Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Aunque a las mujeres y las niñas griegas por lo general no se les permitía aparecer en público o presenciar ciertos juegos olímpicos, había días especiales consagrados a ellas, en los que las niñas también competían.
También ellas corrían en carreras, y debió de ser algo digno de ver, todas esas chicas saludables y felices corriendo alrededor del estadio, como se le llamaba al lugar donde se celebraban las carreras a pie.
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Una de estas carreras era con antorchas, y cada corredora llevaba una antorcha encendida en la mano. Estaba permitido tratar de apagar las antorchas de las competidoras, y el premio era para la muchacha que llegara primera a la meta con la antorcha encendida, o la que lograra mantenerla encendida más tiempo.
El premio para las chicas era el mismo que el que se les daba a los chicos, pero ellos eran más y competían en más juegos que las muchachas, y sus victorias eran alabadas mucho más que las de sus hermanas.

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La multitud que contemplaba los juegos a menudo se emocionaba tanto que llevaban al vencedor a hombros, y Olimpia resonaba con sus gritos de alegría. Se dice que un anciano llamado Quilón se emocionó tanto cuando su hijo le entregó las coronas que acababa de ganar que murió literalmente de alegría, transformando así la celebración de su hijo en algo triste.
Mientras que las carreras a pie tenían lugar en el estadio, las de caballos y carros se celebraban en el hipódromo, y suscitaban mayor interés. Había carreras con dos, con cuatro y con ocho caballos; y, como a veces los caballos eran ingobernables, los carros podían llegar a volcarse. Así, a veces, chocaban unos caballos contra otros y se quedaban tirados dando patadas en la arena, lo que hacía que la gente se emocionara aún más.
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