Este es un capítulo de La historia de los romanos (original: The Story of the Romans, de Hélène Adeline Guerber), traducido y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
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Como todos los ladrones, asesinos y esclavos fugitivos de los reinos de los alrededores habían venido a asentarse en Roma, no tardó en haber muchísimos hombres. Sin embargo, muy pocos de ellos tenían esposas, por lo que desde luego las mujeres eran sumamente escasas.
Los romanos, ansiosos por conseguir esposas, trataron de convencer a las muchachas de las ciudades vecinas para que se casaran con ellos; pero, como ya tenían la reputación de ser salvajes y sin ley, todos sus empeños fueron en vano.
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Rómulo sabía que los hombres no tardarían en irse si no podían tener esposas, por lo que tomó la resolución de ayudarlos mediante una treta para que consiguieran así lo que no podían conseguir por las buenas. Envió heraldos a los pueblos y aldeas vecinas para que invitaran a la gente a venir a Roma para presenciar unos espectáculos que los romanos iban a celebrar en honor a los dioses.
Como estos espectáculos eran de lucha y boxeo, carreras de caballos y muchas otras formas de probar la fuerza y la habilidad de los hombres, todos aceptaron la invitación de buena gana, por lo que fueron en masa a Roma, desarmados y con atuendos ligeros. Familias enteras vinieron a contemplarlos y, entre los espectadores, había muchas jóvenes mujeres que los romanos deseaban por esposas.
Rómulo esperó hasta que los juegos estuvieran en su apogeo. Entonces, de repente dio una señal, y todos los jóvenes romanos atraparon a las chicas y se las llevaron a sus casas, a pesar de sus llantos y forcejeos.
Los padres, hermanos y novios de las muchachas capturadas las habrían defendido, pero habían acudido a los juegos desarmados, por lo que no pudieron hacer nada. Como los romanos se negaron a devolver a las chicas, ellos corrieron a sus casas a tomar las armas, pero, cuando regresaron a Roma, las puertas de la ciudad estaban cerradas.
Mientras estos hombres se preparaban para la guerra fuera de Roma, las doncellas raptadas habían sido obligadas a casarse con sus captores, que juraron que nadie había de quitarles sus esposas. La mayoría de estas mujeres eran procedentes de las aldeas sabinas.
Los romanos no habían tenido gran dificultad en derrotar a otros enemigos, pero no fue lo mismo con los sabinos. La guerra con ellos duró un largo tiempo, pues ninguno de los bandos era mucho más fuerte que el otro.
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Finalmente, al tercer año, los sabinos sobornaron a Tarpeya, la hija de uno de los guardianes de las puertas de la muralla. Esta muchacha era tan superficial y le gustaban tanto las joyas que habría hecho cualquier cosa por tener más. Por tanto, prometió a los sabinos abrirles las puertas durante la noche si cada uno de los guerreros le daba lo que llevaba en el brazo izquierdo, pues los sabinos solían llevar un gran brazalete de oro en la izquierda.
Los sabinos le prometieron darle lo que pedía, y Tarpeya abrió las puertas. Cuando los guerreros pasaron a su lado, ella pidió su recompensa, y los sabinos, despreciando su mezquindad, le arrojaron sus pesados escudos de bronce, pues los soldados siempre llevaban los escudos en el brazo izquierdo.
Tarpeya acabó aplastada bajo el peso de todos aquellos pesados escudos. Cayó a los pies de un empinado acantilado, que desde entonces se conoció como Roca Tarpeya. Desde aquel acantilado los romanos solían arrojar a los criminales para que murieran de la caída. Así, durante siglos muchas otras personas murieron en el mismo lugar en que la desleal muchacha había estado el día en que ofreció vender la ciudad al enemigo a cambio de un puñado de baratijas.