Este es un capítulo de Mitos griegos (original: Old Greek Stories, de James Baldwin), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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En aquellos tiempos tan tempranos había un hombre llamado Deucalión, que era hijo de Prometeo. Era un simple hombre normal y no un titán como su padre, y aun así era conocido por sus buenas obras y su integridad. Su esposa se llamaba Pirra, y era una de las más hermosas mujeres.
Después de que Zeus encadenara a Prometeo en el Cáucaso y enviara enfermedades y preocupaciones al mundo, los hombres se hicieron muy muy malvados. Ya no construían casas y se ocupaban de sus rebaños y vivían juntos en paz, sino que cada uno estaba en guerra con su vecino, y no había leyes ni seguridad en todo el mundo.
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Las cosas estaban mucho peor ahora que antes de que Prometeo hubiera ido junto a los hombres, y eso era precisamente lo que quería Zeus; pero, conforme el mundo se hacía más y más malvado cada día, comenzó a cansarse de ver tanto derramamiento de sangre y oír los gritos de los oprimidos y de los pobres.
—Estos hombres —dijo a los demás olímpicos— no son sino una fuente de problemas. Cuando estaban bien y felices, tuvimos miedo de que fueran a hacerse más poderosos que nosotros; y ahora son tan terriblemente malvados que estamos en mayor peligro que antes. Solo hay una cosa que hacer con ellos, y es destruirlos a todos.
Así pues, envió un gran diluvio sobre la Tierra, y llovió día y noche durante un largo tiempo; y el mar estaba lleno hasta arriba, y el agua anegó las tierras y cubrió primero las llanuras y luego los bosques y después las colinas. Pero los hombres seguían luchando y saqueando, incluso cuando la lluvia no paraba de caer y el mar inundaba la tierra.
Nadie salvo Deucalión, el hijo de Prometeo, estaba preparado para tal tormenta. Él nunca había participado en ninguna de las fechorías de los demás hombres, y a menudo les había dicho que, a menos que abandonaran sus malas decisiones, algún día llegaría su final. Una vez al año había estado yendo a la tierra del Cáucaso a hablar con su padre, que estaba encadenado en la cima de la montaña.
—Se acerca el día —decía Prometeo— en que Zeus enviará el diluvio para destruir la humanidad. Ten por seguro que estarás preparado cuando llegue, hijo mío.
Así, cuando la lluvia comenzó a caer, Deucalión sacó de su refugio un bote que había construido para tal ocasión. Llamó a la hermosa Pirra, su esposa, y los dos se sentaron en el bote y estuvieron flotando sanos y salvos sobre las aguas. Día y noche, noche y día, no se sabe cuánto tiempo, el bote vagó sin rumbo. Las copas de los árboles estaban ocultas por la inundación, y también las colinas y las montañas; y Deucalión y Pirra no podían ver nada en ningún lugar, excepto agua, agua y más agua; y sabían que todas las demás personas se habían ahogado.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Tras un tiempo, dejó de llover y el cielo se despejó y se volvió azul, y finalmente volvió a verse el dorado sol. Entonces el agua comenzó a bajar muy rápido y a irse de las tierras hacia el mar; y muy pronto, al día siguiente, el bote llegó a parar a un monte, llamado Parnaso, y Deucalión y Pirra bajaron a tierra. Después de eso, pasó muy poco tiempo hasta que todas las aguas terminaron de retirarse, y los árboles agitaban sus ramas llenas de hojas al viento, y los campos estaban llenos de hierba y flores más hermosas que antes del diluvio.
Pero Deucalión y Pirra estaban muy tristes, pues sabían que eran las únicas personas que quedaban vivas en todo el mundo. Finalmente empezaron a bajar por la montaña hasta la llanura, preguntándose qué sería de ellos ahora, solos como estaban. Mientras hablaban y trataban de pensar qué hacer, oyeron una voz tras de sí.
Se volvieron y vieron a un joven príncipe de pie sobre una de las rocas. Era muy alto, de ojos azules y cabello rubio. Tenía alas en las sandalias y un sombrero, y en las manos llevaba una vara con serpientes doradas alrededor. Supieron de inmediato que se trataba de Hermes, el veloz mensajero de los olímpicos, y aguardaron lo que tuviera que decirles.
—¿Hay algo que deseéis? —preguntó—. Decidme, y se cumplirá vuestro deseo.
—Querríamos, sobre todas las cosas —dijo Deucalión— ver esta tierra llena de gente una vez más, pues sin vecinos ni amigos el mundo es un lugar solitario.
—Bajad la montaña —dijo Hermes— y, mientras bajáis, lanzad los huesos de vuestra madre por encima de vuestros hombros.
Tras decir eso, el dios se desvaneció en el aire y ya no lo volvieron a ver.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó Pirra.
—Yo desde luego no lo sé —dijo Deucalión—; pero pensemos un momento. ¿Quién es nuestra madre, si no la Tierra, de la que todos los seres vivos han salido? Pero… ¿qué significa lo de los huesos de nuestra madre?
—Quizá se refiera a las piedras de la tierra —dijo Pirra—. Bajemos la montaña y, conforme bajamos, vayamos cogiendo piedras y arrojándolas por sobre nuestros hombros.
—Parece un poco tonto —dijo Deucalión—, pero no perdemos nada por intentarlo, así que veamos qué pasa.
Así pues, fueron bajando el monte Parnaso y, mientras caminaban, iban recogiendo las piedras sueltas por el camino y arrojándolas sobre sus hombros; y resulta que las piedras que Deucalión tiraba se convertían en hombres ya adultos, fuertes, valientes y apuestos; y las piedras que tiraba Pirra se convertían en mujeres ya adultas, buenas y hermosas. Cuando finalmente llegaron a la llanura se encontraron a la cabeza de una noble compañía de seres humanos, todos deseosos de servirles.


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Entonces, Deucalión fue hecho rey, y los distribuyó en casas y les enseñó cómo trabajar la tierra y hacer muchas cosas útiles, y la tierra se llenó de gente mucho más feliz y mejor que los que habían vivido antes del diluvio. Llamaron al país Hélade por Helén, el hijo de Deucalión y Pirra, y los habitantes de la Hélade se llaman desde entonces helenos, pero normalmente nosotros los llamamos griegos.
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