Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Una vez que Filipo hubo sometido por completo a los tracios y a los olintios, ayudó a los tesalios a liberarse de su tirano, y entonces, al añadir la caballería tesalia a su propia infantería, comenzó a presumir de tener el mejor ejército que nunca se hubiera visto en el mundo griego.
Estaba deseoso de encontrar cualquier pretexto para marchar sobre Grecia con semejante fuerza, pues creía que, una vez estuviera allí, no tardaría en hacerse dueño de todas las ciudades. Y por supuesto la excusa que anhelaba no tardó en llegar.
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Por aquel entonces estaba teniendo lugar la tercera guerra sagrada, porque los focios se habían adueñado de unas tierras dedicadas al dios Apolo. La Liga Anfictiónica dijo que tenían que pagar una multa por la ofensa, y los focios, enfadados por aquel reproche público, desafiaron el castigo.
Para mostrar que no tenían ninguna intención de obedecer, no solo se quedaron las tierras que habían tomado, sino que saquearon el templo de Delfos. Entonces usaron el dinero para formar alianzas, y con eso comenzaron una guerra contra los que estaban de parte de la Liga Anfictiónica.
Estos griegos leales lucharon contra los focios por largo tiempo, pero no fueron capaces de derrotarlos, por lo que Filipo propuso acudir en ayuda de la Liga. Desesperados por terminar con la guerra, los griegos aceptaron que llevara hasta allí su ejército y efectivamente el ejército macedonio derrotó a los rebeldes.
Como recompensa, nombraron a Filipo presidente de la Liga —un puesto que llevaba tiempo codiciando— y líder de los juegos píticos en honor a Apolo.
Cuando terminó la guerra, Filipo se volvió a Macedonia sin mucho revuelo. Sin embargo, estaba simplemente esperando el momento oportuno para regresar a Grecia y castigar a los atenienses por dejarse embelesar por los discursos de Demóstenes contra él.
Mientras tanto, el oro de Filipo había estado muy ocupado comprando tantas amistades y alianzas como podía. Muchos de sus regalos habían tenido el efecto deseado, no como la copa de oro que le había enviado a Demóstenes.
Finalmente, los atenienses tuvieron que reunir un ejército para enfrentarse a Filipo cuando se enteraron de que realmente iba a marchar para adueñarse de Grecia. Sus aliados, los tebanos, se les unieron, y los dos ejércitos se enfrentaron a Filipo en Queronea, en Beocia, donde tuvo lugar una batalla terriblemente sangrienta.
Demóstenes se había unido al ejército, pero, como no era un buen soldado, huyó a las primeras de cambio. Se metió por entre los arbustos y de repente sintió un tirón, pues se le había enganchado la capa entre las ramas. El orador estaba tan asustado que pensó que lo había capturado algún enemigo, por lo que se tiró de rodillas e imploró por su vida.
Mientras Demóstenes huía como alma que lleva el diablo, sus amigos y conciudadanos luchaban valerosamente contra los macedonios, pero, a pesar de su coraje, finalmente se vieron derrotados por la falange macedonia y el campo de batalla acabó regado de muertos.
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Alejandro, el hijo de Filipo, que entonces tenía solo dieciocho años, estaba al mando de una de las alas del ejército de su padre, y obtuvo la gloria de aplastar por completo al batallón sagrado de Tebas, que nunca antes había sufrido una derrota.
Aquella brillante victoria en Queronea hizo efectivamente a Filipo dueño de toda Grecia, pero fue tan generoso que ni siquiera obligó a los atenienses a nombrarle oficialmente su señor, aunque en la realidad el gobierno de Atenas era un simple títere de los deseos de Filipo.
Como Grecia ahora le debía obediencia, el ambicioso Filipo comenzó a planear la conquista de Asia y la caída del imperio persa. Para conseguir un ejército lo más grande posible, invitó a todos los griegos a unírsele, recordándoles con gran habilidad todo lo que habían sufrido en el pasado a manos de los persas.
Ya tenía todo preparado para la campaña y estaba a punto de comenzar la marcha hacia Asia, cuando —según dicen algunos— fue asesinado por un tal Pausanias, uno de sus subordinados.
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