Este es un capítulo de La historia de los romanos (original: The Story of the Romans, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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En los días en que los griegos estaban luchando contra Troya —aquella gran ciudad en Asia Menor que llevaban asediando diez años—, los pueblos de Italia estaban divididos en varios reinos pequeños, entre los cuales estaban los etruscos y los latinos.
Los etruscos ocupaban la parte del norte de Italia, la parte de arriba de la bota, y llamaban a su país Etruria, mientras que los latinos vivían más hacia el sur, en un territorio llamado Lacio. Cada uno de estos reinos tenía su propio líder o rey, al que el pueblo obedecía.
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El rey del Lacio por aquellos días se llamaba Latino. Tenía una bella hija llamada Lavinia, y en cuanto tuvo edad suficiente para casarse, pensó en buscarle un buen esposo. Una noche, el rey Latino soñó que los dioses de su país venían y le hablaban, diciéndole que se asegurara de dar su hija en matrimonio a un extranjero que harían llegar hasta el Lacio.
Cuando Latino se despertó, se inquietó en gran medida, pues su mujer estaba convencida de que Lavinia había de casarse con Turno, un rey vecino. La mujer pronto convenció a Latino de que permitiera ese compromiso, pero él insistía en que el matrimonio debía posponerse por un tiempo.
Mientras todo esto ocurría, la ciudad de Troya finalmente cayó en manos de los griegos. Los valientes troyanos fueron atacados por la noche y solo unos pocos de ellos lograron escapar a la muerte.
Entre estos se encontraba un príncipe llamado Eneas. Su padre era Anquises, primo del rey de Troya, y su madre era Venus, la más hermosa diosa. Como Venus no quería que su hijo muriera con el resto de los troyanos, se le apareció durante la terrible noche en que los griegos entraron a escondidas en Troya y saquearon y quemaron las casas. La diosa le hizo ver que la resistencia sería fútil, y le dijo que huyera de la ciudad con toda su familia.
A Eneas lo habían criado para obedecer el mandato de los dioses, así que abandonó la lucha y se fue corriendo a su casa. Entonces, se puso a su anciano padre a hombros, cogió a su pequeño hijo Julo de la mano y le dijo a su mujer y sirvientes que lo siguieran.
Este pequeño grupo de fugitivos logró huir de la ciudad, donde las llamas estaban ya alzándose por todas partes, y, al abrigo de la oscuridad, llegaron hasta un templo cercano. Allí se detuvieron a descansar, y Eneas contó a sus acompañantes para asegurarse de que estaban todos.
Histori(et)as de griegos y romanos

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¡Qué desdicha cuando se dio cuenta de que su amada esposa había desaparecido! Volvió a toda prisa a la ciudad en llamas y la buscó por todas partes, llamándola a voces, a pesar del peligro. Finalmente se topó con alguien que le dijo que su mujer había muerto, y que ella deseaba que él escapara a un país mejor, donde había de fundar un nuevo reino y donde una nueva esposa debía tomar su lugar y volver a hacerle feliz.
Entristecido, Eneas se volvió al templo, donde vio que a sus seguidores se les habían unido otros cuantos que habían logrado escapar sin ser vistos entre el humo y la oscuridad. Los llevó a un lugar seguro y, no mucho después, aquel pequeño grupo de leales troyanos zarpó, y todos prometieron obedecerle y seguirle adondequiera que fuera.
Las naves fueron a la deriva durante un largo tiempo, pues Eneas no sabía dónde había de fundar su nuevo reino. Dos veces intentó asentarse, pero las dos ocurrió algo que se lo impidió. Finalmente le pidió consejo a su padre Anquises, un sabio y piadoso anciano, que se había llevado consigo las estatuas de los dioses cuando abandonó su casa y los tenía consigo en el barco.
El anciano dijo que las consultaría al respecto, y les ofreció un sacrificio. A la noche siguiente, Eneas soñó que los dioses le hablaban para decirle que debía ir a Italia, la tierra desde donde, hacía mucho tiempo, sus ancestros habían ido a Troya.
Por tanto, navegaron rumbo al oeste, aunque estaba vaticinado que en el camino habían de sufrir muchas penalidades antes de que pudieran llegar a Italia, y que no serían capaces de asentarse hasta que se comieran los propios platos en los que se servía la comida.
El pódcast de mitología griega
Como Eneas era un hombre valiente, la expectativa de una terrible hambruna no le llenó el corazón de desesperación, y con calma navegó en busca de un hogar. Hay casi infinitas islas en esa parte del Mediterráneo, por lo que los barcos nunca llegaban a perder de vista tierra. Paraban de vez en cuando, pero Eneas no se atrevía a asentarse en ninguna parte, pues pensaba que los dioses se oponían a ello; y siempre ordenaba a su gente volver a embarcar para proseguir el viaje.
Los troyanos ya estaban exhaustos de tanto navegar, pero apreciaban tanto a Eneas que lo siguieron de buen grado, aunque les habría gustado hacer de alguna de las islas que visitaron su casa.