Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Ya hemos visto lo cruel que era Alejandro. Sin embargo, no era el único tirano en aquellos días, pues la ciudad de Siracusa en Sicilia, la que Alcibíades había pretendido conquistar, estaba gobernada por un hombre tan duro y ruin como Alejandro.
Este tirano, llamado Dionisio, había tomado el poder por la fuerza y había impuesto su autoridad mediante la mayor severidad. Siempre iba rodeado de guardas que, ante su simple señal, estaban preparados para aniquilar a cualquiera.
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Por tanto, Dionisio era odiado y temido por la gente a la que gobernaba, a la que le habría encantado librarse de él. Ningún hombre honrado deseaba acercarse a semejante tirano sediento de sangre, por lo que en su corte solo había hombres malvados.
Estos hombres, con la expectativa de ganarse su favor y obtener ricos regalos, lo adulaban constantemente. Nunca le decían la verdad, sino que lo halagaban y le hacían creer que admiraban todo lo que decía y hacía.
Por supuesto, aunque ellos también eran malvados, realmente no lo admiraban, sino que en sus adentros lo odiaban y despreciaban. Por tanto, sus alabanzas eran tan falsas como ellos mismos, y sus consejos eran siempre lo peor que se despachaba.
Dionisio eran tan engreído como cruel y creía que no había nada fuera de su alcance. Entre otras cosas, creía que la poesía que escribía era de lo más hermoso. Entonces, cada vez que escribía un poema, se lo leía en voz alta a todos sus cortesanos, que hacían como que se volvían locos ante tal belleza, aunque a sus espaldas se reían de él.
El tirano se sentía halagado por las alabanzas, pero una vez pensó que debía confirmarlo con un experto, el poeta Filóxeno, el hombre más sabio de Siracusa.
Por tanto, hizo llamar a Filóxeno y le dijo que le diera su más sincera opinión. El poeta era un hombre demasiado noble como para mentir y, cada vez que Dionisio le consultaba algo, siempre le decía la verdad, aunque no fuera lo que quisiera oír.
Cuando el tirano le pidió su opinión sobre los poemas, le dijo claramente que eran basura y que ni siquiera merecían ser llamados poemas.
Aquella respuesta enfureció tanto a Dionisio e hirió tanto su vanidad que llamó a sus guardas y les hizo arrojar al poeta en una prisión excavada en la roca, llamada por ello Cantera.
Filóxeno estuvo prisionero durante bastante tiempo, aunque su única culpa hubiera sido decirle la verdad al terrible tirano cuando le preguntó su opinión.
Sus amigos se indignaron cuando oyeron que lo habían metido en la Cantera y firmaron una petición para su liberación. El tirano la leyó y prometió aceptar la solicitud con la condición de que el poeta cenara con él.
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La mesa de Dionisio estaba bien servida, como de costumbre, y durante el postre leyó unos nuevos versos que había compuesto. Todos los cortesanos fingieron estar extasiados, pero Filóxeno se quedó callado.
Sin embargo, Dionisio pensó que su tiempo en prisión lo habría quebrado, y que ahora no dudaría en conceder algunas palabras de alabanza. Por tanto, le preguntó expresamente a Filóxeno qué pensaba del poema. En lugar de responderle, se volvió hacia los guardias y les dijo:
—¡Llevadme de vuelta a la Cantera!
De esa forma, mostró que prefería ese sufrimiento por encima de decir algo falso alabando los poemas del tirano.
Los cortesanos se quedaron pasmados ante el atrevimiento y estaban seguros de que el tirano lo devolvería a la prisión o le haría algo peor; pero Dionisio se quedó anonadado ante el coraje de decir la verdad a riesgo de perder la vida, por lo que dejó que se marchara a casa.
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