Este es un capítulo de Un libro de mitos (original: A Book of Myths, de Jean Lang), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Una y otra vez en la historia mitológica aparecen las historias de la diosa conocida unas veces como Diana y otras como Ártemis, y ocasionalmente como Selene, la diosa de la luna, a la que los romanos llamaban directamente Luna. Su hermano gemelo era Apolo, dios del sol, y con él compartía el infalible poder del arco y de enviar pestes y plagas, al mismo tiempo que eran patrones de la música y de la poesía.
Cuando el carro del dios solar ya había bajado por el oeste, entonces los silenciosos corceles plateados de su hermana aparecían por el cielo desde el este, mientras la diosa cazadora disparaba su arco caprichosamente contra una madre recién parida o cualquier otro desgraciado mortal.
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Una noche, mientras pasaba por el monte Latmos, ocurrió que había un pastor durmiendo junto a su rebaño. Muchas veces había Endimión observado a la diosa de lejos, medio asustado de una divinidad tan hermosa y a la vez tan despiadada, pero nunca antes se había dado cuenta Ártemis de la maravillosa belleza del joven.
Contuvo a sus perros para que no se dieran a la carrera y a la caza en medio de la noche, y se quedó junto a Endimión. Lo consideró tan perfecto como su propio hermano, Apolo: incluso quizá más perfecto, pues en su rostro dormido estaba el plateado encanto de su propia luna.
Con los ardientes rayos del sol podría venir la feroz pasión, pero el amor que venía a la tenue luz de la luna era pasión mezclada con misticismo. Observó un rato largo y cuando, en su sueño, Endimión sonrió, Ártemis se arrodilló junto a él e, inclinándose, le besó los labios. El roce de un rayo de luna en una rosa no era más suave que el de Ártemis, y aun así fue suficiente para despertar a Endimión.
Igual que, cuando uno duerme pero su mente está medio despierta y ocasionalmente repara en el éxtasis de felicidad tan perfecto que no se atreve a despertarse, no sea que, al despertarse, ese sueño se escape entre los dedos para siempre, así también Endimión reparó en el beso de la diosa.
Pero antes de que sus soñolientos ojos pudieran ser testigos de sus sentidos, Ártemis se había ido a toda prisa. Endimión, poniéndose de pie de un salto, vio tan solo a su ganado dormido, y tampoco se despertaron sus perros cuando oyó lo que le parecía ser los ladridos de perros en plena cacería bien lejos en la montaña. Solo a su propio corazón se atrevió a susurrarle lo que era aquella cosa maravillosa que creía que le había ocurrido, y, aunque se volvió a tumbar, esperando que volviera a concedérsele aquel milagro, no ocurrió de nuevo; tampoco podía volverse a dormir, de tan gran anhelo que tenía.
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Todo el día siguiente, a lo largo de las sofocantes horas en las que Apolo conducía su carro de oro, Endimión, mientras vigilaba su rebaño, trató de soñar su sueño una vez más, y anheló que terminara el día y regresara la noche fresca y oscura. Cuando llegó la noche, trató de quedarse despierto para ver qué podría ocurrir, pero, cuando el amable sueño le hubo cerrado sus agotados ojos, llegó la hermosa visión de una doncella que parecía bajarse de un carro dorado.
Ella volvió a besarle, pero, cuando el beso lo despertó, no pudo ver nada más tangible que un rayo plata de luna entre los arbustos de la ladera del monte ni oír nada más real que el lejano eco de los perros cazando en la distancia, y, al mirar ávidamente hacia el cielo, una oscura nube —eso le parecía a él— se apresuró a ocultar la luna.
Eso mismo ocurría cada noche desde entonces. Los días de Endimión estaban llenos de anhelo y ensoñaciones. Solo el sueño de la noche le traía felicidad. Pero también a la diosa le parecía que cada noche el mortal al que amaba era más hermoso; también para ella todo el goce del día y de la noche se concentraba en el momento que pasaba junto al dormido Endimión.
Los rebaños del pastor prosperaban como los de ningún otro: ninguna fiera salvaje se atrevía a acercarse, y ninguna tormenta o enfermedad los atacaba. Pero para Endimión las cosas terrenales ya no tenían ningún valor. Vivía tan solo aguardando su siguiente sueño.
Si se le hubiera permitido hacerse viejo pero aún soñador, ¿quién sabe cómo habría acabado su historia? Pero a Ártemis le llegó el miedo de que, con la edad, su belleza menguara, y le pidió a su padre Zeus que le concediera el regalo para su amado de la eterna juventud y un sueño sin fin.
Finalmente llegó la noche en la que los sueños de Endimión no tuvieron fin. Fue una noche en la que la luna se hizo plateados caminos por el mar, desde el lejano horizonte hasta la costa donde las olas rompían en pequeños fragmentos de plata. De plata eran también las hojas de los árboles del bosque, y entre las ramas de los solemnes cipreses y de los majestuosos pinos, Ártemis disparaba sus plateadas flechas.
Los ladridos de los perros no despertaron a los rebaños de Endimión, pues las plateadas estrellas parecían cantar al unísono. Mientras aún aquellos labios tocaban los suyos, unas manos levantaron suavemente al dormido Endimión y lo llevaban a una cueva secreta en el monte Latmos. Y allí siempre iba ella a besar en los labios a su dormido amante. Allí por siempre durmió Endimión, viviendo feliz en sus hermosos sueños, de los que no despertaba, llenos de un amor sin final.
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