Este es un capítulo de Mitos griegos (original: Old Greek Stories, de James Baldwin), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
Pérdix
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Cuando Atenas era aún una pequeña ciudad, vivía dentro de las murallas un hombre llamado Dédalo, que era la persona más habilidosa trabajando la madera y la piedra y el metal que se hubiera visto nunca. Fue él quien enseñó a la gente a construir mejores casas y a colocar las puertas en las bisagras y a apoyar los techos en pilares y columnas.
Fue el primero en unir cosas con una especie de pegamento. Inventó la plomada y la barrena, y enseñó a los marineros a instalar mástiles en sus barcos y a ponerles velas con cuerdas. Construyó un palacio de piedra para Egeo, el joven rey de Atenas, y embelleció el templo de Atenea que estaba en la gran colina rocosa en el centro de la ciudad.
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Dédalo tenía un sobrino llamado Pérdix, al que había acogido de niño para enseñarle su arte. Pero Pérdix era un magnífico aprendiz y no tardó mucho en superar al maestro en el conocimiento de muchas cosas. Iba siempre con los ojos abiertos para ver qué ocurría a su alrededor, y aprendió de todo lo relativo a los campos y los bosques.
Un día iba caminando junto al mar y recogió la espina de un gran pez, y con eso inventó la sierra. Cuando vio que un tipo de pájaro hacía agujeros en los troncos de los árboles, aprendió a construir y usar un cincel. Luego inventó el torno que usan los alfareros para moldear la arcilla, y a partir de un palo con dos ramas creó el primer compás para dibujar círculos, y estudió y descubrió muchas otras cosas curiosas y útiles.
A Dédalo no le gustó aquello cuando se dio cuenta de que el muchacho era tan listo y sabio, tan dispuesto para el conocimiento y tan ávido para hacer y crear, y pensó: «Si sigue así, no tardará en ser mejor que yo, y su nombre será recordado, y el mío, olvidado».
Día tras día, mientras trabajaba, Dédalo le daba vueltas en la cabeza al asunto, y cada vez su corazón estaba más lleno de odio hacia el joven Pérdix. Un día, cuando los dos estaban instalando un adorno en uno de los muros del templo de Atenea, Dédalo le dijo a su sobrino que se subiera a un andamio que estaba colgando del borde del acantilado. Entonces, cuando el muchacho lo hizo, fue bastante fácil, con un golpe de martillo, echar abajo el andamio.
El pobre Pérdix cayó de cabeza por el acantilado, y se habría hecho pedazos al caer si no hubiera sido por Atenea, que vio aquello y se apiadó de él. Mientras iba cayendo, la diosa lo convirtió en una perdiz, y así fue capaz de salir volando hacia las colinas, donde vivió siempre entre los bosques y los campos que siempre le gustaron tanto.
Todavía hoy, cuando las brisas estivales soplan y las flores silvestres se abren en las praderas y claros, la voz de Pérdix puede oírse a veces llamando a su pareja entre las hierbas y juncos o entre los frondosos sotobosques.
Minos
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En cuanto a Dédalo, cuando la gente de Atenas se enteró de su vil acto, se llenaron de pena y rabia: pena por el joven Pérdix, al que todos habían llegado a amar, y rabia hacia su malvado tío, que solo se amaba a sí mismo.
Al principio querían condenar a Dédalo a muerte, lo cual la verdad es que merecía, pero cuando se acordaron de todo lo que había hecho para hacer sus casas más cómodas y sus vidas más fáciles, le condonaron la pena a cambio de expulsarlo de Atenas sin posibilidad de volver jamás.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Había un barco en la bahía listo para zarpar y cruzar los mares, y en él se embarcó Dédalo con todas sus queridas herramientas y su joven hijo Ícaro. Día tras día el navío iba hacia el sur, manteniendo siempre el continente a la derecha. Pasó Trecén y la rocosa costa de Argos, y luego se hizo a la ancha mar.
Finalmente llegaron a la famosa isla de Creta, y allí Dédalo desembarcó y se dio a conocer, y el rey de Creta, que ya había oído hablar de sus maravillosas capacidades, le dio la bienvenida en su reino y le dio posada en su palacio y le prometió recompensarle con grandes riquezas y honores con la única condición de quedarse haciendo el tipo de cosas que había estado haciendo en Atenas.
El rey de Creta se llamaba Minos. Su abuelo, que también se llamaba Minos, era el hijo de Europa, la joven princesa a la que —se decía— había llevado hasta allí desde la lejana Asia un toro blanco a sus espaldas. Aquel viejo Minos era considerado el hombre más sabio: tan sabio que Zeus lo eligió como uno de los tres jueces del inframundo.
El joven Minos era casi tan sabio como su abuelo, y era valiente y precavido y válido como gobernante. Había sometido todas las islas, y sus barcos navegaban por todas las partes del mundo y llevaban a Creta las riquezas de las tierras extranjeras. Así pues, no le fue difícil convencer a Dédalo de quedarse allí con él y ser el jefe de sus artesanos.
Dédalo le construyó al rey Minos un palacio maravillosísimo con suelos de mármol y columnas de granito, y en el palacio colocó estatuas de oro que podían hablar, y en esplendor y belleza no había ningún otro edificio en todo el mundo que pudiera compararse con el palacio del rey Minos en Creta.
Allí vivía en aquellos tiempos, entre las colinas de Creta, un terrible monstruo llamado Minotauro, de un aspecto horroroso nunca visto antes ni después. Se decía que esta criatura tenía cuerpo de hombre, pero cabeza y rostro de un toro bravo y la feroz naturaleza de un león.
A pesar de todo eso, los cretenses no lo habrían matado, incluso si hubieran podido, pues pensaban que los dioses olímpicos lo habían mandado allí y que se irritarían si los mortales se atrevieran a quitarle la vida. Eso sí, les habría encantado hacerlo, pues causaba el terror en toda la región. Donde menos se lo esperaba, allí seguro que aparecía, y casi todos los días daba caza a algún hombre, mujer o niño y se lo comía.
—Has hecho tantas cosas maravillosas… —empezó diciendo el rey a Dédalo—. ¿No serías capaz de hacer algo para librar Creta del peligro del Minotauro?
—¿Me estás pidiendo que lo mate? —preguntó Dédalo, asustado.
—¡No, no! —respondió Minos—. Eso solo nos traería más desgracias.
Dédalo se quedó pensando un momento mientras se acariciaba la barbilla, y finalmente dijo:
—Le construiré una casa y allí podrás encerrarlo.
—Pero si lo aprisionamos se consumirá y acabará muriendo —replicó el rey.
—No te preocupes por eso: tendrá mucho espacio para moverse, y solo tienes que alimentarlo con alguno de tus enemigos de vez en cuando. De esa forma vivirá cómodamente.
Así pues, el maravilloso artesano reunió a sus trabajadores y construyeron un espléndido hogar para el monstruo, con tantas habitaciones y vestíbulos y pasillos que nadie que entrara sería capaz de encontrar la salida. Dédalo llamó a aquel edificio Laberinto, y fue capaz de engañar al Minotauro para que entrara en él. El monstruo no tardó en desorientarse entre tantos pasadizos y ya no fue capaz de encontrar la salida, y el sonido de sus terribles mugidos se podía oír a menudo, de día y de noche, mientras trataba en vano de salir.
Ícaro
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No mucho después ocurrió que Dédalo enfureció al rey por algo que hizo. Si no hubiera sido por el hecho de que Minos quería que siguiera construyéndole cosas, lo habría sentenciado a muerte y sin duda se lo habría merecido.
—Hasta ahora —dijo el rey— te he honrado por tu habilidad y te he recompensado por tu labor. Pero ahora serás mi esclavo y me servirás sin paga ni palabras de alabanza.
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Entonces dio órdenes a los guardias de las puertas de la ciudad de que no dejaran pasar a Dédalo bajo ningún concepto, y dispuso soldados para vigilar los barcos del puerto para que tampoco pudiera escapar por mar. Pero, aunque el maravilloso artesano fue así hecho prisionero, no construyó nada más para el rey Minos, sino que pasaba todo su tiempo planeando cómo recuperar su libertad.
—Todos mis inventos —le dijo a su hijo Ícaro— hasta ahora los he hecho para agradar a otros; ahora inventaré algo para mí mismo.
Así pues, durante todo el día fingía estar planeando alguna magnífica obra para el rey, pero de noche se encerraba en su habitación y trabajaba en secreto a la luz de las velas. Llegó el momento en que se había hecho un par de robustas alas, y para Ícaro, otro par más pequeño.
Entonces, una noche, cuando todos estaban dormidos, probaron las alas para ver si podían volar con ellas. Se ataron las alas a los hombros con cera y entonces saltaron. Al principio no pudieron volar muy lejos, pero estaban seguros de que con un poco de práctica podrían mejorar.
La noche siguiente Dédalo hizo algunos cambios en las alas. Puso unas correas adicionales, quitó unas plumas y puso otras nuevas, y entonces él e Ícaro salieron una vez más a probarlas. Esta vez tuvieron mejor fortuna. Volaron hasta lo más alto del palacio del rey, y entonces planearon sobre las murallas de la ciudad y aterrizaron en lo alto de una colina.
Pero aún no estaban preparados para emprender un viaje largo, por lo que, antes del alba, regresaron a casa. Cada noche practicaban con las alas, y cuando había pasado ya un mes se sintieron tan seguros volando como caminando, y creían que podrían hacerlo tan bien como los pájaros.
Una mañana temprano, antes de que el rey Minos se hubiera levantado, se ataron las alas, saltaron y se fueron volando de la ciudad. Una vez que se habían alejado lo suficiente de la isla, se volvieron hacia el oeste, pues Dédalo había oído hablar de una isla llamada Sicilia que estaba a cientos de kilómetros y había decidido buscar su nuevo hogar allí.
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Todo fue bien un tiempo, y los dos osados voladores fueron atravesando el mar sobre las olas con la ayuda del viento del este. Al mediodía el sol brillaba fuerte, y Dédalo se dirigió a su hijo, que iba algo rezagado, y le dijo que mantuviera las alas frescas y no volara demasiado alto. Pero el muchacho estaba orgulloso de su habilidad volando y, cuando miraba el sol, pensaba lo agradable que sería alzarse entre las nubes hacia el cielo azul.
—De todas formas —se dijo Ícaro— subiré un poco más. Quizá pueda ver los caballos que tiran del carro del sol, y quizá pueda ver a su auriga, el poderoso dios del sol.
Así pues, empezó a subir cada vez más, pero su padre, que iba por delante, no lo vio. Sin embargo, poco tardó el calor del sol en empezar a fundir la cera con la que las alas mantenían juntas las plumas. Sintió caerse por el aire, pues las alas ya no podían mantenerlo.


Más sobre Dédalo e Ícaro, Dédalo, Ícaro
Le gritó a su padre, pero era demasiado tarde. Dédalo se volvió justo a tiempo de ver a Ícaro caer de cabeza entre las olas. El agua era muy profunda allí, y no había nada que el habilidoso artesano pudiera hacer por su hijo. No pudo sino mirar con ojos llorosos y continuar su viaje hacia Sicilia. Allí, se dice que vivió muchos años, pero nunca inventó nada maravilloso ni construyó nada digno de mencionar.
Y el mar en el que cayó y se ahogó el pobre Ícaro fue conocido desde entonces como mar Icario.
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