Este es un capítulo de La historia de los romanos (original: The Story of the Romans, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Aunque Eneas había sido bien recibido en el Lacio por el rey, sus problemas no habían terminado aún. Turno, el joven rey al que se le había prometido la mano de Lavinia, estaba furioso por el cambio de parecer y, esperando quedársela él, les declaró la guerra a los extranjeros troyanos.
Durante la guerra, tanto Eneas como Turno mostraron gran coraje. Finalmente se enfrentaron en combate singular, en el que Turno acabó derrotado y muerto; y Eneas, habiéndose librado así de su rival, se casó con la hermosa princesa.
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Entonces se asentó en el Lacio, donde construyó una ciudad llamada Lavinio en honor a su esposa. Un tiempo después, Eneas cayó en batalla y fue sucedido por sus hijos. Los troyanos y los latinos estaban ahora unidos y, durante los siguientes cuatrocientos años, los descendientes de Eneas continuaron gobernando, pues este era el reino que los dioses le habían prometido al huir de Troya.
El trono del Lacio finalmente llegó a Numitor, un monarca bueno y sabio. Tenía un hijo y una hija, y poco sospechaba que nadie pudiera tener problema alguno con ninguno de ellos.
Sin embargo, para su desgracia, su hermano Amulio ansiaba obtener el trono. Se aprovechó de la confianza de Numitor y, tras expulsarlo, mató a su sobrino y obligó a su sobrina, Rea Silvia, a hacerse sirvienta de la diosa Vesta.
Las muchachas que servían a la diosa eran llamadas vírgenes vestales. Estaban obligadas a permanecer en el templo durante treinta años, y no se les permitía casarse hasta que hubieran terminado su servicio. Su misión era cuidar del fuego sagrado del templo para evitar que se extinguiera, porque tal cosa significaría la desgracia para el pueblo.
Si una virgen vestal no cumplía su labor y dejaba que se apagara el fuego sagrado, o si no mantenía su voto de castidad, el castigo era ser enterrada viva. Con un destino tan terrible en caso de no cumplir con su deber, es de suponer que las muchachas eran muy obedientes, y Amulio consideró que no había peligro de que su sobrina tuviera descendencia mientras sirviera a Vesta.
Sin embargo, se dice que Marte, el dios de la guerra, bajó a la Tierra. Vio a la preciosa Rea Silvia y se enamoró de ella, la sedujo a escondidas y finalmente la convenció para casarse sin decirle nada a nadie.
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Durante un tiempo todo fue bien, y nadie sospechaba que Rea Silvia, la virgen vestal, se hubiera casado con el dios de la guerra. Pero un día le fue un mensajero a Amulio para anunciarle que su sobrina había sido madre de gemelos.
El rey se volvió loco ante estas noticias y en vano trató de descubrir el nombre del marido de Rea Silvia. Ella se negó a revelarlo, y Amulio dio la orden de que se la enterrara viva. Sus hijos gemelos, Rómulo y Remo, también habían de morir, pero, en lugar de enterrarlos vivos con la madre, Amulio los puso en una cuna y los dejó a la deriva en el río Tíber.
El rey creyó que los bebés llegarían hasta el mar, donde sin duda acabarían hundiéndose, pero la cuna encalló al poco de que los hombres del rey la perdieran de vista. Allí, el llanto de los hambrientos niños llamó la atención de una loba que pasaba por allí. El pobre animal acababa de perder a sus lobeznos, que un cruel cazador había matado. Así pues, en lugar de comerse a los niños, la loba los amamantó como si fueran los lobeznos que había perdido, y los romanos solían contar a sus hijos que un pájaro carpintero les traía bayas recién cogidas para comer.
De esta forma fueron salvados por los cuidados de la loba y el ave hasta que un pastor se los encontró a la orilla del río. Oyó un extraño ruido entre los matorrales y, al acercarse para comprobar qué era, encontró a los niños con la loba. Por supuesto, el pastor se sorprendió mucho al ver aquello. Se apiadó de los pobres bebés y se los llevó a casa con su mujer, que los crio.