Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Helén, el segundo hijo de Deucalión, al encontrar Tesalia demasiado pequeña para acomodar a toda la gente, fue hacia el sur con un grupo de recios seguidores, y se asentaron en otra parte del país que nosotros llamamos Grecia, pero que ellos mismos llamaron Hélade en honor precisamente a Helén, y sus habitantes se llamaban helenos.
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Cuando Helén murió, dejó el reino a sus tres hijos: Doro, Eolo y Juto. En vez de dividir las tierras de su padre de forma equitativa, los dos hijos mayores pelearon con el más joven y acabaron expulsándolo. Pobre y sin tierras, Juto fue a Atenas, donde fue recibido hospitalariamente por el rey, que no solo lo trató muy amablemente, sino que además le dio a su hija en matrimonio y le prometió que sería él quien heredaría el trono.
Y esta promesa efectivamente se cumplió, y el una vez exiliado Juto gobernó Atenas. Cuando él murió, les dejó la corona a sus hijos, Ion y Aqueo.
Como la cantidad de atenienses había ido creciendo gradualmente hasta que las tierras se les quedaron demasiado pequeñas para que todos los habitantes pudieran vivir adecuadamente, Ion y Aqueo, con su padre aún vivo, lideraron una expedición por el istmo de Corinto y bajaron a la península, donde fundaron dos florecientes estados llamados Acaya y Jonia en su honor.
De esta forma, mientras que el norte de Grecia estaba dividido de forma bastante equitativa entre los dorios y los eolios (los descendientes de Doro y Eolo), la península quedó casi enteramente en manos de los jonios y aqueos, que construyeron ciudades, cultivaron el terreno y llegaron a ser bravos marineros. Se aventuraron más y más lejos hacia alta mar, hasta que se familiarizaron con todas las costas e islas de los alrededores.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Iban navegando así de un lugar a otro, y finalmente llegaron a Creta, una gran isla al sur de Grecia. Esta isla, por aquel entonces, estaba gobernada por un rey muy sabio llamado Minos. Las leyes de este monarca eran tan justas que todos los griegos las admiraban sobremanera. Cuando Minos murió, los cretenses llegaron a afirmar que había acudido a la llamada de los dioses para ser juez de los muertos en el Hades y decidir qué castigos y recompensas merecía cada alma.
Aunque Minos era muy sabio, tenía un súbdito, llamado Dédalo, que era incluso más sabio que él. Este hombre no solo inventó la sierra y el torno de alfarero, sino que también enseñó a la gente cómo aparejar velas para sus barcos.
Hasta el momento la única forma de mover las naves había sido mediante remos y palas, por lo que esta última invención era a todas luces maravillosa. Para felicitar a Dédalo, el pueblo dijo que era como si hubiera dado alas a los barcos y que les había dado la posibilidad de volar por los mares.
Muchos años más tarde, cuando las velas eran tan comunes que ya no sorprendían a nadie, la gente, olvidando que una vez habían sido llamadas «las alas de Dédalo», inventaron una historia maravillosa, y ahora te la voy a contar.
Una vez, Minos, el rey de Creta, hizo llamar a Dédalo y le ordenó construir un laberinto con tantas habitaciones y enrevesados pasillos que nadie, una vez dentro, pudiera encontrar nunca la salida.
Dédalo se puso a trabajar y construyó un laberinto tan intrincado que ni siquiera él mismo, que estaba dentro con su hijo Ícaro, podía salir. Como no estaba dispuesto a quedarse prisionero allí, Dédalo pronto dio con una forma de escapar.
Padre e hijo juntaron una gran cantidad de plumas, y con ellas Dédalo creó dos pares de alas. Cuando se las hubieron unido a los hombros con cera, Dédalo e Ícaro se alzaron como pájaros y escaparon volando.


Más sobre Dédalo e Ícaro, Dédalo, Ícaro
A pesar de las advertencias de su padre, Ícaro voló más y más alto, hasta que el calor del sol derritió la cera, por lo que se le cayeron las alas y se ahogó al caer en el mar. Su padre, más prudente que él, voló más bajo y fue capaz de llegar a Grecia sano y salvo.
Allí siguió inventado cosas útiles, aunque a menudo contemplaba tristemente las aguas en las que Ícaro había muerto, que, en honor al joven ahogado, fueron conocidas durante mucho tiempo como mar Icario.
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