Este es un capítulo de La historia de los romanos (original: The Story of the Romans, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Aunque Servio Tulio era el hijo de una esclava y había obtenido la corona por casualidad, resultó ser un excelente rey. Como él mismo había sido pobre, era muy considerado con las clases más bajas de Roma. No solo ayudaba a los pobres a pagar sus deudas, sino que también dio órdenes de que parte de la tierra pública se repartiera entre los plebeyos, de modo que pudieran mantenerse con una granja.
Como él mismo había sido esclavo, también se compadeció de la dura vida de los esclavos romanos, e hizo leyes en su favor. Incluso dijo que debían ser liberados si servían a sus amos lealmente por una determinada cantidad de tiempo, o si pagaban una cantidad suficiente de dinero.
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Los esclavos que habían obtenido de esta forma la libertad eran llamados libertos. Aunque a menudo permanecían empleados por sus antiguos amos, ya no eran tratados como esclavos, sino que se les pagaba por todo lo que hacían. Poco a poco el número de estos libertos fue creciendo, y la esclavitud no era vista como algo tan terrible, pues existía la oportunidad de llegar a ser libre.
Por orden de Servio Tulio, todos los romanos se reunían una vez cada cinco años en el Campo de Marte. Allí se los contaba cuidadosamente, y todos los hombres debían dar cuenta exacta de su familia y sus propiedades. De esta forma, el rey sabía cuántos patricios, plebeyos, libertos y esclavos había en Roma; y el proceso de contar a la gente de esta forma fue llamado censo.
Antes de que los romanos reunidos pudieran marcharse a casa desde el Campo de Marte, los sacerdotes celebraban una ceremonia religiosa para purificar toda la ciudad, llamada lustro. Como pasaban cinco años de una ceremonia a otra, ya los romanos contaban el tiempo en lustros para marcar cada cinco años, igual que ahora se usa más frecuente década para los diez años.
Servio habría hecho muchas más reformas en Roma, si no hubiera acabado como acabó. Aunque no tenía hijos que le sucedieran, tenía dos hijas adultas de muy diferente naturaleza. Una de ellas era muy buena y amable, mientras que la otra era malvada y violenta.
Servio deseaba que sus dos hijas tuvieran una vida cómoda, por lo que las entregó en matrimonio a los hijos de Tarquino. Estos dos jóvenes hombres también eran de carácter muy diverso. Uno era tan cruel y soberbio que llegó a ser conocido como Tarquino el Soberbio, para distinguirlo de su padre. A este príncipe Servio le dio su hija buena.
La hija malvada, Tulia, fue entregada al príncipe de buena naturaleza; pero ella lo despreciaba a él precisamente por su amabilidad y bondad. Tulia y Tarquino el Soberbio eran tan similares en carácter y gustos que no tardaron en enamorarse el uno del otro y quisieron casarse.
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Como los dos ya estaban casados, era impensable incluso para ellos considerar tal cosa, pero eran tan malvados que acordaron asesinar a sus benévolas parejas para entonces sí poder casarse entre ellos. Este plan fue llevado a cabo rápidamente, y, como un acto malvado siempre lleva a otro, en cuanto se casaron comenzaron a planear el siguiente crimen.
Tanto Tarquino el Soberbio como Tulia, su esposa, eran muy ambiciosos y deseaban hacerse con el trono; y pronto maquinaron asesinar a Servio Tulio, de modo que pudieran reinar en su lugar.
Según el plan que habían trazado, Tarquino fue un día al senado, y allí, dirigiéndose osadamente a Servio Tulio, le pidió públicamente la corona. Dijo que tenía más derecho, pues era el verdadero heredero del primer Tarquino.
Servio no prestó atención a aquella insolente petición, y Tarquino, al ver que su suegro no hacía nada, de repente lo agarró del pie, lo arrastró desde el trono y lo tiró escaleras abajo hasta la calle.
Esta terrible caída aturdió al rey, y por un rato todos creyeron que había muerto. Sus amigos estaban a punto de llevárselo, cuando abrió los ojos lentamente. Tarquino, al ver que Servio no estaba muerto, dio órdenes a sus sirvientes de matar al rey, y gritó a voces que cualquiera que se atreviera a entrometerse había de morir también.
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Asustados por aquella terrible amenaza, ninguno de los romanos se atrevió a moverse, y Servio fue asesinado ante sus ojos. Ni siquiera se atrevieron a tocar el cuerpo ensangrentado y sin vida del rey asesinado, sino que lo dejaron tirado en medio de la calle. Entonces siguieron obedientemente al cruel Tarquino al senado, donde tomó posesión del trono como séptimo rey de Roma.