Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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El ejército persa había llegado al paso de las Termópilas, y Jerjes, al ver que estaba protegido por unos pocos hombres, les envió un mensaje altivo ordenándoles que entregaran las armas.
En lugar de encontrar la sumisión ante su petición, como esperaban, los heraldos persas se sorprendieron al oír la respuesta de Leónidas con genuina concisión lacónica: «¡Venid a cogerlas!».
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El rey espartano, sin embargo, era consciente de que era imposible hacer mucho más que frenar por un tiempo el avance de la imponente hueste. Como un espartano nunca se retiraba, tomó la decisión de morir en el campo de batalla y ordenó a sus guerreros que se peinaran, tomaran sus mejores armas y se arreglaran lo mejor que pudieran, como era la costumbre cuando iban a enfrentarse a un gran peligro y la muerte era más probable que la supervivencia.
Los persas, al ver esto, se sorprendieron, pero avanzaron con confianza, pues se imaginaban que unos hombres que se dedicaban a peinarse y perfumarse no serían difíciles de derrotar. No tardarían en darse cuenta de su error.
Conforme avanzaban, los arqueros dispararon una andanada de flechas tan sobrecogedora que casi oscurecía el sol. Uno de los aliados, al ver aquello, corrió a avisar a Leónidas; pero él recibió las inquietantes noticias impasible y solo dijo: «Muy bien: entonces lucharemos a la sombra».
Cuando Jerjes vio que los griegos no se someterían, dio órdenes de entablar combate. Los persas avanzaron bajo la atenta mirada de su rey, que estaba sentado en lo alto de las rocas; pero, para su sorpresa, fueron rechazados por un puñado de hombres.
Una y otra vez trataron de avanzar, pero todos sus intentos eran en vano. Los soldados persas, sorprendidos por el coraje de los griegos, dieron paso a sus miedos y supersticiones y comenzaron a negarse a avanzar, hasta que los oficiales los obligaban por medio de latigazos.
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El rey estaba furioso al ver que sus tropas cedían una y otra vez, y finalmente ordenó que sus propios Inmortales marcharan para acabar con el enemigo, que, aunque pequeño, era capaz de contener a millones de hombres. Ahora tenía la esperanza de que todo funcionara como debía en la primera carga.
Por tanto, mayor fue su cólera cuando vio que los Inmortales también se retiraban tras muchos infructuosos intentos de derrotar al enemigo. Los persas no sabían qué hacer: no podían avanzar, pero era vergonzoso retirarse.
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