Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Cuando Pericles murió, la guerra del Peloponeso llevaba ya en curso más de tres años, pero no estaba en absoluto cerca de su final. Como los atenienses sentían que necesitaban un líder, eligieron a Nicias para tomar el relevo de Pericles.
Este Nicias era un hombre honrado, pero desafortunadamente era bastante soso e indeciso. Cada vez que se le convocaba para asuntos de Estado, dudaba tanto que los griegos a menudo lamentaban la pérdida de Pericles.
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Había otro hombre bien conocido en Atenas por aquel entonces: el filósofo Sócrates, un auténtico sabio. Sin embargo, no se dedicaba a la política, y, en lugar de preocuparse por el Estado, pasaba su tiempo libre estudiando o enseñando a los jóvenes de Atenas.

Más sobre Sócrates
Como su amigo Anaxágoras, Sócrates era un pensador agudo. Él también trataba siempre de encontrar la verdad exacta sobre todas las cosas. Estaba especialmente deseoso de saber cómo se había formado la Tierra, quién nos había dado vida y si el alma moría con el cuerpo o continuaba viviendo después de la muerte corporal.
Sócrates era un hombre pobre, cantero de profesión, pero pasaba cada rato libre pensando, estudiando y preguntando a otros. Poco a poco, pese a las opiniones enfrentadas de sus conciudadanos, fue creyendo que muchas cosas que se decían de los dioses griegos no podían ser ciertas.
Imaginaba a un dios grandioso, bueno, poderoso y justo, que gobernaba el mundo que había creado y que recompensaba al virtuoso y castigaba al malvado.
Sócrates creía que todo el mundo debía ser tan bueno y amable como fuera posible y perdonar las ofensas fácilmente. Esta creencia era muy diferente a la común en el mundo antiguo, en el que, por el contrario, se solía pensar que uno debía tratar de vengar cada insulto y devolver mal por mal.
El filósofo Sócrates no solo enseñaba este tipo de amabilidad, sino que la practicaba escrupulosamente adondequiera que fuera, en Atenas y fuera de ella. Tuvo muchas oportunidades de mostrarlo, pues se decía que tenía una mujer tan fastidiosa que su nombre, Jantipa, se usa a veces para referirse a una mujer enfadosa y gruñona.
Cada vez que Jantipa se enfadaba, regañaba al pobre Sócrates sin quedarse nada dentro. Él siempre escuchaba sin dejarse llevar por las emociones o incluso replicarle, y, cuando el humor de Jantipa era insoportable, Sócrates se iba tranquilamente de casa a hacer cualquier otra cosa en algún otro lugar.
Esta amabilidad y docilidad no hacía sino enfadar aún más a Jantipa, y, un día en que Sócrates se fue a otro sitio para escapar de su mal humor, cogió un jarro lleno de agua y se lo tiró encima. Sócrates se agitó para quitarse el agua, sonrió y les dijo a sus amigos:
—Después del trueno cae la lluvia.
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