Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Mientras los persas se encontraban sin saber qué hacer, un pastor griego, Efialtes, se metió en su campamento y, como el vil traidor que era, ofreció mostrarles un camino alternativo hacia Grecia si le pagaban bien. Este hombre fue llevado a la tienda de un general persa, donde explicó que podía llevar a un contingente de persas por las montañas con facilidad.
Por un sendero conocido solo para los griegos, era posible no solo cruzar las montañas, sino también bajar sobre el pequeño ejército griego que custodiaba el paso de las Termópilas.
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Los persas aceptaron la oferta. Efialtes fue fiel a su promesa, no a su país, y llevó a los Inmortales persas por el estrecho camino. Leónidas, que no podía imaginar que ningún griego fuera a ser tan ruin como para vender su país y honor por oro, había colocado solo a unos pocos aliados en aquel punto.
Los Inmortales siguieron a Efialtes y derrotaron con facilidad a aquellos pocos hombres, y llegaron sin ser vistos a la retaguardia espartana. Fue solo cuando oyó el trotar de los caballos tras de sí que Leónidas se dio cuenta de que había sido traicionado.
Llamó a prisa a sus aliados y les dio permiso para huir y salvarse, y dijo que él y sus compañeros no abandonarían su puesto, y que, como era imposible que vencieran, estaban listos para morir.
Algunos de los aliados aprovecharon el permiso y escaparon, pero setecientos tespios eligieron permanecer con los espartanos para luchar a su lado hasta el final. Con la bravura de no tener esperanza, estos hombres lucharon contra los persas tanto en la vanguardia como en la retaguardia, vendiendo sus vidas lo más caro posible. A pesar de que no tenían ninguna posibilidad de vencer, se negaron a rendirse, y finalmente cayeron, uno tras otro, en el lugar que habían jurado defender.
Sus cuerpos, que fueron encontrados prácticamente apilados unos sobre otros, fueron enterrados honorablemente en un solo túmulo, sobre el que se alzaba un monumento con esta modesta inscripción:
¡Viajero!, cuenta a los lacedemonios que, cumpliendo sus órdenes, aquí yacemos.
Epitafio compuesto por Simónides (según Heródoto)

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Los persas habían logrado pasar a Grecia. No había nada más que pudiera frenarlos, por lo que el imponente ejército prosiguió sin pausa hacia el sur. El primer lugar conocido por el que pasaron en su camino a Atenas fue Delfos, hogar del templo sagrado oracular, donde había cantidad de tesoros.
Los griegos sabían que los persas no veneraban a los mismos dioses, y temían que fueran a saquear el templo, por lo que estuvieron preguntándole al oráculo si debían reunirse todos allí para su defensa.
Para su sorpresa, el oráculo respondió con orgullo: «Los dioses cuidarán de los suyos», y mandó que usaran sus fuerzas en defender sus propios hogares.
Los persas marcharon sobre el desfiladero rocoso que llevaba al templo de Delfos, pero justo cuando estaban entrando en el valle se desató una terrible tormenta. Todo se volvió tan oscuro que los soldados se extraviaron. Cayeron rocas y aplastaron a algunos, y los soldados, muertos de miedo, se retiraron a toda prisa y nunca volvieron a atreverse a pasar por aquel valle.
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Mientras tanto, la flota griega en Artemisio había sido capaz de contener las naves persas, hasta que llegaron las noticias de la muerte de Leónidas y la derrota en el paso de las Termópilas. Entonces los griegos navegaron tan rápido como pudieron hacia Atenas, sabedores de que harían falta allí para defender la ciudad.
Los diversos aliados, seguros de que sería inútil tratar de seguir defendiendo el norte de Grecia, se retiraron al Peloponeso y, esperando evitar que los persas entraran allí, a toda prisa comenzaron a construir una gran muralla en el istmo de Corinto, que en su parte más estrecha son solo seis kilómetros.
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