A continuación tienes un artículo-ensayo publicado en ¿1889? por Antonio González Garbín. El pdf del original lo tienes en archive.org. Lo he transcrito para AcademiaLatin.com con algunas actualizaciones de ortografía y puntuación. Por lo demás, el texto está necesariamente algo obsoleto en contenido y en estilo, por lo que ha de ser usado bajo la responsabilidad de cada uno.
Incluye las traducciones (bastante mejorables) aportadas por Garbín: oda a Afrodita (ποικιλόθρον’ ἀθανάτ’ Αφρόδιτα) y el φαίνεταί μοι κῆνος ἴσος θέοισιν.
I
Frente a las pintorescas costas del Asia menor, acariciada por las cristalinas aguas del mar Egeo y engalanada espléndidamente por la naturaleza, se halla la isla de Lesbos (1). En esa isla encantadora, un divino coro de ninfas, excitadas por la fúlgida luz de un cielo purísimo al mágico compás de las azules ondas y embriagadas con las embalsamadas auras de mágicos pensiles, entonaron en siglos remotísimos los himnos sacros más melodiosos y patéticos, los cantos de amor más apasionados y tiernos y encendidos. ¡Celestiales sacerdotisas de la religión y del amor, cuya majestuosa hermosura reprodujo en mármoles y bronces el buril de los grandes artistas, cuyas vidas se relatan en leyendas interesantes y poéticas, cuya rara inteligencia y sublime y prodigioso numen han celebrado con singular entusiasmo las almas elevadas y generosas de todos los tiempos y de todas las naciones!
II
La isla hermosa de Lesbos venía siendo desde muy antiguo patria adorada de las musas. Las tradiciones populares se complacían en referir que la lira y la cabeza del divino cantor Orfeo habían sido arrojadas por las Erinias a las aguas caudalosas del Hebro y que, arrastradas al mar por la corriente, habían llegado hasta las costas privilegiadas de la isla venturosa.
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Con esta bella fábula estaba sin duda relacionado el piadoso culto que se rendía en el templo de Antisa: en él veneraban los lebenses un sepulcro que decían que guardaba las preciosas reliquias del sublime cantor de Tracia, y a aquel culto religioso atribuían ellos las singulares facultades de que estaban dotados sus famosos músicos y poetas, y los incomparables atractivos de los ruiseñores, que anidaban en sus alegres hermosísimas florestas.
En la risueña Lesbos, y en la misma ciudad de Antisa, vio su primera luz el singular Terpandro, el inventor celebrado de la forminge, melodiosa lira de siete cuerdas, el fundador del sistema musical de los griegos, el padre de aquella dulce y patética poesía lírica, que por muchos años debió resonar en torno del venerado monumento, que guardaba los restos del divino Orfeo.
El fuego sacro de la poesía se conservó cuidadosamente por espacio de un siglo en la escuela musical del memorable maestro, hasta que en el siglo VII antes de nuestra era comenzó a brillar con todo su radiante esplendor el genio de los hijos de Lesbos: edad dorada de la poesía y del arte eólico, en la que conquistaron también imperecedera gloria las bellísimas hijas de la Grecia antigua.
III
Pertenecientes tal vez a la escuela órfica de la Antisa y ambos hijos quizá de la hermosa ciudad de Mitilene lucieron en esta época dos fúlgidos astros de la poesía: el fogoso poeta patriótico Alceo, vehemente enemigo de los tiranos de su patria, y la inspirada Safo, la musa incomparable sobre cuyo espíritu excelso derramó el divino Apolo dones tan ricos, tan espléndidos y tan imperecederos como no los ha vuelto a conceder tal vez a ninguna mujer en el mundo.
La historia de esta mujer admirable de la Antigüedad ha llegado a nosotros adulterada por las más opuestas fábulas e interesadas leyendas. Para explicar, pues, el verdadero genio, carácter y rango de la celebrada poetisa, es preciso apuntar previamente algunas consideraciones acerca de la distinta condición que tenían las mujeres en las varias regiones de la clásica Grecia.
IV
Las mujeres de raza jónica, en particular las atenienses, vivían confinadas, como las mujeres orientales, en la apartada gyneconitis, excluidas de toda intervención en las cosas del entendimiento, limitadas al estrecho círculo de las ocupaciones domésticas, habiendo perdido por completo aquella encantadora ingenuidad, aquella libertad amable que nos hace tan interesantes y simpáticas a las Helenas, a las Andrómacas y Nausícaas de los poemas homéricos.
Histori(et)as de griegos y romanos

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La casa y la familia eran el único teatro de las mujeres de Atenas. La posición inferior limitada que en la Jonia asiática ocupaba el sexo débil por circunstancias particulares a la historia de esta raza, había llegado a ser la situación ordinaria de las bellas mujeres atenienses.
Vivir en la oscuridad de la vida privada: esta era su misión única. La mejor de las mujeres, decía Pericles, es aquella de la que no nos ocupamos ni para bien ni para mal. Las que salían de esta triste oscuridad, las que adquirían alguna celebridad por su hermosura o por su genio, las Aspasias afamadas por su talento, eran miradas como mujeres de mal vivir, si lisonjeadas tal vez, en el fondo menospreciadas como impúdicas hetairas.
Las mujeres eólicas y dóricas, por el contrario, gozaban de más generosa libertad en sus costumbres. Las mujeres de Lesbos especialmente conservaron las antiguas ingenuas costumbres de la Grecia, tales como se nos pintan en la mitología y en la epopeya.
Concediendo a sus mujeres los habitantes cultos de aquella isla afortunada una parte activa en la vida social del hogar y en los regocijos públicos, les ofrecían por tan digna manera ocasión de desplegar una individualidad original y un carácter moral, aprovechando aquellas mujeres ingeniosas los beneficios de la civilización, como los gozaban del propio modo las distinguidas matronas dóricas del Peloponeso y las hermosas mujeres de la gran Grecia.
La vida y la educación del bello sexo en Lesbos no se realizaba como en Atenas en la sola interioridad del hogar: en aquel bello centro de amable cultura aislado en las aguas del archipiélago, mujeres aristocráticas de notable saber se rodeaban de un círculo encantador de jóvenes educandas a la manera que en Atenas un selecto plantel de jóvenes discípulos rodeaba el eminente filósofo que los iniciaba en los profundos secretos de su doctrina.
Uno de estos centros de bella educación intelectual fue la casa de la renombrada musa de Lesbos: y no debió ser la divina Safo la única ilustre lesbiana que se distinguiera en dar a sus jóvenes compatriotas la educación musical y poética, la cultura elevada del espíritu, y la dulce afabilidad de las maneras, que eran el objeto inmediato de aquellas tiernas asociaciones de jóvenes delicadas, libremente sometidas a la dirección intelectual y artística de matronas severas y respetables; además del celebrado nombre de la egregia Safo, la historia nos ha conservado los de otras mujeres afamadas de distintos países de Grecia, que se consagraron a aquel noble ejercicio de amigas institutrices o mathetrias.
Ella misma nos cita los nombres de Gorgo y Andrómeda, sus rivales; y otros escritores nos han transmitido los nombres de la milesia Anactoria, de Gongila de Colofón, de Eunice de Salamina, de Grinna, de Attis y de Mnasídica.
Vemos, pues, cuán opuesto era el papel que desempeñaban las famosas mathetrias, y en general las educandas compatriotas de Safo, del que representaban las impúdicas y elegantes hetairas de Atenas. Las mujeres instruidas ya hemos consignado que gozaban en la sociedad ateniense de una reputación nada envidiable: y esta es la clave sin duda de la triste adulteración que sufrió la historia legendaria de la sin par poetisa de Mitilene en la pluma de los escritores cómicos atenienses, que nos pintan como meretriz liviana a la virgen púdica de dulce sonrisa, cual la llama su apasionado compatriota y contemporáneo, el gran lírico Alceo.
V
La poetisa Safo fue, no obstante, el objeto de la general admiración de la sabia Grecia. El busto de la décima musa —así se apellidaba en sus tiempos— aparece grabado en las monedas antiguas de su patria: señal certísima de la alta celebridad que conquistó esta mujer inspirada, llamada también por los antiguos griegos astro de Lesbos y faro de la poesía…
Que sea Lesbos su patria ningún escritor antiguo ni moderno lo ha puesto en duda; empero, es más difícil decidir si fue natural de Eresos o de Mitilene; tal vez —opina el sabio Müller— sería acertado recurrir a un prudente término medio y suponer que de la más pequeña de estas dos ciudades vino la noble poetisa a establecerse en Mitilene, en el momento de llegar a su apogeo su talento soberano y magnífico.
La vida de la inmortal Safo coincide con la de su compatriota y amigo, el gran poeta Alceo, si bien fue más joven y le sobrevivió hasta la olimpiada 58 (568 a. C.). Dignas de atenta meditación son las relaciones de esta mujer esclarecida con el eminente poeta político de su patria, pues en ellas se refleja, en nuestro sentir, claramente la condición y el carácter de la noble hija de Lesbos.
Se hallaba empeñada en aquella sazón, en su patria, una lucha, general entonces en el mundo griego, entre la nobleza y las clases populares que debía sustituir a la antigua tiranía de los eupátridas, el predominio tiránico de la demagogia, para llegar al fin después de sangrientas turbulencias a la constitución definitiva de una justa y pacífica democracia.
Entre las escasas noticias auténticas que han llegado hasta nosotros acerca del insigne poeta Alceo está fuera de toda duda la pasión ardiente que sintió por la célebre poetisa de su patria y la participación activa que tuvo en los sucesos políticos de su tiempo en favor de la aristocracia, habiéndole valido el destierro la conspiración vencida de la nobleza contra el rígido tirano Pítaco, que había logrado sojuzgarla.
Ahora bien, en cuanto a la vehemente pasión de Alceo por su sin par amiga Safo, encontramos de ella preciosos vestigios en los cantos del ilustre poeta y en los hermosos fragmentos de la musa lesbiana. Por otro lado, sabemos de una manera evidente que hacia la olimpiada 46 (596 a. C.) se vio también la hermosa poetisa expulsada de su patria y obligada a embarcarse para Sicilia.
Desde este punto nada puede asegurarse, con datos auténticos, acerca de la suerte de la ilustre escritora. ¿Pero será inverosímil atribuir su destierro, como opinan algunos críticos eminentes, a las miras políticas que motivaron el de Alceo y el de todos los que habían defendido la bandera abatida de los eupátridas?
Su conocida intimidad con el poeta, el alto estilo y superior lenguaje de la noble poetisa y la delicadeza amable y exquisita de sus sentimientos nos hacen conjeturar la superioridad de su rango y la identidad probable de sus pensamientos con los de aquellos egregios señores, conjurados en vano contra el tirano de su país.
La egregia Safo fue, pues, una matrona excelsa y respetable. Es una impostura indigna haber hecho de la elevada matrona, de la respetable mathetria, de la celestial poetisa, una seductora hetaira presa de la voluptuosidad y de erotismo impuro.
En los preciosos restos de sus maravillas poéticas encontramos nobles arranques de su alma, que la defienden de esta difamación injusta. Su enardecido amante Alceo la significa en una de sus enamoradas odas «que de buen grado la declararía sus deseos… si el rubor no le contuviera…». «Si tus deseos se encaminasen, oh, Alceo, a lo que es eternamente noble y bello —le contesta la poetisa—, y si tu lengua no tuviera deseos de expresar una impureza, no se retrataría el rubor en tu mirada…: entonces expresarías con libertad lo que anhelas».
En otro pasaje censura ásperamente a su hermano Caraxo el haber comprado por una crecida suma, en Náucratis, a la famosa cortesana Rodopis o Dorica y el haberle concedido la libertad en pago de sus lúbricas caricias. ¿Cómo podría concebirse esta rigidez de la inmortal musa de Lesbos si ella a su vez hubiera sido una impúdica hetaira sin honor? La conciencia inmaculada de la grave matrona, nacida libre y educada en la modestia, se alza airada contra los escándalos del hermano libertino, como antes la vimos contestar severa a las atrevidas insinuaciones del amante.
Por fortuna, para defender la limpia gloria y el nombre esclarecido de la memorable poetisa, y como relevante testimonio de haber sido confundida, torpe o maliciosamente, esta mujer ilustre de la Grecia con otra cortesana famosa del mismo nombre, han llegado hasta nosotros los retratos de las dos Safos nacidas en Lesbos (2).
El pódcast de mitología griega
Nada hay efectivamente en la vida de la célebre lesbiana que no la haga dignamente merecedora de la entusiasta apoteosis que de su genio sublime se ha venido haciendo al través de los siglos. Ya hemos indicado cómo pudo formarse en la Antigüedad la falsa opinión que acerca de esta mujer celebrada se encuentra en algunos escritores griegos; ya hemos advertido previamente que para el pueblo ateniense una mujer que osaba disputar a los hombres el laurel concedido a los privilegiados de las musas, que revelaba al público sus íntimos sentimientos con esa ternura y esa libre ingenuidad de las mujeres eólicas… una mujer tal era para los atenienses una desvergonzada sin costumbres, y como tal la ofrecieron sus escritores cómicos en la escena (3).
Y ¿cómo hemos de maravillarnos de esta grave injusticia de la sociedad antigua, si después de numerosos siglos y de haber proclamado la religión y el derecho la dignidad augusta de la compañera del hombre, si después de haber sido obsequiada en los ponderados tiempos caballerescos con un culto exageradamente idolátrico y proclamada reina en las lides del amor y de la poesía, todavía en nuestras educadas sociedades, las mujeres superiores en cuya frente arde con calor la divina llama del genio, si quieren seguir el rumbo que les traza la estrella polar de su destino, lo hacen a la continua bogando en el mar de hiel de tristísimos dolores?
Los críticos modernos más profundamente conocedores de la civilización antigua de la Grecia, desde el sabio Müller hasta el docto Leo Joubert, han dedicado en nuestros tiempos eruditas disertaciones a las poetisas lesbianas, rechazando las odiosas acusaciones y envenenadas sátiras de los antiguos cómicos contra la noble Safo, y como fábulas marcadamente inverosímiles sus amores con el viejo poeta Anacreonte, la novelesca pasión por Faón y su célebre trágico fin en la roca de Léucade (4).
Los esfuerzos generosos de todos estos amantes de la Antigüedad en la culta moderna Europa, salvo alguna excepción extraña, se encaminan a vindicar la memoria de aquellas mujeres espirituales eolias, presentándonos a Safo como una educadora apasionada y ardiente (quizá hasta la sensualidad, como correspondía a una época y a un país delicioso, que miraba a la belleza corporal como símbolo del alma), de aquel grupo de jóvenes encantadoras, en las cuales se quería despertar con voluntad enérgica el sentimiento puro del ideal (5).
Por otro lado, el concepto erróneo que se ha tenido de las obras poéticas creadas en aquellos centros de artística cultura ha contribuido a sostener la difamación de las bellas mujeres, que concurrían a las escuelas poéticas de Lesbos. Aquellas escuelas de música y de poesía pueden considerarse como una evolución o desdoblamiento de la escuela órfica de Antisa: sus odas tiernas y melodiosas frecuentemente se dedicaban a Afrodita y Eros: eran en verdad el asunto predilecto y casi único de los bellos cantos de las poetisas lesbianas.
Este debió ser, por consiguiente, el carácter de la escuela célebre de Safo; pero incurriríamos en un grosero error si considerásemos la escuela sáfica como una especie de deshonesta corte de amor o como una triste consecuencia de la repugnante depravación en las costumbres. Nada menos exacto: leamos la bella invocación a Venus o a Afrodita en el poema latino del inmortal Lucrecio, y en ella encontraremos magníficamente expresada la religiosa veneración con que era mirada en la Antigüedad esta deidad hermosa, considerada como el símbolo de la energía fecunda e incesante, que produce la generación y la vida.
«¡Oh, alma Venus! —exclama el poeta—, tú haces fecunda esta Tierra, colocada bajo los astros errantes, el navígero mar y los fértiles campos; tú das la vida a todos los seres y por ti abren sus ojos a la fúlgida luz del sol. Ante ti se ahuyentan los vientos, las nubles del cielo se disipan; la Tierra despliega bajo tus plantas ricos tapices de matizadas flores, la superficie del Océano te sonríe y el límpido Cielo derrama un torrente de clara luz. Apenas vuelven los hermosos días de la primavera, apenas el cautivo Céfiro ha recobrado su hálito fecundo, y ya las aves que pueblan los aires anuncian tu presencia, agitados sus corazones por tus fuegos; los rebaños inflamados también triscan en las alegres praderas, y salvan, saltando, los rápidos arroyos: de tal manera, cautivados por tus encantos, seducidos por tu hermosura, todos los vivientes se afanan por seguirte adonde los lleva tu voluntad irresistible. En los mares, en las montañas, en las profundidades de los torrentes, en los espesos sotos, en las verdes campiñas, tu dulce llama penetra los corazones y anima a todas las razas en el deseo ardiente de perpetuarse… Tú eres, ¡oh, Venus!, la única soberana de la Naturaleza, la creadora de cuanto existe, el manantial perenne de las gracias y de los placeres… Tú sola puedes conceder a los mortales la dulce paz… Hasta el sanguinario, armipotente Marte dobla en tu seno la cerviz enhiesta, y en ti fija la mirada insaciable, sin respirar, pendiente de tus labios…».
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Afrodita no era por lo tanto la divinidad de las pasiones impuras, ni por este título era solo por el que la cantaban los dulces poetas de la Antigüedad gentílica: en ella veían representada, como hemos dicho, esa fuerza de la Naturaleza poderosa e inagotable, que impulsa a amar a todos los seres, que anima y conserva la generación y por la cual se sienten subyugados «hasta los mismos dioses»: fuerza omnipotente que así engendra grandes y generosas pasiones como puede arrastrar en el exceso de la efervescencia a los crímenes más horrendos y a las acciones más impuras.
La diosa de la hermosura era adorada con pasión en Lesbos, desde edades remotísimas, y a su culto se habían consagrado en el periodo de la poesía hierática, y en calidad de sacerdotisas, graves matronas y vírgenes bellísimas. Cuando la poesía se despojó de las formas sacerdotales, apareciendo la oda armoniosa en la literatura del país, los coros de las mujeres lésbicas siguieron todavía eligiendo para asunto ordinario de sus himnos poéticos a la divina Afrodita y los Amores (6).
Tal es el origen de los poemas eróticos de las mujeres lesbianas. Por los restos preciosos que se han salvado de la sublime Safo y de sus discípulas celebradas, podemos cerciorarnos que en aquellos cantos tiernísimos arde el fuego de almas enamoradas, que respiran, si se quiere, ardiente libertad; pero que jamás degeneran en vergonzosa licencia, ostentando con frecuencia una severidad majestuosa.
VI
Las divinas poesías líricas de Safo, que fueron pasmo y admiración del mundo antiguo, se dividieron por los eruditos y lexicógrafos en nueve libros y atendiendo más bien a la forma métrica que al asunto de los poemas: así en el primer libro se contenían las odas en estrofas sáficas (7); en el segundo, los poemas en verso alcaico, y de análogo modo los restantes.
Pero el plectro de Safo recorrió todos los tonos de la lira con una gracia y una ternura que jamás ningún poeta ha unido a tanta vehemencia, ni a una pasión tan conmovedora. Ella entonó himnos religiosos sublimes; encendidas canciones amorosas; sentidas elegías; y, sobre todo, hermosísimos epitalamios, que se repitieron con entusiasmo por todas las regiones de la Hélade.
De todo aquel rico tesoro de poesía solo dos bellísimas odas podemos avalorar, que justifican plenamente el entusiasmo de los antiguos por esta mujer extraordinaria, cuyos versos melodiosos eran comparados por Plutarco «con los oráculos que pronuncia la Pitonisa cuando el dios se apodera de ella y habla por su boca».
Las dos piezas que se han salvado de la hermosa poesía sáfica son: la oda a Afrodita (Venus), conservada por Dionisio de Halicarnaso, y otra oda, tal vez incompleta, citada por el famoso retórico Longino. En la oda a Afrodita irradia el fuego de una pasión ardiente: la poetisa nos hace sentir en ella la borrasca que agita su alma conturbada y delirante, y pide con una ternura infinita, con una aflicción conmovedora, que venga en su auxilio la divina Afrodita.
Histori(et)as de griegos y romanos


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Oda a Venus (8)
Hija de Jove, sempiterna Cipria
varia y artera, veneranda diosa,
oye mi ruego; con letales ansias
no me atormentes.Antes desciende como en otro tiempo
ya descendiste, la mansión del padre
por mí dejando, mis amantes votos
plácida oyendo.Tú al áureo carro presurosa uncías
tus aves bellas y a traerte luego
de sus alitas con batir frecuente
prestas tiraban.Ellas del cielo por el éter vago
raudas llegaban a la tierra oscura,
y tú, bañando tu inmortal semblante,
dulce sonrisa;¿Cuál es tu pena, tu mayor deseo,
cuál, preguntabas? ¿Para qué me invocas?
¿A quién mis redes, ¡oh, mi Safo!, buscan?
¿Quién te desprecia?¿Húyete alguno? Seguirate, presto.
¿Dones desdeñas? Te dará sus dones.
¿Besos no quiere? Cuando tú le esquives
ha de besarte.Ven, y me libra del afán penoso;
ven, cuanto el alma conseguir anhela
tú se lo alcanza, y a mi lado siempre,
siempre combate.
Observamos que la pudorosa Safo no se arroja en brazos de su amado, dirigiéndole sus versos para tornar al joven esquivo en amante apasionado. Alma delicada, sensible y melancólica pide al cielo, a la divinidad que preside en estas tempestades del alma, que venga a mitigar su dolor como en otras ocasiones la había consolado con el bálsamo dulce de tranquilizadoras esperanzas.
La composición de la poetisa eolia conservada por Longino como ejemplo precioso del sublime poético es tal vez en su género la más notable de la lírica antigua, pues acaso ninguna poesía en la civilización antigua ni en la moderna ha presentado los síntomas de la pasión desastrosa del amor o de los celos, con vigor tan poderoso y concentrado. Todos los críticos convienen en que es de lo más bello, encantador y expresivo que en el arrebato lírico de una pasión amorosa ha producido el espíritu humano.
Oda (9)
Igual parece a los eternos dioses
quien logra verse frente a ti sentado:
feliz si goza tu palabra suave,
suave tu risa.A mí en el pecho el corazón se oprime
solo en mirarte; ni la voz acierta
de mi garganta a prorrumpir; y rota
calla la lengua.Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
presto discurre: los inciertos ojos
vagan sin rumbo: los oídos hacen
ronco zumbido.Cúbrome toda de sudor helado:
pálida quedo cual marchita hierba:
y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte,
muerta parezco.…………………….
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El fuego abrasador que derrama la musa de Lesbos sobre las flores de su poesía (ha dicho un escritor ilustre) sirve como en el amianto: para hacerlas más puras y brillantes. ¿Cómo extrañarnos de la general admiración de los antiguos hacia este ingenio divino y de que los modernos hayan participado del mismo entusiasmo, a pesar de haber llegado a nosotros las bellísimas concepciones de la poetisa en tristes aunque magníficas ruinas?
El fecundo autor de las Metamorfosis le consagró una de sus bellas Heroidas; el tierno Catulo y el inspirado Cisne de Venusa se afanaron por imitarla. Todos los grandes humanistas se han complacido en dedicar un recuerdo de admiración a la tierna musa de Lesbos; sabios filólogos (10) de todas las naciones se han consagrado con amorosa solicitud a disipar las leves nubes con que se ha pretendido oscurecer la brillante fama de la ilustre griega; justificando unánimes, antiguos y modernos, la exclamación memorable del sabio Solón cuando ya al borde del sepulcro oía recitar a un nieto suyo unas hermosísimas estrofas de Safo: «No quisiera morir sin haber aprendido de memoria esa encantadora poesía».
VII
En torno de aquella alma enamorada y poética vibraba las cuerdas de sus liras de oro una pléyade de vírgenes hermosísimas. Una de sus amigas, la panfiliana Danáfila, compuso para el culto indígena de la Ártemis de Perga un himno en estilo eólico celebrado por Filóstrato. Además de esta poetisa compartían la tierna amistad de Safo, Anágora, Anactoria, Andrómeda, Attis, Cidno, Eunica, Erinna, Góngila, Megara, Telisipa, irradiando por todos lados el color y la luz poética en este amable círculo de hermosas mujeres griegas.
Pero la discípula más amada de Safo fue la sublime Erinna. ¡Ah! La vida de esta celebrada cantora se halla irrevocablemente sepultada en el olvido. Se le ha dado por cuna a Rodas, Lesbos, Telos cerca de Gnido, y Tenos en el Peloponeso. La historia nada nos dice sobre la vida de la bella poetisa; pero podemos leer graciosos pormenores acerca de ella en los cantos de sus compatriotas… «Ved a Erinna sentada, niña aún virgen, bajo la severa autoridad de una madre temida, teniendo en las manos la rueca y el huso y tejiendo la tela. Con todo, los hilos se enredan sin que ella piense desenmarañarlos; mientras que en silencio, joven abeja del monte Pierio, elabora la miel de sus versos».
Se agostó en edad temprana aquella preciosa existencia. Murió a los diecinueve años. Las musas decían «que mientras cogía flores, el dios de la muerte la tomó, aún niña, para el dulce himeneo». «¡Oh, Erinna! Mientras tú dabas a luz tu primavera de himnos, dulces como la miel de las abejas, la Moira te arrebató hacia Aqueronte».
El único canto que podemos aún hoy admirar de esta hija privilegiada de las musas es la oda «A la Fuerza», mirada, no sin razón por los apasionados del arte clásico, como una de las más enérgicas inspiraciones de la lírica eólica.
Al interpretar en nuestra lengua el intrépido pensamiento que encierra esta preciosa endecha, hemos sentido helarse su entonación en nuestros labios. Pálida y débil presentamos a nuestros lectores una imperfecta copia de tan precioso canto, seguros de que los que conocen la divina lengua de Píndaro y de Tirteo se reservarán la dicha de leer sus atrevidos versos en el inimitable modelo.
A la Fuerza
Salud, oh, hija del divino Marte,
la del casco de oro, de héroes reina,
habitante del firme, augusto Olimpo
sobre la tierra.Solo a ti concedió la vieja Parca
de eterno señorío fama regia,
y la excelsa pujanza con que en todos,
señora, imperas.Los pechos de la mar y tierra oprimes
bajo el yugo potente de tus riendas,
el freno con que a pueblos y naciones
fuerte gobiernas,el poderoso tiempo lo transforma
y cambia todo en formas mil diversas:
solo el viento propicio de tu mando
jamás altera.Tú la deidad que ocultas en tu seno
a los hijos temibles de la guerra
y, apiñados, a luz los das, cual Ceres
la mies engendra.
¡Ah! ¡Magnífica invocación al genio destructor de la Fuerza, que reduce los imperios a polvo, que ve hundirse al empuje poderoso de su brazo mil y mil naciones y solo él impávido y potente a todos los aniquila y avasalla!
La tierra y el mar aguijoneados por este numen desolador y terrible se le conjuran tal vez altivos e impacientes; pero él tiene encadenados sus pechos bajo el yugo poderoso de sus riendas. La Fuerza armipotente, fluctuando siempre inextinguible sobre el borrascoso piélago de la vida humana, jamás se hace infecunda.
Sus hijos se multiplican «como las haces en el campo de Ceres», ¡valiente imagen para significar los infinitos, inacabables elementos que minan el sosiego y la paz, que podría hacer dichosas a nuestras desventuradas sociedades! ¿Es una mujer la que cantó estas estrofas valientísimas? Tal es nuestra pregunta siempre que recitamos tan bellísima oda y sentimos levantarse nuestra alma en fuerzas de su virilidad.
VIII
Fuera de estas preciosas joyas de la literatura eólica solo nos quedan ruinas mutiladas del repertorio poético de las afamadas hijas de Lesbos. Mas no pueden leerse sin profunda conmoción, sin amarga pena, estas composiciones incompletas, estos cantos lastimosamente rotos y destrozados, en los cuales a pesar de todo resplandece todavía ese ardor poético vigoroso, y ese vuelo rápido que tanto enaltece la hermosa lírica de los griegos.
El pódcast de mitología griega
¡Cuánto daríamos por poder admirar aún en nuestros tiempos aquellos hermosos epitalamios que tanta gloria dieron a la ilustre Safo! ¡Con qué celestial ternura no celebraría la divina poetisa la casta unión de los esposos, ella que había, aunque efímeramente, gozado en la dorada edad de las ilusiones, de las dulzuras del tálamo nupcial y que poseía además aquella alma superior y excelsa capaz de apreciar las grandezas de espíritu del hombre y las ternuras infinitas de la mujer!
Notas
(1) Esta isla fue poblada por «los colios», que fundaron en ella la «Hexápolis», consistente en las seis ciudades de Mitilene, Metimne, Ereso, Pirra, Antisa y Arisbe. De esta especie de confederación, la principal ciudad fue Mitilene. Salieron de Lesbos grandes genios: Terpandro, Alceo, Safo, Arión, el sabio Pítaco, el historiador Helánico y el filósofo Teofrasto. En la historia griega se hizo célebre, en los primeros tiempos, por haber sido la cuna de la poesía lírica eolia.
(2) Visconti, Iconographie grecque I, 30.
(3) Véase Otfried Müller… Geschichte der griechischen Literatura, y el suplemento del traductor francés Hillebrand Sur les poetes lyriques et sur la musique, t. III, p. 296; Fr. G. Welcker, Sappho von einem herrschenden Vorurtheil befreyt, Gottingen, 1816.
(4) Müller opina que la supuesta pasión de Safo por Faón está tomada de la leyenda de «Afrodita y Adonis», asunto quizá de algún poema de Safo, lo cual pudo dar origen a que se la atribuyeran a la poetisa.
(5) Véase Müller, II, 105.
(6) Burnouf, Littérature grecque, I, 192.
(7) Schoell, Littérature grecque, I, 206. Los fragmentos de Safo, quae existant, fueron publicados con el mayor esmero por Wolf, Londres, 1735. La edición más notable es la de Blomfield, que se encuentra en el vol. 1 del Museum criticum of Cambridge classical researches, 1814.
(8) Traducción del helenista D. José Castillo y Ayenza. Estas traducciones reflejan muy pálidamente el hermoso colorido del original griego. Ni Philips, ni Boileau, ni Delille, ni ninguno de los poetas modernos que han ensayado la versión de estos bellos fragmentos han logrado llevar a sus traducciones el fuego que late en las ardientes estrofas de la poetisa lesbiana.
(9) Traducción de D. Marcelino Menéndez. Esta oda la intitulan generalmente A la muy amada. Pierron opina que debe titularse Al muy amado. Otfredo Müller ve en esta oda un ejemplar precioso de aquella pasión exaltada, de aquel tono vehemente propio de las pasiones.
(10) Bergk, Poetae lyrice graeci, 1853. Welcker, Kleine Schriften, 1860. Bernhardy, Grundriss der Grieschischen Litteratur, 1854. Kochly, Über Sappho, 1859. Kock, Alkaos und Sappho, 1862.