Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Los ejércitos aqueo y macedonio se enfrentaron a los espartanos en Selasia, en Laconia, donde Esparta sufrió una terrible derrota y cayó en manos de sus enemigos. Antígono estaba tan orgulloso de su victoria que, según se dice, le reventó un vaso sanguíneo y murió poco después.
Sin embargo, antes de cerrar los ojos, tuvo la satisfacción de expulsar a Cleómenes hasta Egipto. Allí el joven rey mató a sus hijos y se suicidó, pues prefería eso a ser esclavo. Tras todo esto, volvieron a permitirse tiranos en muchas ciudades griegas, a pesar de las protestas de Arato, que demasiado tarde se dio cuenta de que los macedonios habían acudido al Peloponeso solo para hacerse dueños del país.
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Arato abrió los ojos. Vio que todos sus esfuerzos fueron en vano y que, por culpa de su propia imprudencia, Grecia no volvería a ser libre. En su pesar, perdió el norte y no sabía qué hacer para deshacer todo el daño que había causado.
Los etolios se erigieron como campeones de la libertad, marcharon contra los aqueos y los derrotaron. Desesperados, los aqueos volvieron a rogar a los macedonios que interfirieran y enviaran tropas a Grecia.
Aquellos enfrentamientos duraron un tiempo. Al principio, el rey macedonio permitió que Arato mandara, y siguió sus indicaciones; pero finalmente se cansó de estar subordinado a él y lo envenenó, tras lo cual se hizo líder de la liga él mismo.
Cuando los espartanos y los etolios, que se habían unido, descubrieron que los aqueos y los macedonios iban a ser demasiado poderosos para ellos, también comenzaron a buscar aliados. Como ya habían oído de las hazañas de Roma, finalmente fueron a pedirle la ayuda que necesitaban.
Por entonces, los romanos estaban expandiéndose rápidamente y esperaban hacerse dueños del mundo, por lo que ayudaron a los espartanos contra los macedonios, que ya eran sus enemigos declarados.
Por tanto, fueron en ayuda de los espartanos, incendiaron las naves aqueas y macedonias y derrotaron a sus ejércitos de forma tan aplastante que Filipo V, el rey macedonio, se vio obligado a rogar por la paz y a entregar a su hijo como rehén.
Los espartanos, habiéndose liberado de esta forma del yugo de la Liga Aquea, cayeron ahora en peores manos, pues estaban gobernados por un tirano llamado Nabis, un hombre cruel y despreciable que, para aumentar sus tesoros, a menudo recurría a viles estratagemas.
Había ideado un terrible instrumento de tortura para conseguir dinero de cualquiera que él quisiera. Se trataba de una estatua con la apariencia de su esposa, vestida con magníficas ropas. Cuando se enteraba de que algún hombre tenía mucho dinero, Nabis lo invitaba y lo trataba educadamente; entonces le pedía que sacrificara sus riquezas por el bien del Estado.
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Si el invitado se negaba, Nabis le sugería ir a visitar a su esposa y llevaba al hombre junto a la estatua, que tenía un mecanismo que hacía que, cuando la víctima estuviera cerca, se le cerraran los brazos a la estatua y atrapara al invitado en un terrible abrazo.
Entonces, el abrazo iba apretando cada vez más y presionaba a la víctima contra puntas afiladas ocultas tras las ropas de la estatua. Solo cuando el torturado juraba solemnemente que entregaría sus riquezas, el tirano Nabis lo liberaba; pero si seguía resistiéndose, acababa muriendo tras una lenta tortura, desangrado por culpa de las puntas y el abrazo de la estatua.
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