Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Las noticias de que Jerjes había cruzado el Helesponto y estaba cada vez más cerca para conquistar Grecia no tardaron en llegar a Atenas, donde aterrorizó a los ciudadanos. La gente entonces se acordó de Milcíades y lamentaron amargamente su muerte, causada por su ingratitud.
Como el poderoso general que los había salvado una vez ahora estaba muerto, trataron de pensar en quién sería el mejor para reemplazarlo, y decidieron llamar a Arístides «el justo» para que volviera de su injusto destierro. Arístides perdonó con generosidad a sus conciudadanos por todo el daño que le habían causado, y él y Temístocles comenzaron a hacer todo lo posible para salvar Atenas.
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Enviaron a los más rápidos corredores en todas direcciones con mensajes para que todas las ciudades griegas se unieran por el bien común, urgiéndoles a que enviaran todos los hombres que pudieran para enfrentarse al ejército persa y tratar de evitar que entrara en Grecia.
Temístocles era el más activo en su intento de hacer que las ciudades griegas unieran fuerzas, y fue él el que planeó una gran asamblea o encuentro en Corinto, en el año 481 a. C. Allí se hizo evidente que las ciudades eran demasiado recelosas las unas de las otras como para unirse como debían.
Muchas de ellas prometieron ayuda, pero nunca la enviaron; otras juraron que ni enviarían tropas ni brindarían auxilio de ningún tipo, a menos que sus generales tuvieran el mando supremo; e incluso los oráculos, al consultarlos como era la costumbre, daban respuestas vagas y desalentadoras.
A pesar de todos estos contratiempos, Temístocles consiguió unos cuantos aliados; y, con el objetivo de animar a los espartanos a ayudarles, les prometió el mando no solo del ejército, sino también de la flota.
Luego les convenció de que lo más sabio sería enviar una fuerza armada a Tesalia para defender el estrecho paso de las Termópilas, que era el único camino por el que los persas podían entrar en Grecia. Este camino natural estaba entre las montañas y el mar; y, como había arroyos de agua caliente allí, era conocido como Termópilas, que significa ‘Puertas Calientes’.
Bajo el mando de Leónidas, uno de los reyes espartanos, trescientos soldados lacedemonios y seis mil aliados marcharon hasta allí y asumieron la defensa del desfiladero. Se trataba de un ejército sumamente pequeño, pero era imposible conseguir más soldados en ese momento, ya que todos los griegos estaban más pendientes de los Juegos Olímpicos, que justo estaban celebrándose entonces, que de defender su patria y sus hogares.
Muchos de ellos decían que temían que los dioses se enfadaran si no celebraban el festival como de costumbre, y declararon que iba contra la ley llevar armas o hacer la guerra en ese momento. Esto era realmente verdad, pero a Jerjes no le importaban en absoluto los dioses griegos, y el país habría quedado totalmente indefenso si no hubiera sido por Leónidas y su pequeño ejército.
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Mientras este pequeño ejército viajaba hacia el norte, el resto de la gente abarrotaba Olimpia con promesas de ir a luchar en cuanto hubieran terminado los juegos y pudieran volver a llevar armas sin ofender a los dioses.
La flota persa había pasado tras el monte Atos en lugar de rodearlo como había hecho anteriormente, y Jerjes tenía la intención de desembarcar a parte de su ejército justo en las Termópilas. Por desgracia para él, las cuatrocientas naves que llevaban esas tropas sufrieron un naufragio por una repentina tempestad.
Prepararon inmediatamente otra flota, pero, antes de que estuviera lista, los Juegos Olímpicos habían terminado, y los griegos, corriendo a las armas como habían prometido, embarcaron en sus propias naves y se dispusieron en el cabo Artemisio para evitar el avance de la flota persa.
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