Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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En los días en que Tebas era la ciudad más poderosa de Grecia, cuando Epaminondas era el líder, recibió una vez la visita de un príncipe de Macedonia llamado Filipo. Este joven había sido enviado a Grecia como rehén, y quedó al cargo de Epaminondas. El héroe tebano le procuró los mejores maestros a Filipo, que de esa forma fue educado eficazmente y llegó a ser no solo muy culto, sino también valiente y fuerte.
Macedonia, el país de Filipo, estaba al norte de Grecia, y sus gobernantes hablaban griego y eran de un linaje griego, pero el pueblo llano de Macedonia no se sabe muy bien si era igualmente de origen griego ni en qué proporción. En cualquier caso, los griegos no tenían en buena estima a los macedonios y a menudo los trataban como a meros bárbaros, y por eso no les dejaban participar en la Liga Anfictiónica.
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Dos años después de la batalla de Mantinea, cuando Filipo tenía dieciocho años, de repente se enteró de que el rey, su hermano, había muerto y había dejado a un niño pequeño como sucesor. Filipo sabía que un niño no podía gobernar, por lo que escapó de Tebas, donde no lo vigilaban demasiado, y logró regresar a Macedonia.
Al llegar allí, se ofreció a gobernar en lugar de su sobrinito. La gente no tuvo problema en aceptar la oferta y, cuando descubrieron que el niño parecía tener problemas intelectuales, le ofrecieron oficialmente la corona de Macedonia a Filipo.
Aunque Macedonia era un país muy pequeño, en cuanto se hizo rey, Filipo se decidió a hacer de su reino el más importante no solo del mundo helénico, sino de todo el mundo.
Aquello era un plan sumamente ambicioso y, para poder llevarlo a cabo, Filipo sabía que necesitaría un ejército formidable. Por tanto, comenzó a entrenar a sus soldados y, acordándose del gran éxito de Epaminondas, les enseñó a luchar como lo habían hecho los tebanos en Leuctra y Mantinea.
Entonces, en lugar de disponer a sus soldados en una larga línea de batalla, los formó como un cuerpo sólido más parecido a un cuadrado, la falange, y, como él le había hecho algunas modificaciones propias a la falange griega, la suya fue conocida como falange macedónica.
Cada soldado en la falange tenía un gran escudo redondo y llevaba una lanza más larga de lo normal. En cuanto se daba la señal para la batalla, los hombres colocaban sus escudos de forma compacta, unos con otros, para formar un muro de escudos, y quedaban formados en filas una tras otra. Como las lanzas macedonias eran más largas que las de los demás ejércitos, tenían mayor ventaja de ataque y protección.
Filipo no se dedicó solo a entrenar a los soldados, sino que también encontró y comenzó a explotar minas de oro. Como proporcionaban mucho del metal precioso, no pasó mucho hasta que reunió mucho oro.
Aquellas riquezas demostraron ser muy útiles, pues le posibilitaron contratar más soldados y asegurarse alianzas. De hecho, Filipo se dio cuenta de que su oro era incluso más útil que su ejército, así que a menudo decía:
—Puedes tomar cualquier fortaleza si consigues meter una mula cargada de oro.
Filipo era tan bueno y justo que no tardó en ganarse el aprecio de sus súbditos. Se dice que escuchaba las quejas de los pobres y humildes con tanta paciencia como las de los más nobles cortesanos.
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Una vez, después de cenar y beber demasiado, Filipo fue llamado de repente para juzgar el caso de una pobre viuda. Como el rey no tenía la cabeza muy fresca, no fue capaz de juzgar de forma justa, por lo que dijo que la viuda era culpable y debía ser castigada.
La mujer, que sabía que ella tenía la razón, se enfadó mucho y, mientras los guardas se la llevaban a rastras, dijo desafiantemente:
—¡Recurro la sentencia!
—¿Recurres? —dijo Filipo con tono burlón—. ¿A quién?
—Recurro al Filipo sobrio —respondió la mujer.
Aquellas palabras impresionaron tanto a Filipo que dijo que juzgaría de nuevo el caso al día siguiente, cuando estuviera en mejores condiciones. A la mañana siguiente no había olvidado su promesa y, cuando vio que la mujer tenía razón, castigó al denunciante y la liberó a ella.
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