Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Poco después de la muerte de Cilón y sus seguidores, hubo muchísimos problemas en la ciudad de Atenas. La gente estaba asustada, y los amigos de Cilón no tardaron en empezar a susurrar que sin duda los dioses estaban castigado a los atenienses, y especialmente a Megacles, por romper su promesa.
Esta idea se extendió por toda la ciudad. El aterrorizado pueblo se reunió y votó que Megacles y toda su familia, los Alcmeónidas, se exiliaran. Tal era la furia de los atenienses contra el arconte cuyos crímenes les habían causado infortunios que incluso exhumaron los huesos de sus ancestros y los sacaron de los confines del Ática.
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La ciudad había sido profanada por el crimen que había cometido Megacles, y la gente sintió que nunca volverían a prosperar hasta que Atenas hubiera sido purificada; pero la gran cuestión era encontrar a un hombre lo suficientemente sagrado como para llevar a cabo la ceremonia.
Tras mucho hablar, decidieron hacer venir a Epiménides para pedirle que purificara la ciudad. Este hombre, cuando era apenas un muchacho, fue una vez a una cueva cerca de su ciudad natal y allí se tumbó para dormir. Sin embargo, en lugar de una siesta ordinaria, durmió cincuenta y ocho años sin despertarse ni sufrir ningún cambio. Cuando salió de la cueva, donde él creía que había pasado solo unas horas, se sorprendió al ver que todo le era nuevo y extraño.
Todos sus parientes habían muerto, nadie lo conocía, y solo después de que hubiera pasado un tiempo se enteró de que había estado dormido cincuenta y ocho años. Este hombre era un poeta conocido y, como había dormido durante tanto tiempo, la gente creía que era un favorito de los dioses.
Cuando los atenienses le pidieron que purificara la ciudad, acudió a hacerlo; pero cuando terminaron las ceremonias, se negó a aceptar ninguno de los ricos presentes que la gente le ofreció en recompensa. En su lugar, les rogó humildemente que le dieran una rama del olivo sagrado que decían que la propia Atenea había plantado en la Acrópolis.
Una vez terminados sus problemas, los atenienses empezaron a pensar en crear otras leyes menos severas. Esta vez eligieron como legislador a un hombre sabio llamado Solón, descendiente del noble Codro, que aceptó.
Solón era un hombre estudioso y reflexivo, y había adquirido mucha de su sabiduría viajando y aprendiendo todo lo que podía de los pueblos que visitaba. Sabía tanto que todos lo llamaban sabio, y le encantaba conocer y hablar con gente sabia.
Solón cambió muchas de las severas leyes de Dracón, dispuso que los granjeros y los pobres no pudieran ser tratados mal por los ricos, e incluso se preocupó por los esclavos. También dio a los atenienses una corte llamada Areópago. Allí estaban los hombres que juzgaban a todos los criminales, y allí, por primera vez, una persona acusada pudo hablar en su defensa.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Cuando alguien era acusado de alguna fechoría, se lo llevaba ante el jurado, que se sentaba bajo el cielo abierto de noche. No había luz, y todo el juicio se llevaba a cabo en la oscuridad para que el jurado no se viera influenciado por la buena o mala apariencia del prisionero, sino que juzgara solo por las pruebas que tuvieran.
Si el acusado era considerado culpable, también era sentenciado y ejecutado a oscuras, para que el brillante dios del sol, que conducía su carro dorado por el cielo, no se ofendiera al ver la triste muerte de un hombre.
Todos los ciudadanos de Atenas, ya fueran ricos o pobres, podían votar, y, como ahora se pagaba un salario a los hombres que ayudaban a gobernar la ciudad, incluso un hombre humilde, si era elegido para el tribunal, podía permitirse pasar tiempo en tareas públicas.
Por orden de Solón se animaba a la gente a hablar en público, en el mercado; y, como a los atenienses les gustaban los discursos, muchos de ellos llegaron a ser muy elocuentes.
Solón vio que sus reformas funcionarían mejor si él no estaba allí para ver cómo las usaba el pueblo. Por tanto, hizo prometer a los atenienses que obedecerían sus leyes durante diez años, y reemprendió sus viajes.
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