérselos para apaciguarlos; pero demasiado tarde descubrió el error que había cometido y se arrepintió de haber cedido a sus demandas.
Los diversos gobernadores, nunca satisfechos con los honores ganados, no solo sospechaban los unos de los otros, sino que tenían especial envidia de Pérdicas, la cabeza del reino. Por tanto, se sublevaron contra él, y durante muchos años Pérdicas se vio obligado a defenderse de todos ellos mientras trataba de regresar a Macedonia, donde quería poner en el trono al hijo de Alejandro como Alejandro IV.
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