Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Pasaron cuatro años desde el episodio de los tiranicidas, y los atenienses tenían la esperanza de que pronto llegara el momento de deshacerse de Hipias. Por tanto, se alegraron bastante cuando finalmente dieron con la forma de expulsarlo de la ciudad.
Megacles había matado a los hombres que salieron del templo de Atenas agarrados del cordel que habían atado a la estatua, y luego había sido expulsado de Atenas junto a toda su familia (los Alcmeónidas) por aquel crimen, pero siempre había tenido la esperanza de poder volver.
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Mientras tanto, el hermoso templo de Delfos había sido destruido hasta los cimientos, y la gente estaba deseosa por reconstruirlo. Por tanto, dedicaron una cierta suma de dinero para ese propósito, y, como los Alcmeónidas ofrecieron hacer el trabajo por la menor cantidad, obtuvieron el contrato.
Los Alcmeónidas llevaron a cabo el proyecto de forma eficaz, haciendo buen uso del dinero; pero, en lugar de construir el templo con ladrillos, lo hicieron de puro mármol blanco, pagando el sobrecoste de los materiales de su propio bolsillo.
Los sacerdotes de Delfos estuvieron tan contentos con el hermoso nuevo edificio y con la generosidad de los reconstructores que estaban deseosos de devolverles el favor. Por tanto, y como sabían que los Alcmeónidas querían volver a Atenas, les decían a los espartanos que iban a consultar el oráculo que Hipias debía ser expulsado, y que los Alcmeónidas debían volver a su ciudad natal.
Como la gente creía todo lo que dijera el oráculo, los espartanos se armaron inmediatamente y, ayudados por los Alcmeónidas, comenzaron una guerra contra Atenas. Por medio de una astuta treta, consiguieron capturar a la familia de Hipias y se negaron a liberarlos a menos que el tirano se marchara de la ciudad para siempre.
Forzado de esa forma a ceder, Hipias se fue de Atenas y se retiró con su familia a Asia Menor. Allí pasó todo su tiempo tratando de persuadir a las diversas ciudades a hacerle la guerra a Atenas, ofreciéndoles liderar sus ejércitos, pues aún tenía la esperanza de recuperar su poder perdido.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Los atenienses, encantados por la expulsión de los Pisistrátidas, como se conoce históricamente la expulsión de Hipias y su familia, ahora se atrevieron a hacer estatuas en honor a Harmodio y Aristogitón, y expresaron abiertamente su pesar de que aquellos valientes jóvenes no hubieran vivido para ver libre su ciudad natal.
Se compusieron muchas canciones para celebrar el patriotismo de los dos amigos, y eran cantadas en todos los eventos públicos para animar a otros jóvenes a seguir su ejemplo, llevar vidas buenas y virtuosas y estar preparados para morir en cualquier momento, si era necesario, por el bien de su tierra natal.
Leena también recibió muchas alabanzas, pues las mujeres atenienses nunca olvidaron cuán valientemente había soportado la tortura en lugar de traicionar a los hombres que habían confiado en ella.
Los Alcmeónidas, habiendo conseguido de aquella forma su vuelta a la ciudad, ahora empezaron a tener un papel importante en el gobierno, y Clístenes, su líder, urgió a los atenienses a obedecer nuevamente las leyes que les había dado Solón.
Sin embargo, estas leyes habían cambiado ligeramente para darle más poder al pueblo; y de esa forma el gobierno se hizo más democrático que nunca antes. Entonces Clístenes dijo que debía haber diez generales atenienses que ostentaran el mando supremo, cada día uno.
También hizo una ley para que ningún hombre pudiera ser expulsado de la ciudad a menos que hubiera seis mil votos en favor de su expulsión. Estas votaciones se hacían de una forma extraña.
Cuando un hombre era aborrecido por tanta gente que parecía razonable expulsarlo, todos los atenienses se reunían en el ágora. Entonces, cada votante tenía un trozo de cerámica, llamado óstrakon en griego, y lo depositaba en un lugar para hacer valer su voto. Todos los que estaban a favor del destierro escribían en su óstrakon el nombre de la persona que deseaban exiliar; los demás se dejaban en blanco.
Entonces, una vez que todos hubieran votado, se contaban cuidadosamente los óstraka y, si había más de seis mil con el nombre de la misma persona, se le expulsaba de la ciudad, es decir, se lo condenaba al ostracismo, durante diez años.
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