Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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La falsa acusación contra Sócrates no tardó en tener el efecto que sus enemigos deseaban, pues el tribunal dio órdenes de arrestarlo y juzgarlo. El filósofo, seguro de su inocencia, fue ante los jueces y con tranquilidad respondió todas las preguntas.
Les dijo que él nunca había ridiculizado a los dioses, pues sabía que no estaba bien burlarse de lo que otros consideran sagrado. Entonces, como seguían pidiéndole que explicara su perspectiva, dijo que él creía que había un dios mayor y mejor que todos los que los griegos veneraban.
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En lo relativo a corromper a la juventud al enseñarles cosas nocivas, dijo que era totalmente imposible, pues él lo único que les enseñaba era a ser lo más buenos, virtuosos y serviciales posible, que sin duda no podía ser malo.
Sócrates dio nobles respuestas a todas sus preguntas, pero los jueces, cegados de prejuicios, creyeron las acusaciones falsas de sus enemigos, que Sócrates despreciaba demasiado como para contradecir. Los amigos del filósofo le rogaron que empleara su elocuencia para defenderse y confundir a los acusadores, pero él se negó, diciendo:
—Toda mi vida y enseñanzas es la única refutación y la mejor defensa que puedo ofrecer.
A pesar de su bondad y constante integridad, Sócrates, el gran filósofo, fue condenado a una vergonzosa muerte, como un malvado criminal.
En Grecia, los criminales podían ser condenados a beber cicuta, un veneno mortal, al alba del siguiente día a su condena, por lo que había muy pocas horas de diferencia entre la sentencia y la ejecución. Sin embargo, la ley decía que durante un mes concreto no podía haber tales ejecuciones: era el mes en que un barco ateniense iba a la isla de Delos a llevar las ofrendas anuales al templo de Apolo.
Como Sócrates fue juzgado y condenado en ese mes, la gente tuvo que esperar el regreso del barco antes de la ejecución, por lo que entró en prisión. Aunque él estaba prisionero, se les permitía a sus amigos ir a visitarlo y hablar con él.
Día tras día sus discípulos se reunían con él en prisión y, como algunos de ellos eran muy ricos, quisieron sobornar al carcelero y planear la fuga de su querido maestro.
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Cuando todo estuvo preparado y le dijeron a Sócrates que podía irse sin que lo vieran y esconderse en algún lugar seguro, él se negó, diciendo que eso iba contra la ley, que él nunca había desobedecido.
En vano sus amigos y discípulos le rogaron que salvara la vida, pero él se negó. Entonces Critón, uno de sus discípulos, comenzó a llorar desesperado y exclamó indignado:
—Maestro, ¿entonces vas a quedarte aquí a morir, siendo inocente?
—Desde luego —respondió Sócrates—. ¿Preferirías que muriera siendo culpable?
Entonces reunió a sus discípulos a su alrededor y empezó a hablarles de forma hermosa y solemne sobre la vida y la muerte, y especialmente sobre la inmortalidad del alma.
Esta última conversación de Sócrates la escribió luego su discípulo Platón casi palabra por palabra, de modo que todavía hoy puede leerse.
El barco sagrado volvió de Delos al atardecer del último día y con eso terminó la espera, por lo que el prisionero debía morir. El carcelero interrumpió aquella hermosa última conversación cuando entró en la celda con el vaso de cicuta.
Sócrates tomó el vaso y se lo bebió sin darle más importancia, y les dijo a sus discípulos que estaba seguro de que la muerte era solo el nacimiento en un mundo diferente y mejor. Entonces se despidió de todos.
Como era un hombre bueno y escrupuloso, muy cuidadoso de pagar todas sus deudas y mantener sus promesas, le dijo a Critón que había prometido sacrificar un gallo a Asclepio, el dios de la medicina, y que lo hiciera él en su lugar.
Entonces se tendió en la cama de la prisión y, mientras sentía que el cuerpo se le iba quedando frío desde los pies hacia el corazón, siguió enseñando y exhortando a sus discípulos a amar la virtud y hacer el bien.
Todas sus últimas palabras fueron atesoradas con cuidado por Platón, que las escribió, y concluye la historia de su muerte con estas hermosas palabras: «Así murió el hombre que, de entre todos los que conocemos, en la muerte fue el más noble, y en la vida fue el mejor y el más sabio».
Un tiempo después de la muerte de Sócrates, los atenienses se dieron cuenta de su error. Llenos de remordimientos, recordaron la sentencia que lo había condenado, aunque no podían traerlo de vuelta a la vida. Como muestra de arrepentimiento, sin embargo, erigieron una estatua suya en el corazón de Atenas.
Esta estatua, aunque hecha de bronce, no la conservamos, pero el recuerdo de las virtudes de Sócrates sigue en la mente de la gente, y todos los que conocen su nombre lo aman y lo honran.
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