Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Cuando Alejandro marchó a oriente, el orador Demóstenes comenzó a azuzar a los griegos para que se levantaran contra él y así recuperar su libertad. Sin embargo, toda su elocuencia no fue suficiente para lograr que los griegos se sublevaran mientras Alejandro estuvo vivo.
Pero cuando se dio a conocer la muerte del rey, Demóstenes volvió a intentarlo, y esta vez con éxito. Foción, un ateniense precavido, rogó en vano a la gente que esperara al menos hasta que se confirmaran las noticias, diciendo:
—Si Alejandro está muerto hoy, seguirá muerto mañana y al día siguiente, de modo que podemos decidir sin precipitarnos.
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Esta sabia advertencia, sin embargo, no caló entre los atenienses, a los que se unieron en la revuelta la mayoría de pequeños estados y ciudades pequeñas de Grecia, excepto Esparta. Los griegos reunieron un ejército, que marchó hacia el norte y se enfrentó a las tropas del gobernador macedonio cerca de las Termópilas.

Más sobre Foción
Los griegos tuvieron éxito allí y, tras hacer al enemigo refugiarse en la fortaleza de Lamía, los asediaron. Pero después de un tiempo el general griego murió y, cuando los macedonios recibieron refuerzos, obtuvieron una victoria decisiva. Con esto terminó aquel levantamiento, pues el general macedonio, Antípatro, destruyó la unión de los griegos y estableció términos de paz separadamente con cada ciudad.
En su furia, Antípatro dijo que castigaría a todos aquellos que habían incitado a los griegos a sublevarse. No tardó en enterarse de que Demóstenes había sido uno de los principales culpables de azuzar a los griegos para el levantamiento, por lo que mandó a sus hombres a tomarlo prisionero.
Demóstenes, advertido del peligro, huyó de inmediato, pero solo tuvo tiempo para refugiarse en el templo de Poseidón. Allí, a pesar de la santidad del lugar, se metieron los guardas de Antípatro para apresarlo.
Viendo que la resistencia sería inútil, el orador pidió un momento para escribir una carta a sus amigos. Los hombres se lo permitieron y Demóstenes, vigilado de cerca, tomó tablilla y cálamo, como era usual para escribir en aquella época.
Los soldados lo veían trazar unas cuantas líneas, luego parar y morder el cálamo, como si estuviera pensando qué decir a continuación. Pero en lugar de seguir escribiendo su carta, el orador se cubrió la cabeza con su manto y se quedó quieto.
Tras esperar un rato, uno de los hombres se le acercó y, como no recibía respuesta a sus preguntas, apartó los pliegues del manto. Se echó para atrás asustado, pues el rostro de Demóstenes estaba totalmente pálido y era evidente que moriría de un momento a otro.
Los hombres lo sacaron del templo a toda prisa para que no fuera profanado por su muerte, y entonces descubrieron que el cálamo con el que hacía como que escribía estaba hueco y que dentro había un veneno. Demóstenes se suicidó de esa forma, pues creía que la muerte sería mejor que la cárcel.
Los atenienses vieron entonces que habría sido más sabio hacerle caso a Foción, por lo que en esta ocasión lo pusieron al mando y prometieron obedecerle. Aunque honrado, Foción no era brillante, y su precaución fue convirtiéndose cada vez más en cobardía.
Por temor a los macedonios, les permitió seguir acumulando cada vez más poder, y Grecia, pocos años más tarde, quedó por completo bajo el gobierno de Antípatro, el gobernador macedonio.
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