Este es un capítulo de Mitos griegos (original: Old Greek Folk Stories Told Anew, de Josephine Preston Peabody), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Pan llevaba una vida más feliz que todos los demás dioses griegos. Era amado por igual por pastores y campesinos, faunos y sátiros, pájaros y fieras. Corría a su cargo el cuidado de los rebaños, y por hogar tenía todo el mundo de los bosques y las aguas: ¡era el amo de todo de puertas para fuera!
Y aun así no sentía el peso de esa carga más que la sombra de una hoja cuando bailaba, sino que pasaba los días riendo rodeado de música con sus amigos. Igual que él, los faunos y los sátiros tenían orejas peludas y puntiagudas, y cuernos pequeños que les salían sobre las cejas; de hecho, eran bastante similares a criaturas salvajes, pues nada indómito les era ajeno. Dormían al sol, tocaban a la sombra y vivían de las uvas silvestres y frutos secos que las ardillas compartían con ellos.
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Los bosques nunca eran solitarios. Un hombre podría meterse allí a solas y sentir que no tiene amigos, pero por aquí y por allí un río conocía, y un árbol podía contar, su propia historia. Eran hermosas criaturas que por una u otra razón habían abandonado su forma humana. Algunos habían sido transformados contra su voluntad, para que no pudieran dañar a los demás humanos. Algunos habían sido transformados por la piedad de los dioses, para que pudieran compartir la sencilla vida de Pan, que no tenía que preocuparse de las cosas de los mortales, feliz tanto bajo la lluvia como bajo el sol, y siempre cerca del corazón de la Tierra.
Por ejemplo, allí vivía Dríope, que en el pasado había sido una mujer feliz y despreocupada, que paseaba entre los árboles con su hermana Yole y su propio bebé. Le arrancó una rama a un árbol de loto, que tenía oculta a una ninfa, y salió sangre de la herida de la planta. Demasiado tarde vio Dríope su propia negligencia, pues al momento sus pies se convirtieron en raíces y tuvo que despedirse de su hijo, y le rogó a Yole que lo trajera de vez en cuando para jugar a su sombra. ¡Pobre madre árbol! Quizá se pudo consolar con los pajarillos y dio refugio a algún nido.
Allí también vivía Eco, en su día una ninfa del bosque que enfadó a la diosa Hera con su diarrea verbal, y se vio obligada desde entonces a esperar a que otros hablaran para repetir a continuación solo sus últimas palabras, como un loro. Un día vio y se enamoró del joven Narciso, que estaba buscando por los bosques a sus compañeros de caza.
—¡Venid! ¡Estoy aquí! —los llamó.
—¡Estoy aquí! —gritó Eco, ávida de conocerlo.
—¡Estoy aquí! —repitió Narciso.
—¡Aquí! —dijo Eco, y se plantó delante de él.
Pero el joven, irritado por que lo imitara, la miró un momento y se fue corriendo. Desde entonces, Eco se desvaneció hasta quedar solo su voz, y hasta hoy está escondida y en silencio hasta que alguien habla primero.
Histori(et)as de griegos y romanos

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El propio Narciso estaba destinado a enamorarse de algo también inmaterial, pues un día, al inclinarse sobre un riachuelo, vio su propio rostro, hermoso, mirándolo directamente a él. Se inclinó para acercarse más al agua, y el reflejo también se acercaba más, pero, cuando tocó la superficie, se deformó en cientos de ondas. Día tras día rogó a aquella hermosa criatura que hablara con él, pero no hacía sino burlarse de él con sus propias lágrimas y sonrisas. Narciso se olvidó de todo lo demás, hasta que se transformó en una flor que se inclina para ver su imagen en el agua.
Allí también vivía Clitie, que había sido una doncella que pensaba que no había nada más hermoso que el dios del sol, Febo Apolo. Todo el día se lo pasaba contemplándolo, mientras el dios iba recorriendo los cielos en su carro dorado, hasta que finalmente se convirtió en un girasol, que constantemente mueve la cabeza para observar el sol.
Muchos del estilo vivían allí: Dafne, el laurel; Jacinto (en su día un hermoso joven, que murió por una desgracia), que renueva su flor… estos y cientos más. Incluso los hierbajos eran amistosos.
Pero vivían también voces sabias e inmortales en ciertas cuevas y árboles. Los hombres los llamaban oráculos, pues allí los dioses hablaban en respuesta a las oraciones de la gente con problemas o desconcertada. Algunas veces construían un templo alrededor de la voz, y los reyes viajaban desde muy lejos para oírla hablar.
En cuanto a Pan, solo una aflicción tenía, aunque al final acabó bien la historia.
Un día, mientras holgazaneaba en Arcadia, vio a una hermosa ninfa del bosque llamada Siringa, que iba corriendo para unirse a una cacería de Ártemis, y ella misma era tan veloz y preciosa como un pájaro de colores. Eso pensó Pan, y fue corriendo detrás de ella para decírselo. Pero Siringa se volvió y, al ver el pelaje desgreñado del dios, la avidez de sus ojos y los dos cuernecitos de la cabeza, salió corriendo despavorida.
Rogándole que lo escuchara, Pan la siguió, y Siringa, cada vez más asustada por el golpeteo de sus pezuñas, no le hacía caso, sino que corría tan rauda como la luz, hasta que llegó a la orilla de un río. Solo entonces se detuvo, rogándoles a sus amigas las náyades que la ayudaran a escapar. Las desconcertadas ninfas, mirando hacia la superficie, solo pudieron dar con una solución.
Justo en el momento en que el dios se lanzaba sobre Siringa con los brazos extendidos, la ninfa se desvaneció como el vapor, y Pan se encontró abrazando un puñado de altos juncos. ¡Pobre Pan!
La brisa que soplaba cada vez que él suspiraba movía los juncos y producía un dulce sonido, una música espontánea. Pan la oyó y medio se consoló.
—¿Es esa tu voz, Siringa? —dijo—. ¿Cantamos juntos?
Ató unos cuantos juncos uno al lado del otro; todavía hoy los pastores saben cómo se hace. Pan sopló por las huecas cañas, ¡y se hizo la flauta de pan o siringa!