Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Después de sufrir grandes torturas bajo el yugo espartano durante cuarenta largos años, los mesenios empezaron a planear una revuelta.
Uno de sus príncipes, Aristomenes, un hombre de inusual bravura, tomó la determinación de liberar a su infeliz pueblo y de buscar la perdición de la orgullosa ciudad de Esparta, que les había causado tanto sufrimiento.
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Por tanto, reunió en secreto a todos los mesenios y, cuando sus planes estuvieron listos, comenzó a guerrear abiertamente contra los espartanos, a quienes derrotó en diversas batallas.
Con su pequeño ejército, incluso siguió presionando en dirección a la ciudad de Esparta y acampó a la vista de sus habitantes. Las mujeres espartanas podían ver de esta forma algo del todo inusual: la luz de los fuegos enemigos.
Para aterrorizar a los espartanos aún más, Aristomenes fue a escondidas, una noche oscura, a la ciudad, se metió en el templo principal, y allí colgó las armas que había tomado durante la guerra.
Estas armas las colocó en forma del típico trofeo griego, y justo bajo ellas Aristomenes escribió osadamente su nombre con letras tan grandes que cualquiera pudiera verlas.
Al amanecer, cuando los espartanos fueron como siempre al templo a rezar y hacer sus sacrificios, se quedaron atónitos al ver aquel trofeo. La audacia de Aristomenes era tan grande que perdieron la esperanza de derrotarlo sin la ayuda divina, por lo que fueron a preguntar a un oráculo qué debían hacer.
El oráculo respondió que los espartanos serían victoriosos si iban a la guerra bajo el mando de un general ateniense. Los espartanos eran un pueblo orgulloso y no les gustaba pedirle ayuda a nadie, pero finalmente decidieron obedecer al oráculo, por lo que enviaron un mensajero a Atenas para pedirles un buen líder.
Nadie sabe si los atenienses, que eran conocidos por su gusto por las bromas, querían burlarse de los espartanos, o si querían mostrarles que la belleza corporal y la fuerza que los espartanos preciaban tanto no lo eran todo.
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La cosa es que los atenienses enviaron a los espartanos a un pobre maestro de escuela, llamado Tirteo, para liderarlos en la batalla. Este hombre nunca había manejado un arma en su vida, y los espartanos estaban muy enfadados cuando lo vieron con una lira en las manos en lugar de una espada; pero, cuando de repente empezó a cantar una de esas canciones de guerra que sobrecogen el corazón, sintieron tal pasión por su patria que estaban listos para vencer o morir, y su desprecio no tardó en cambiar por admiración.
Encendidos por estas canciones patrióticas y por la conmovedora música del maestro de escuela, los espartanos pelearon mejor que nunca antes, derrotaron a los mesenios y regresaron triunfalmente a casa con sus prisioneros, entre los cuales estaba el valiente Aristomenes.
Por entonces era normal que los prisioneros de guerra fueran ejecutados, por lo que los espartanos arrojaron a todos los mesenios a un horrible hoyo llamado Ceadas, un oscuro agujero de gran profundidad, rodeado de afiladas rocas, contra las cuales los prisioneros acababan despedazados antes de llegar al fondo.
Los mesenios fueron arrojados a este lugar uno tras otro, y Aristomenes fue el último de todos, para que pudiera ser testigo de la muerte de todos sus compañeros. Por supuesto, esto era muy cruel, pero los espartanos habían sido educados para pensar que así se hacían las cosas; y cuando ya los habían matado a todos de esa forma, volvieron alegremente a la ciudad a celebrar su victoria.
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