Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Aunque la flota ateniense había causado gran daño y había vuelto a casa victoriosa, el ejército espartano seguía en el Ática. Los espartanos se habían aterrorizado y visto sorprendidos por el eclipse, pero no abandonaron su propósito y continuaron la guerra.
Los atenienses permanecieron dentro de las murallas sin atreverse a salir, no fuera que los espartanos los derrotaran, y no tardaron en empezar a sufrir grandes penalidades. Como no había suficiente agua y comida para tanta gente, se desató una terrible peste entre la población.
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Aquella enfermedad era muy contagiosa y se extendió muy rápido. Por todas partes podían verse muertos y moribundos. Las víctimas se veían atormentadas por una terrible sed, y, como no quedaba nadie que pudiera atender a los enfermos, ellos mismos trataban de arrastrarse hasta las fuentes, donde muchos de ellos morían.
No es solo que los enfermos quedaran desatendidos, sino que además era casi imposible deshacerse de los muertos, y los cuerpos se quedaban en las calles día tras día a la espera de ser enterrados.
Cuando los atenienses estaban en esta tremenda situación, Pericles oyó que había un médico griego, de nombre Hipócrates, que tenía una cura para la peste, así que le escribió rogándole que les ayudara.
Hipócrates recibió la carta de Pericles a la vez que un mensaje de parte de Artajerjes, el rey de Persia. El rey le pedía que fuera a salvar a los persas, que estaban sufriendo la misma enfermedad, y ofreció al médico enormes riquezas.
El noble médico no dudó ni un momento y despidió al mensajero persa diciendo que su deber era salvar primero a los griegos. Entonces se dirigió inmediatamente a la ciudad de Atenas, donde trabajó duramente día y noche.
Sus cuidados ayudaron a muchos enfermos y, aunque miles de personas murieron por la peste, los demás atenienses sabían que le debían la vida. Cuando terminó el peligro, todos votaron que había que darle una corona de oro a Hipócrates y dijeron que se le considerara ciudadano ateniense, un honor que casi nunca se concedía a alguien de fuera.
La peste no solo se había llevado a muchos de los ciudadanos más pobres, sino que también había golpeado a los nobles y ricos. La familia de Pericles la sufrió también: todos sus hijos murieron, excepto uno.
El gran Pericles, a pesar de sus preocupaciones particulares, siempre estuvo entre la gente, ayudándoles y dándoles ánimos, y finalmente él mismo enfermó.
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Sus amigos vieron que, a pesar de cualquier esfuerzo, iba a morir. Se arremolinaron en torno a su cama, deshechos en lágrimas, alabándolo y rememorando cuánto había hecho por los atenienses y la ciudad de Atenas.
—Desde luego —dijo uno de ellos afectuosamente—, ¡se encontró una ciudad de ladrillo y la ha dejado de mármol!
Pericles, cuyos ojos llevaban cerrados un rato y parecía inconsciente, de repente se levantó y dijo:
—¿Por qué mencionas eso? Fue principalmente gracias a mi gran fortuna. De lo que estoy más orgulloso es de que nunca un ateniense haya tenido que llorar muertos por mi culpa.
Pericles entonces volvió a caer en la cama y murió poco después, pero sus amigos siempre recordaron que había gobernado Atenas durante más de treinta años sin castigar injustamente a nadie, y que siempre había sido servicial y compasivo con todos.
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