Este es un capítulo de La historia de los griegos (original: The Story of the Greeks, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Los atenienses odiaban a los espartanos y estaban aguardando la primera excusa para declararles la guerra, así que aceptaron con alegría el soborno que les ofreció Artajerjes: diez mil monedas persas acuñadas con la imagen de un arquero.
En cuanto los éforos espartanos oyeron que los atenienses se habían rebelado, enviaron un mensajero a Agesilao para decirle que volviera a Esparta. El rey espartano estaba a punto de asestar un gran golpe a los persas, pero se vio obligado a obedecer la llamada. Conforme embarcaba, dijo secamente:
—Podría haber derrotado fácilmente a todo el ejército persa, y aun así diez mil arqueros me obligan a abandonar mis planes.
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Los tebanos se unieron a los atenienses en la revuelta, por lo que Agesilao estaba muy indignado con ellos también. Preparó enérgicamente esa nueva guerra y se enfrentó a las fuerzas combinadas de Atenas y Tebas en Coronea, donde los derrotó decisivamente.
Los atenienses, mientras tanto, habían hecho una alianza con los persas y usaron el dinero que habían recibido para reforzar los terraplenes y para terminar las murallas que habían destruido los espartanos diez años antes.
Todas las ciudades griegas estaban en armas, posicionadas unas con los atenienses, y otras, con los espartanos. Aquello continuó hasta que todos estaban exhaustos. Había, además, muchísima envidia entre la misma gente, e incluso los laureles de Agesilao eran motivo de envidia.
La persona que se oponía más a él era el espartano Antálcidas, que, temiendo que continuar con la guerra resultara en un mayor auge de la popularidad y gloria de Agesilao, empezó a aconsejar la paz. Como los griegos estaban cansados de la larga disputa, enviaron a Antálcidas a Asia para tratar de acordar un tratado con los persas.
Sin pensar en nada más que su odio por Agesilao, Antálcidas aceptó todo lo que los persas pidieron, y finalmente firmó una retirada vergonzosa por la que todas las ciudades griegas de Asia Menor y la isla de Chipre quedaban en manos del rey persa. Las demás ciudades griegas se declararon independientes, y así Esparta se vio privada de buena parte de su poderío.
Este tratado fue una deshonra, y siempre se lo ha conocido en la historia por el nombre de la persona que lo firmó motivado solo por su envidia y rencor.
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