A continuación tienes la Alcestis de Eurípides traducida completa en español por Eduardo de Mier y Barbery (1829-1914). (Tienes más información sobre las fuentes, licencia, etc., al final).
Argumento
Desterrado Apolo del cielo por la muerte de los cíclopes, forjadores de los rayos con que Zeus mató a su hijo Asclepio, se refugió en el palacio de Admeto, rey de Tesalia, cuyos ganados guardó, siendo recompensado por él generosamente. Agradecido por sus beneficios le salvó una vez la vida engañando a las moiras y obtuvo después el consentimiento de Zeus para librarlo de la muerte si encontraba algún otro que quisiese morir por él. La empresa no era nada fácil, y hasta los padres de Admeto, ya ancianos, rehusaron hacer por su hijo este sacrificio. Sin embargo, Alcestis, su esposa, no vaciló en dar por él su vida, aunque joven, bella y reina, y dejando dos hijos huérfanos.
La acción de la tragedia comienza poco antes de morir Alcestis, y Apolo y la Muerte discuten sobre este suceso inminente. Ambos esposos se despiden uno de otro con la mayor ternura, y ella muere después muy llorada por todos sus sirvientes, que la adoraban por su bondad. Admeto se dispone a celebrar sus funerales con gran pompa y aparato, cuando primero se presenta su padre, que trae dones mortuorios para la difunta, dando origen a un altercado nada edificante entre ambos, y después, Heracles pidiendo hospitalidad, puesto que ignoraba la desdicha de su amigo el rey de los tesalios.
El hijo de Alcmena, que ve impresas las señales del más acerbo dolor en el rostro de su huésped, le pregunta la causa con interés y, a pesar de su insistencia, nada averigua de positivo, porque Admeto desea hospedarlo y, si le descubre la verdad, se expone a que se ausente en busca de otro albergue.
Sus réplicas anfibológicas inducen a Heracles a aceptar el hospedaje que se le ofrece y, en consecuencia, entra en la hospedería aislada del palacio y, a fuer de buen gastrónomo, se abandona por completo a los placeres de la mesa y come y bebe de lo lindo, coronado de mirto y entonando escandalosos y báquicos cantares.
El esclavo que le sirve, no pudiendo disimular su pena, excita las sospechas del héroe, que llega al fin a saberlo todo. Toma entonces sus armas y, escondiéndose junto al túmulo de Alcestis, sorprende a Plutón cuando venía a probar las fúnebres ofrendas y le obliga a soltar su presa, devolviendo la vida a la difunta y llevándola cubierta con un velo al palacio de su esposo.
Se empeña en persuadir a este de que la guarde hasta su vuelta, pretextando que la ha ganado legítimamente en unos juegos en que se ofrecía por premio al vencedor, y le importuna tanto que Admeto consiente en hacer este nuevo sacrificio por su amigo, quien le descubre al cabo que aquella mujer, confiada a su custodia, es su propia esposa.
Fácil es de ver que esta tragedia, así por la sencillez de su plan como por la moralidad que resulta de la acción, es una de las mejores de Eurípides, acercándose a las de Sófocles.
Apolo, agradecido por los beneficios de Admeto, premia su virtud sin proponerse la satisfacción de ninguna pasión mezquina e indigna de los dioses: Admeto obtiene merecida recompensa por la generosa hospitalidad que dispensa a Apolo y a su amigo Heracles; Alcestis resucita en justo galardón del sacrificio que hace por su esposo; y Heracles, correspondiendo a la amistad de Admeto, paga multiplicada la hospitalidad que de él recibe.
La diferente condición social de la mujer entre nosotros, comparada con la que tenía en Grecia, y el resto de sentimientos caballerescos que todavía conservamos, nos hacen mirar con desagrado la aquiescencia del rey de los tesalios con el sacrificio de su esposa, y vituperar el egoísmo de un soberano que, por amor a la vida, consiente en perder la mejor de las mujeres; pero debemos advertir que las costumbres griegas eran muy diversas de las nuestras, y que, suponiendo su existencia, no parece su acción tan baja como antes.
Faltando Admeto, sus hijos quedan entregados a Alcestis en edad temprana y expuestos a todas las violencias e iniquidades consiguientes al elevado rango que en su país ocupan y a los amaños e intrigas de los ambiciosos que quieren reinar; Tesalia pierde un rey piadoso, respetado y justo, en la flor de sus años, y corre grave riesgo de sufrir los peligros de una larga minoría o del cambio de soberano; y Apolo, protector de Admeto y de los tesalios, o revela su impotencia en remediar estos males, o en la imposibilidad de recompensar directamente a su bienhechor y amigo, ha de permitir que baje a los infiernos la dueña del palacio, en donde encontró un asilo en su desgracia.
Verdad es que también nos repugna la escena en que se injurian gravemente Feres y Admeto, padre e hijo, ya porque no se conforma con nuestras ideas modernas, ya porque parecen contradecir las que tenemos formadas de los antiguos, los cuales, según dicen, hacían alarde de su respeto a la ancianidad. No obstante, hay que tener en cuenta que los dramáticos griegos, por regla general, no ofrecen caracteres como debieran ser, sino como son en realidad, y que sus personajes ceden siempre al sentimiento más espontáneo, natural y sencillo, aunque no sea el más moral, como sucede al Áyax de Sófocles, que se suicida ciego de vergüenza al recobrar el juicio y reflexionar en el ridículo en que ha incurrido, y a Admeto en esta tragedia, que criticamos, airado contra sus padres por la pérdida de su amada esposa y en situación poco a propósito para medir sus palabras y moderar sus pasiones.
Lo mismo sucede con Alcestis, algo vana y presuntuosa a nuestro juicio, pero natural y sencilla a pesar de todo. La escena en que se despiden ambos esposos es bellísima, y no menos bella aquella en la que Heracles presenta a Admeto su perdida compañera.
Obsérvese también que Eurípides no altera la tradición mitológica, y que el desenlace y algunas escenas son más cómicas que trágicas. Esta última circunstancia se comprende recordando que dicha tragedia era la cuarta de una tetralogía, cuyas tres primeras fueron por orden Las cretenses, Alcmeón en Psófide y Télefo, y que por consiguiente ocupaba el lugar del drama satírico y tenía cierto carácter cómico. Se presentó siendo arconte Glauquino, en la Olimpiada 86, 2, en la que ganó Sófocles el primer premio, y Eurípides, el segundo, según se desprende de las palabras del autor del argumento griego de esta tragedia.
El argumento de Las cretenses era relativo al crimen de Atreo, cuando sirvió a su hermano Tiestes sus propios hijos, y su título provenía del coro, compuesto de mujeres de Creta, servidoras de Aérope, la esposa de Atreo: el de Alcmeón a las aventuras de este en Psófide, en donde se casó con Alfesibea y fue castigado por su suegro Fegeo por haber contraído segundas nupcias con Calírroe, hija del río Aqueloo, viviendo su primera esposa; y por último, el Télefo a la cura de la herida de este rey de Misia, hecha por la lanza de Aquiles, que podía solo sanarla.
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Personajes
- Apolo
- La muerte
- Coro de ancianos de Feras
- Una esclava de Alcestis
- Alcestis, esposa de Admeto
- Un criado de Admeto
- Admeto, rey de Feras
- Eumelo, hijo de Admeto y de Alcestis
- Heracles
- Feres, padre de Admeto
Comienza Alcestis
Apolo
¡Oh, palacio de Admeto (1)!, en donde, siendo dios, me senté a la mesa de los siervos, porque Zeus dio muerte a mi hijo Asclepio (2), lanzando la llama contra su pecho, y excitó mi ira hasta el punto de obligarme a matar a los cíclopes, que forjan los rayos de Zeus, y mi padre en castigo me forzó a servir a un mortal.
Cuando vine, pues, a esta región, apacentaba los bueyes de mi huésped, y desde entonces he protegido siempre a su familia. Yo, piadoso, tropecé con un varón que también lo era, con el hijo de Feres (3), a quien salvé de la muerte engañando a las moiras; me concedieron estas librar a Admeto del duro trance que le amenazaba si en su lugar llevaba otro muerto a los infiernos.
Exploré la voluntad de todos, importuné a sus amigos, a su padre, a la anciana madre que lo dio a luz, y ninguno quiso morir por él y dejar de ver el sol, excepto su esposa, la cual ahora, llevada en brazos ajenos, está próxima a expirar: hoy morirá fatalmente.
Y yo, para no contaminarme (4) en este palacio, abandono sus techos muy queridos. Ya veo a la Muerte, sacerdotisa de Plutón, que la llevará al Hades: oportunamente llega hoy, porque Alcestis ha de morir sin remedio.
Muerte
¡Ah! ¡Ah! ¿Qué haces junto a este palacio? ¿Por qué rondas, Febo? Segunda vez que eres injusto, pues cercenas y usurpas honores debidos a los dioses infernales. ¿No te bastó impedir la muerte de Admeto, engañando dolosamente a las moiras? (5) Ahora, armada tu diestra con el arco, parece que defiendes a la hija de Pelias, que ha prometido sacrificarse por su esposo.
Apolo
No te alarmes, que el derecho y razones sólidas están de mi parte.
Muerte
¿Y para qué traes arco, si tienes razón?
Apolo
Acostumbro llevarlo siempre.
Muerte
¿Y te es lícito socorrer a los habitantes de este palacio?
Apolo
Me compadezco de las desdichas de un hombre querido.
Muerte
¿Y me robarás también este muerto?
Apolo
Recuerda que no te arranqué el otro a la fuerza.
Muerte
¿Cómo, pues, vive y no está debajo de la tierra?
Apolo
Porque su esposa, por la cual vienes, se obligó a morir por él.
Muerte
Y seguramente me la llevaré ahora a las mansiones subterráneas.
Apolo
Cuando te apoderes de ella, vete; no sé si podré persuadirte…
Muerte
¿Que mate a quien debo? Tal es mi deber.
Apolo
De ninguna manera, sino que te ensañes en trémulos ancianos.
Muerte
Ya comprendo tu razón y tus deseos.
Apolo
¿Podrá Alcestis llegar a la vejez?
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Muerte
No: has de saber que también me agradan los honores que me tributan los mortales.
Apolo
Pero seguramente no te llevarás más de un alma.
Muerte
Cuando mueren los jóvenes es mayor mi gloria.
Apolo
Y si muere anciana la enterrarán con pompa.
Muerte
Estableces esta ley, oh, Febo, en notoria ventaja de los ricos.
Apolo
¿Qué has dicho? ¿Eres acaso sofista, ignorándolo yo?
Muerte
Los ricos, merced a sus riquezas, morirán entonces ancianos.
Apolo
¿No quieres concederme esta gracia?
Muerte
No, seguramente: conoces mi carácter.
Apolo
Funesto a los hombres y odioso a los inmortales.
Muerte
Nada conseguirás que no convenga.
Apolo
Te aplacarás, sin embargo, aunque tu crueldad es grande: vendrá al palacio de Feras un hombre que envía Euristeo para robar en la fría Tracia un carro tirado por caballos (6); después de recibir hospitalidad en el palacio de Admeto, te arrebatará por la fuerza esta mujer, y nada tendré que agradecerte, y harás, no obstante, lo que quiero, siéndome odiosa siempre.
Muerte
Por más que hables, nada conseguirás. Esta mujer, por tanto, descenderá al palacio de Plutón. En su busca voy para comenzar el sacrificio con mi guadaña, porque consagrado queda a los dioses infernales aquel, de cuya cabeza corto un solo cabello (7).
Primer semicoro
¿Por qué tan tranquilos los atrios? ¿Por qué este silencio en el palacio de Admeto?
Segundo semicoro
No vemos aquí ningún amigo que nos diga si ya debemos llorar la muerte de la reina o si Alcestis, la hija de Pelias (8), para mí y para todos la mejor de las esposas, ve todavía la luz.
Primer semicoro
¿Oye alguno alaridos de dolor, golpes de manos dentro del palacio, o llanto como si se hubiera consumado el sacrificio? Al contrario, ni un esclavo hay a la puerta. ¡Ojalá, oh, Peán, que te aparezcas y aplaques las olas de estos males!
Segundo semicoro
No callarían, sin duda, si estuviese muerta.
Primer semicoro
Según creo, aún no han sacado el cadáver del palacio.
Segundo semicoro
¿Por qué dices esto? Aún no me abandono a mi alegría. ¿Cuál es tu esperanza?
Primer semicoro
¿Cómo es posible que haga Admeto a su querida esposa ocultos funerales?
Segundo semicoro
No veo delante de la puerta agua de fuente (9), según se acostumbra cuando muere alguno, y ninguna cabellera aparece suspendida en el vestíbulo en señal de duelo, ni las jóvenes se golpean con sus manos.
Primer semicoro
Y este es el día… en que ha de bajar fatalmente al infierno.
Segundo semicoro
¿Por qué dices esto? Me afliges y contristas mi corazón.
Primer semicoro
Conviene, cuando las calamidades agobian a los buenos, que sean llorados por todos aquellos que siempre los tuvieron por tales.
Coro
Estrofa.— No hay nave en parte alguna del orbe, aunque vaya a Licia (10) o al árido domicilio de Amón, que pueda salvar la vida de esta desventurada: no tardará en cumplirse el cruel destino, y no veo junto a las aras sacerdote alguno a quien acercarme.
Antístrofa.— Solo el hijo de Febo (11), si viese esta luz con sus ojos, podría arrancarla del tenebroso palacio y de las puertas de Plutón: resucitaba los muertos antes de que lo matase el dardo de fuego que Zeus vibra; pero ahora, ¿qué esperanza puedo abrigar de que recobre la vida? Todo se ha hecho ya por la reina, y sangrientos sacrificios se han acumulado en las aras de los diversos dioses y, sin embargo, no hay remedio alguno contra estos males. Pero he aquí una sierva que sale llorando del palacio. ¿Vendrá a decirme que se ha trocado la fortuna? Perdonable es llorar cuando sufren nuestros dueños, si bien lo que deseamos saber ahora es si aún vive esa mujer o si ha muerto.
Esclava
Puedes asegurar que está a un tiempo viva y muerta (12).
Coro
¿Y cómo ha de ser posible vivir y morir?
Esclava
Cercano está ya su fin, mas todavía respira.
Coro
¡Oh, desventurado! Siendo tú cual eres, ¡qué esposa pierdes! (13).
Esclava
No lo sabrá mi señor hasta que no fallezca.
Coro
¿No hay esperanza alguna de salvarle la vida?
Esclava
Ya llegó el día fatal.
Coro
¿Se preparan en su honor las debidas exequias?
Esclava
Preparadas tiene ya su marido las galas mortuorias, que han de adornarla.
Coro
Sabed, pues, que muere con gloria y que es la mejor de las esposas para quienes el sol alumbra.
Esclava
¿Y cómo no lo sería? ¿Quién lo disputará? ¿Qué mujer habrá que la supere? ¿Cómo probará ninguna lo que ama a su esposo sino muriendo por él voluntariamente? Y esto lo sabe toda la ciudad, y te admirarás de lo que ha hecho en el palacio. Cuando conoció que se acercaba el día funesto, lavó su blanco cuerpo con agua corriente y, sacando de sus arcas de cedro ropas y joyas, se vistió con elegancia y delante del hogar oró así: «¡Oh, señora mía (14)!, yo voy a los infiernos y, ya que por última vez te adoro, te ruego que protejas a los que dejo huérfanos y des al uno esposa amada, a la otra, noble esposo, y que, ya que yo, que soy su madre, muero, que no perezcan prematuramente mis hijos, sino que, dichosos, vivan en su patria bienaventurada».
Se llegó a todas las aras (15) que hay en el palacio de Admeto y las adornó, y oró, tejiendo una corona de ramos de mirto, sin dar gritos, sin gemir siquiera, y sin que su semblante se alterase un punto al aproximarse la hora funesta. Después entró en su tálamo y allí lloró y dijo: «Adiós, lecho en donde hice homenaje de mi virginidad al hombre por quien muero; no te aborrezco, pero a mí sola me has perdido, que perezco por no hacerte traición, ni tampoco a mi esposo. Otra mujer te poseerá, si no más casta, acaso más afortunada».
Se volvió y lo besó y lo regó todo con lágrimas abundantes que caían de sus ojos. Pero después que derramó copioso llanto, se alejó de él con los ojos bajos y abandonó el aposento nupcial, y muchas veces dejó el tálamo y volvió a él, y muchas otras se recostó en el lecho y se levantó de nuevo. Los hijos lloraban sin soltar los vestidos de su madre, y ella los besaba, ya abrazando al uno, ya al otro, como la que ha de morir en breve. Y todos los criados lloraban también, compadecidos de su dueña, y ella a todos ofrecía su diestra, y a ninguno, por bajo que fuese su ministerio, dejó de hablar, y él a ella.
Tales son las desdichas que ocurren en el palacio de Admeto: si él hubiese muerto, nada sentiría y, librándose de este trance, sufre tal dolor que jamás lo olvidará.
Coro
¿Y gime Admeto por estos males, forzado a perder tan incomparable esposa?
Esclava
Llora teniendo en sus brazos a su amada compañera y, queriendo imposibles, le ruega que no lo abandone: ella se consume y desfallece, aniquilada por su enfermedad, y pesa tristemente en su regazo. Sin embargo, aunque respira lentamente, desea ver la luz del sol. (Nunca más, y por la vez postrera, mirará sus rayos). Pero iré allá y anunciaré tu venida, porque no todos quieren bien a sus soberanos y, benévolos, los consuelan en sus males; no así tú, que eres antiguo amigo de mis dueños.
Primer semicoro
¡Ay, Zeus! ¿Cuál será el término de estos males y el remedio del desastre que amenaza a mis reyes?
Segundo semicoro
¿Sale alguien? ¿Cortaré mis cabellos y nos vestiremos ya negros ropajes?
Primer semicoro
Ya no hay duda, amigos, ya no hay duda alguna; pero roguemos a los dioses, cuyo poder es grande.
Segundo semicoro
¡Oh, rey Peán! (16), que encuentres algún alivio a los males de Admeto: concédelo, concédelo, ya que antes de ahora lo hallaste, y la librarás de la muerte y ahuyentarás al mortífero Plutón.
Primer semicoro
Hola, hola, oh, oh, hijo de Feres. ¡Qué desdicha es la tuya de perder a tu esposa!
Segundo semicoro
¿No merece esto el suicidio, y aun algo más que suspender el cuello de elevado lazo?
Primer semicoro
No a una mujer querida, sino a la más querida verás muerta hoy.
Segundo semicoro
Mira, mira cómo ella y su esposo salen del palacio. ¡Oh, clama! ¡Oh, gime, tierra ferea! Que la mejor de las esposas, devorada por la enfermedad, descenderá al infernal subterráneo de Plutón…
Coro
Nunca dejaré de negar que las nupcias traen más placer que dolor, y así lo infiero de lo que nos dice la tradición, y de esta desdicha del rey, quien, después de perder a su esposa, la mejor de todas, no podrá vivir una vida tolerable.
Alcestis
¡Sol y luz del día y aéreos torbellinos de ligeras nubes!
El pódcast de mitología griega
Admeto
A ti y a mí nos ven, a dos desdichados, que en nada pecaron contra los dioses como para morir.
Alcestis
¡Oh, tierra y techos de estos atrios y nupciales tálamos de Yolco, mi patria!
Admeto
Ten ánimo, ¡oh, desventurada! No me abandones, sino ruega a los dioses poderosos que de ti se apiaden.
Alcestis
Veo, veo una lancha de dos remos: Caronte (17), el barquero de los muertos, teniendo en sus manos el garfio, me llama ya. «¿Por qué vacilas? Date prisa: tú sola me detienes». Con estas palabras me insta.
Admeto
¡Ay de mí! ¡Qué amarga navegación me has recordado! ¡Oh, desventurada! ¡Qué horribles desdichas sufrimos!
Alcestis
Alguien, alguien me lleva —¿no lo ves?— a la mansión de los muertos. ¿Qué haces? ¡Suéltame! ¡Qué peregrinación emprendo, ay mísera!
Admeto
Triste para los que te aman, y aun más triste para mí y para tus hijos, que te llorarán conmigo.
Alcestis
Soltadme, soltadme: recostadme, que ya no puedo sostenerme. La muerte se acerca, y noche tenebrosa envuelve mis ojos. ¡Oh, hijos, hijos, ya no, ya no tenéis madre! ¡Adiós, hijos, y que veáis esta luz!
Admeto
¡Ay de mí! Oigo esta triste palabra, peor para mí que el último suplicio. No, por los dioses, no me abandones, no, por tus hijos, que dejarás huérfanos. Levántate, reanímate: si tú mueres, moriré también. Tú eres para mí todo, viva yo o no viva: solo a tu amor rindo culto.
Alcestis
Oh, Admeto —ves en qué estado me hallo—, quiero hablarte antes de morir. Dejo la vida probándote mi respetuoso amor y consiento en que veas esta luz al precio de ella, y, cuando en vez de esto, podría casarme con el tesalio que quisiera y habitar en palacio de reyes. No deseo vivir sin ti con hijos huérfanos de padre, ni me apiadé de mí poseyendo gracias juveniles, que me prometían largo deleite.
Pero tu padre y tu madre te hicieron traición, aun cuando por su edad bien podían haber muerto con decoro, y salvado a su hijo, y alcanzado gloria. Tú eras el único fruto de su himeneo, y, faltando, no tenían esperanza de engendrar otros. Y ambos hubiésemos vivido, y no gemirías huérfano de tu esposa ni educarías a hijos huérfanos también.
Pero algún dios ha dispuesto que así suceda. Sea, pues. Concédeme una gracia, teniendo presente que yo nunca te pediré demasiado, si la vida vale tanto, y será justo lo que te suplique. Tú mismo lo conocerás, si eres prudente, como creo, y amas a estos hijos no menos que yo: que sean ellos los señores en mi palacio, y no les des madrastra, que, como ha de ser peor que yo, por celos maltratará a tus hijos y a los míos. Te ruego, pues, que no te cases segunda vez. La madrastra que sucede a la esposa es enemiga de los frutos del anterior matrimonio y no más piadosa que una víbora.
Y el varón tiene en su padre gran defensa, porque le habla y con él se entiende; pero tú, ¡oh, hija mía!, ¿cómo te educarán mientras seas virgen para vivir honestamente, cual la esposa de tu padre? Torpe fama puede mancharte con su hálito, y en la flor de tu juventud desbaratar tus bodas. No será tu madre la que te lleve al altar del himeneo, ni te infundirá valor con su presencia en los dolores del parte, ¡oh, hija!, porque nadie es tan cariñoso como una madre.
Pero debo morir, y no mañana ni el día tercero de este mes (18), sino que dentro de muy poco me contarán entre los muertos. Reíd alegres, que tú, ¡oh, esposo!, puedes vanagloriarte de haber poseído la mejor de las mujeres, y vosotros, hijos, la mejor de las madres (19).
Coro
Ten confianza. No temo hablar por él: hará cuanto deseas si no pierde la razón.
Admeto
Se hará, se hará lo que ruegas. No temas, que, si yo te poseí viva, después de que mueras tú sola serás llamada esposa mía, y ninguna otra tesalia ocupará tu lugar, que no hay quien te iguale ni en nobleza ni en belleza.
A los dioses pido que me dejen gozar de la compañía de mis hijos, que de la tuya no he disfrutado como quería. No llevaré tu luto un año, sino mientras durare mi vida, ¡oh, esposa!, y odiaré a mi madre y rechazaré a mi padre, que me amaban en apariencia, no en realidad: tú me has salvado dando tu existencia por la mía.
¿Y no he de gemir perdiendo tal compañera? Se acabarán los banquetes, no vendrán ya mis comensales, y desaparecerán para siempre las coronas y los cánticos, que llenaban mi palacio. Jamás tocaré la lira, ni cantaré al son de la flauta líbica, que contigo se van todos mis placeres.
Tu imagen, obra de hábil artista, será colocada en mi tálamo, y me prosternaré ante ella y la ceñirán mis brazos, invocando tu nombre muchas veces, y se me figurará, aunque no sea cierto, que estrecho a mi esposa amada; frío deleite, según creo, pero suficiente, no obstante, para aliviar el peso que me oprime.
En mis sueños te aparecerás y me llenarás de gozo, que es grato ver de noche a los que amamos, en cualquier ocasión en que se presenten. Si yo tuviese el estro y la voz de Orfeo para aplacar con mis versos a la hija de Deméter, o a su esposo, descendería al infierno y te sacaría de él, sin temer al perro de Plutón ni al barquero que, apoyado en sus remos, transporta las almas, hasta que te restituyese a la luz.
Espérame allí, pues, cuando muera, y prepara la morada en donde vivirás conmigo. Una misma caja de cedro nos encerrará a ambos, y uno junto a otro descansarán nuestros cuerpos, que ni muerto me separaré de ti, ya que tú sola me has sido fiel.
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Coro
Y yo llevaré contigo triste luto, como un amigo por otro, por esta reina que tanto lo merece.
Alcestis
¡Oh, hijos!, ya habéis oído a vuestro padre, que me ha prometido no casarse jamás en daño vuestro ni olvidarse de mí.
Admeto
Y ahora lo ratifico, y así lo haré.
Alcestis
Bajo esta condición, recibe mis hijos de mi mano.
Admeto
Los acepto, caro presente de una mano también cara.
Alcestis
Que seas tú en mi lugar la madre de estos niños.
Admeto
Y mucho lo necesitan, huérfanos de ti.
Alcestis
¡Oh, hijos! ¡Cuando convenía que yo viviera, desciendo a los infiernos!
Admeto
¡Ay de mí! ¿Qué haré, pues, sin ti?
Alcestis
El tiempo mitigará tu pena: el muerto nada es.
Admeto
Llévame contigo, por los dioses, llévame allá abajo.
Alcestis
Basta conmigo, que muero por ti.
Admeto
¡Oh, destino! ¡Qué esposa me arrebatas!
Alcestis
En tinieblas los ojos ya me pesan.
Admeto
Yo también muero si me dejas, ¡oh, mujer!
Alcestis
Ya puedes decir que he muerto y que nada soy.
Admeto
Alza el rostro: no abandones a tus hijos.
Alcestis
Contra mi voluntad lo hago. ¡Adiós, hijos!
Admeto
Míralos, míralos.
Alcestis
Nada soy ya.
Admeto
¿Qué haces? ¿Nos abandonas?
Alcestis
Adiós.
Admeto
Yo muero, desventurado de mí.
Coro
Ya expiró, ya no existe la esposa de Admeto.
Eumelo
¡Ay de mí! ¡Cuánta es mi desdicha! Ya mi madre bajó a los infiernos: ya no respira, ¡oh, padre!, debajo del sol, sino que, abandonándome la infortunada me deja huérfano. Mira, mira sus párpados y sus manos inertes. Escucha, oye, madre, yo te lo ruego. Yo te llamo, yo, madre, tu tierno hijo, yo te llamo besando tus labios.
Admeto
Ya ni oye ni ve: grave calamidad nos ha herido a todos.
Eumelo
Tan joven, ¡oh, padre!, me veo abandonado, y me deja solo mi madre. ¡Oh, qué tristes penas sufro! Y tú, mi tierna hermana… (20) también te afliges… ¡Oh, padre!, en vano, en vano tomaste esposa, y no has llegado a la vejez en su compañía, que ha muerto antes: contigo, ¡oh, madre!, perece también tu familia.
Coro
Preciso es, ¡oh, Admeto!, que soportes con valor esta desventura: tú no eres ni el primero ni el último de los mortales que pierde una buena esposa. Recuerda, pues, que necesariamente todos hemos de morir.
Admeto
Lo sé, y este mal no ha sobrevenido de repente, pero, por lo mismo que me era conocido, me atormentaba hacía tiempo. Venga, pues, celebremos con pompa sus exequias: quedaos aquí y, relevándoos unos a otros, cantad lúgubre canción al cruel dios de los infiernos. Que todos mis súbditos de Tesalia lleven luto por esta mujer, corten sus cabellos y vistan negras ropas; y vosotros, los que uncís los caballos a las cuadrigas y cabalgáis en sendos corceles, cortad con el hierro sus crines. Que en la ciudad no se oiga el sonido de las flautas ni los acordes de la lira en doce lunas completas. Nunca daré sepultura a otro cadáver más amado, ni a quien más obligaciones deba: digna es de que yo la honre, ya que solo ha muerto por mí.
Coro
Estrofa 1.ª.— ¡Oh, hija de Pelias! Que habites contenta en el palacio tenebroso de Plutón, y que sepa el dios de negra cabellera (21) y el anciano que con el remo y el timón transporta sentado a los muertos que la mujer más buena, sí, la más buena, atravesará la laguna Aquerontia en la birreme barquilla.
Antístrofa 1.ª.— Mucho te celebrarán los poetas y la rústica lira de siete cuerdas y canciones no acompañadas de ella, cuando los años, en su curso, traigan en Esparta el aniversario del mes carneo (22) y se vea la luna en toda su plenitud y en la brillante y feliz Atenas. Inagotable materia dejas al morir a los que rinden culto a las musas.
Estrofa 2.ª.— Ojalá que en mi mano estuviera, ojalá que me fuese posible devolverte a la luz desde el palacio de Plutó y las ondas del Cocito (23) con los remos del río infernal: que tú, la única, la mujer más querida, tú sola has consentido en rescatar de los infiernos a tu esposo al precio de tu vida. Leve sea la tierra que te cubra, oh, mujer. Si tu marido eligiere nuevo tálamo, muy odioso me será, sin duda, y también a tus hijos.
Antístrofa 2.ª.— Como ni su madre ni su anciano padre quisieran morir por Admeto, habiéndolo engendrado, ni consintieran en salvarlo a pesar de sus blancos cabellos, tú en la flor de tu juventud te sacrificaste por tu esposo. Que me sea dado tener en mi lecho una compañera tan leal, que es suerte rara en la vida: viviría conmigo siempre sin molestia.
Histori(et)as de griegos y romanos


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Heracles
Extranjeros que habitáis esta tierra de Feras: ¿podré encontrar a Admeto en su palacio?
Coro
En él está el hijo de Feres, ¡oh, Heracles! Pero di: ¿qué asunto te trae a la región de los tesalios? ¿Cuál es la causa de tu venida a la ciudad ferea?
Heracles
Dar remato a uno de los trabajos que me impone el tirintio (24) Euristeo.
Coro
¿Y a dónde vas? ¿Qué errante peregrinación te ha ordenado?
Heracles
Robar el carro de cuatro caballos del tracio Diomedes.
Coro
¿Y cómo podrás conseguirlo? ¿No sabes acaso quién es ese extranjero?
Heracles
No: nunca estuve en territorio bistonio (25).
Coro
Sin pelear no te harás dueño de los caballos.
Heracles
Pero tampoco podía oponerme a este trabajo.
Coro
Tendrás que matarlo para volver, o allí morirás.
Heracles
No será, sin duda, mi primera lucha.
Coro
¿Y qué ganarás si lo vences?
Heracles
Traer los caballos al rey de Tirinto.
Coro
No es fácil hacerles tascar el freno.
Heracles
Lo tascarán, a no respirar fuego.
Coro
Pero despedazan en un momento a los hombres.
Heracles
La carne humana es pasto de las fieras de los montes, no de caballos (26).
Coro
Verás los pesebres teñidos de sangre.
Heracles
¿Quién es padre del que se jacta de darles tal alimento?
Coro
Ares (27) es el señor de los tracios armados de peltas, ricos en oro.
Heracles
Tal es uno de los trabajos, que el Destino me ordena (siempre cruel y extremado conmigo), puesto que he de pelear con los hijos de Ares, primero con Licaón (28), después con Cicno, y en tercer lugar con los caballos y con su dueño. Pero nadie podrá decir nunca que el hijo de Alcmena ha temido a ningún enemigo.
Coro
Mira a Admeto nuestro soberano, que sale de su palacio.
Admeto
Salve, hijo de Zeus, de la sangre de Perseo (29).
Heracles
Salve tú, Admeto, rey de los tesalios: que seas feliz.
Admeto
Tal sería mi deseo: ya antes me has dado pruebas de tu benevolencia.
Heracles
¿Qué significa esta lúgubre tonsura?
Admeto
Hoy he de sepultar cierto cadáver.
Heracles
Que los dioses libren de males a tus hijos.
Admeto
Mis hijos viven en el palacio.
Heracles
¿Quizá habrá muerto tu padre, ya de edad avanzada?
Admeto
Vive, y mi madre también, oh, Heracles.
Heracles
¿Ha muerto acaso tu mujer Alcestis?
Admeto
De dos maneras distintas podría replicarte.
Heracles
¿Y hablas de ella como si estuviese muerta o como si viviese todavía?
Admeto
Existe y no existe, y su recuerdo me llena de dolor.
Heracles
Nada entiendo: pronuncias palabras incomprensibles.
Admeto
¿Ignoras su destino?
Heracles
Sé que se había obligado a morir por ti.
Admeto
¿Cómo ha de existir, pues, si consintió en esto?
Heracles
¡Ah! No llores a tu esposa antes de tiempo: espera que llegue su día.
Admeto
El que había de morir ha muerto, y el muerto ya no existe (30).
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Heracles
Diferencia hay: tal es la opinión común sobre el ser y el no ser.
Admeto
Tú piensas así, Heracles, y yo, de otra manera.
Heracles
Y al fin, ¿por qué lloras? ¿Cuál de tus amigos es el difunto?
Admeto
Una mujer: de ella hablé hace poco.
Heracles
¿Extranjera o parienta tuya?
Admeto
Extranjera, aunque, por otra parte, era de mi familia.
Heracles
¿Y cómo perdió la vida en tu palacio?
Admeto
Muerto su padre, se educó en él como huérfana.
Heracles
¡Ay de mí! ¡Ojalá, Admeto, que no te encontrara agobiado por ese dolor!
Admeto
¿Y por qué hablas así?
Heracles
Buscaré hospitalidad en otra parte.
Admeto
No debes hacerlo, oh, rey: mucho lo sentiría.
Heracles
Molesta es a los que lloran la venida de un huésped.
Admeto
Los muertos muertos están: vente a mi palacio.
Heracles
No parece bien sentarse a la mesa de amigos afligidos.
Admeto
El aposento para los huéspedes, que te aguarda, está separado del palacio.
Heracles
Déjame ir, que me harás singular favor.
Admeto
No debes ausentarte en busca de otro albergue. Ve delante (a uno de sus sirvientes), abre los aposentos para los huéspedes, que no comunican con mi morada (31), y manda a los esclavos que los sirven que te den abundante alimento; cerrad por dentro la puerta que da al palacio, pues no está bien que quienes cenan oigan nuestros lamentos ni que contristemos a los huéspedes.
Coro
¿Qué haces? Tú, víctima de tan intolerable calamidad, ¿te atreves a recibir huéspedes? ¿Deliras acaso?
Admeto
¿Y me alabarías, por ventura, si rechazase de mi morada y de Feras al que me pide hospitalidad? No seguramente, que en nada se disminuiría mi mal, y me llamarían inhospitalario, y a mis desdichas domésticas se añadiría la de recibir mi palacio ese dictado odioso. Heracles es el mejor de mis huéspedes cuando voy al árido país de Argos.
Coro
¿Cómo, pues, ocultabas la calamidad presente a ese recién venido, tu amigo, según dices?
Admeto
No hubiera entrado en mi palacio, conociendo mis males. Y me parece que, si acaso se los participio, no aprobará mi conducta ni me alabará; pero mis atrios no están acostumbrados a rechazar ni a despreciar a los extranjeros.
Coro
Estrofa 1.ª.— Oh, palacio de varón liberal, que a muchos has hospedado, al Pitio Apolo, poderoso por su lira, su más digno habitante, que se rebajó hasta el punto de ser pastor de tus ovejas, cantando pastoriles epitalamios en las tendidas laderas con deleite de sus ganados.
Antístrofa 1.ª.— Y atraídos por sus cantos pastaban cerca de Apolo pintados linces (32), y le acompañaba un escuadrón de rojos leones, abandonando los bosques Otrios (33) y, junto a tu cítara, oh, Febo, saltaba el manchado cervatillo cruzando con pies ligeros entre los ásperos abetos, alegre y bullicioso con tus versos.
Estrofa 2.ª.— Por esto habita un palacio, riquísimo en ovejas, cerca de la laguna Boebia, de cristalina corriente, y por límites de sus campos y tierras aradas tiene el cielo de los molosos hacia donde el sol se pone y domina en el mar Egeo hasta la costa escarpada del Pelión.
Antístrofa 2.ª.— Y ahora, húmedos sus párpados, abre las puertas de su palacio para dar hospitalidad, y llora en su regia mansión la reciente muerte de su muy amada esposa. Las almas nobles son naturalmente bondadosas, y los hombres de bien disfrutan de los dones de la sabiduría. Confianza abrigo en mi corazón de que su piedad ha de contribuir a que le sea propicia la fortuna.
Admeto
Benévolos habitantes de Feras, que estáis aquí presentes: ya los sirvientes llevan el cadáver, adornado con toda pompa, a la pira y al sepulcro. Vosotros, como es costumbre, saludad a la difunta, que sale ahora a recorrer su último camino.
Coro
Veo a tu padre, que se acerca con trémulos pasos, seguido de sus sirvientes, quienes traen en sus manos tristes galas para ofrecerlas en los funerales de tu esposa.
Feres
Como tú siento tus males, oh, hijo: has perdido (y nadie podrá contradecirlo) una esposa buena y casta. Pero es menester que te resignes, por insufrible que sea tu desdicha. Acepta estos dones, que cubrirá la tierra: debemos honrar este cuerpo, ya sin vida para salvar la tuya; no ha consentido que la muerte me robe mis hijos, ni que la tristeza consumiese mi vejez privado de ti. Todas las mujeres deben alabarla eternamente por su valor en ejecutar tan gloriosa hazaña. Adiós tú, que salvaste a este y nos diste la mano cuando caíamos: que plácida descanses en el palacio de Plutón. Con tales esposas debían casarse los mortales y nada perderían, pues de otra manera no les conviene contraer himeneo.
Admeto
Ni yo te he llamado (34) para que vengas a estos funerales, ni me es grata tu presencia. Y jamás le servirán tus dones, que nada tuyo necesita para ser enterrada. Debieras haber llorado cuando yo estaba amenazado de muerte, pero te alejaste y consentiste que muriese otra más joven, siendo tú viejo, y ahora te lamentas de la suerte de esta. No verdaderamente has sido para mí un padre, ni la que dice que me dio a luz y por eso la llaman mi madre, sino que, nacido de sangre de esclavo, me allegaron a escondidas a los pechos de tu esposa (35).
Viniendo ahora has probado quién eres, y no creo que puedas llamarme hijo tuyo. Cobarde apareces como ninguno, cuando en edad tan avanzada, y habiendo llegado al término de la vida, no quisiste ni osaste morir por tu hijo, sino que aprobaste el sacrificio de esta mujer extraña, a la cual, después de esto, miraré como si hubiese sido a un tiempo mi padre y mi madre. Y renunciaste voluntariamente a la lucha, gloriosa para ti, de dar por tu hijo una vida, que de todas maneras habías de perder en breve: si lo hubieses hecho, esta y yo hubiésemos vivido tranquilos el resto de nuestros días, y no gemiría por estos males, privados de mi esposa.
Sin embargo, disfrutaste de cuanto puede gozar un hombre feliz: reinaste joven y me engendraste para heredar tu cetro, y te libraste de morir sin descendencia y de dejar abandonado este palacio para servir a otros extraños. No dirás por eso que yo, menospreciando tu vejez, he merecido que me condenes a esa pena; siempre te honré como pocos y, en agradecimiento de esto, tú y mi madre me correspondisteis de esa manera.
Date, pues, trazas de tener pronto otros hijos que te alimenten ya viejo y te sepulten con pompa y celebre en tu obsequio suntuosos funerales. No seré yo quien lo haga, que he muerto ya para ti, si atendemos a tu probada voluntad; y si he encontrado otro salvador y veo la luz, digo que seré un hijo y cuidaré con ternura de su vejez. Vanamente los ancianos desean morir, maldiciendo la senectud y larga vida; si la muerte se acerca, ninguno la desea, y ya la vejez no les parece tan intolerable (36).
Coro
Dejaos de eso ahora: bastante tiene con la calamidad presente, oh, Admeto. No exasperes a tu padre.
Feres
¡Oh, hijo! ¿A quién insultas con tales oprobios? ¿A algún esclavo tuyo lidio o frigio? (37). ¿Ignoras acaso que yo soy tesalio y que lo era también mi padre, y hombre libre, según la ley? Con harta injuria me tratas y, ya que has lanzado contra nosotros esos dicterios juveniles, no te irás de aquí sin oír lo que mereces.
Yo, que te engendré para mandar en este palacio y te eduqué, no debo morir por ti, que ni mis padres ni los griegos me han enseñado que los padres han de morir por sus hijos. ¿Qué injusticia he cometido contigo? ¿De qué bien te he privado? No mueras tú por mí, ni yo tampoco por ti. Gozas viendo la luz, y ¿por qué has de creer que a tu padre no le sucede lo mismo? He pensado que debe ser insoportable vivir en el infierno y que, por corta que sea la vida, es, no obstante, dulce.
Tú sí que temes la muerte sin decoro y vives evitando tu funesto destino y arrancando a esta la vida; y tú, el más pusilánime de todos, ¿me acusas de cobarde, vencido por una mujer que muere por ti, oh, bello jovencito? ¡Sagazmente discurriste no perecer jamás, si persuades siempre a tu esposa de que imite a Alcestis y después afrentas a tus amigos que no han querido hacerlo, siendo tú tan tímido! Calla y piensa que, si tú amas tanto la vida, los demás también la aman; y, si me maldices, yo te devolveré tu maldición, y no sin justicia.
El pódcast de mitología griega
Coro
Sobradas injurias se han oído ya y se oyeron antes. Deja, ¡oh, anciano!, de maldecir a tu hijo.
Admeto
Habla, que yo hablé ya; pero, si te amarga la verdad, no debieras haber faltado en mi daño.
Feres
Pecara, sin duda, muriendo por ti.
Admeto
¿Es lo mismo que perezca un hombre en la flor de sus años que un anciano?
Feres
Está dispuesto que vivamos una sola vez, no dos.
Admeto
¡Así vivirás más que Zeus!
Feres
¿Conque insultas injustamente a tus padres?
Admeto
Ya sé que no te desagrada una larga vida.
Feres
¿Pero no entierras en tu lugar este cadáver?
Admeto
Prueba indubitable de tu timidez, oh, tú, el más cobarde de los hombres.
Feres
Nadie afirmará que ha muerto por mi causa: no lo dirás tú, en verdad.
Admeto
¡Ay de mí! ¡Ojalá que algún día me necesites!
Feres
Cásate muchas veces, y habrá más mujeres que mueran por ti.
Admeto
Es para ti una afrenta: tú no quisiste dejar la vida.
Feres
Me agrada esta luz: es de Apolo y me place sin duda.
Admeto
Cobarde eres, no cual conviene a los hombres.
Feres
No te burlarás de mí enterrando el cadáver de un anciano.
Admeto
Y morirás sin gloria cuando llegue tu última hora.
Feres
Después de muerto pueden decir de mí lo que quieran.
Admeto
¡Ay, ay de mí! ¡Qué impudente vejez! (38).
Feres
Alcestis no fue impudente, pero fue necia.
Admeto
Vete y déjame sepultar este cadáver.
Feres
Me iré y lo sepultarás, habiendo sido tú causa de su muerte; pero todavía pagarás lo que debes a sus parientes. No será hombre Acasto (39) si no venga a su hermana.
Admeto
Que mueras tú y tu compañera. Sobrevivid a vuestro hijo, vegetad como merecéis, que nunca habitaréis conmigo bajo el mismo techo. Si pudiera renegar de tu paternidad por medio de pregoneros, no vacilaría en hacerlo. Pero vamos (ya que es preciso sufrir el mal presente) a acompañar el cadáver a la pira.
Coro
Ay, ay de mí, desventurada por tu osadía. Adiós, noble y la mejor de las mujeres: que Plutón y el infernal Hermes te acojan benévolos, y, si allí hay premio para los buenos, que participes de él y te sientes junto a la esposa del rey de los infiernos (40).
Esclavo
Muchos huéspedes he visto en el palacio de Admeto de distinta procedencia, a quienes he servido a la mesa; pero jamás traspasó sus puertas ninguno como este. En primer lugar, aunque vio llorar a mi amo, entró en él sin miramiento. Después no aceptó con modestia los presentes que se le hicieron, sabedor de nuestra desdicha, y, si algo le faltaba, nos llamaba hasta que se lo llevábamos.
Y tomando en su mano la copa de hiedra, bebió el vino puro de negra uva hasta que sus ardientes vapores lo envolvieron, y coronó su cabeza de ramos de mirto, aullando y cantando desatinos.
Se oía una doble melodía: él entonaba sus canciones sin cuidarse de los males que afligen al palacio de Admeto, y nosotros los siervos llorábamos a nuestra soberana y, sin embargo, ocultábamos al huésped las lágrimas de nuestros ojos, como nos lo había mandado nuestro amo.
Y yo ahora lo invito al banquete, cuando será quizá algún ratero redomado, o algún salteador, mientras mi dueña deja su morada, y no la acompaño, ni levanto al cielo mis manos, ni la lloro, cuando era mi madre y la de todos los esclavos, librándonos de innumerables males siempre que aplacaba con su dulzura las iras de su esposo. ¿No he de aborrecer a un huésped que en tan mala ocasión ha llegado?
Heracles
¡Ay de ti! ¿Por qué me miras con esos ojos torvos e inquietos? No agradan a los huéspedes los tristes sirvientes, sino que los traten con cortesía. Tú, al contrario, que ves delante de ti a un amigo de tu dueño, con tu semblante compungido y fruncidas cejas descubres a las claras la aflicción que te causan males ajenos.
Acércate aquí, para que aprendas a ser más comedido. ¿Conoces la naturaleza humana? Yo creo que no. ¿Y cómo había de ser? Óyeme, pues. Necesariamente han de morir todos los hombres, y no hay uno que pueda contar con el día de mañana. Todos ignoramos el camino que lleva la Fortuna, y ni puede adivinarse ni hay arte que lo enseñe.
Ya que has oído esta lección de mí, alégrate y bebe, mira como tuyos estos instantes, y de los demás no te acuerdes. Rinde culto a Afrodita, la diosa más grata a los mortales y la más afable. De nada más te cuides, y sigue mi consejo si, como yo creo, te parece razonable. ¿No abandonarás tu excesiva tristeza y beberás conmigo atravesando estas puertas coronado con guirnaldas? No dudes que el ruido de las copas te llevará a otra región más alegre, y disipará tu pena y tus cuidados. Como somos mortales, debemos saber lo que nos interesa, puesto que, a mi juicio, para los tristes y austeros la vida no es vida, sino una calamidad (42).
Histori(et)as de griegos y romanos


Lo más probable es que ames el latín, el griego, el mundo clásico en general...
Si te gustan los griegos y romanos, el mundo antiguo y las historias, historietas y anécdotas… tengo histori(et)as de griegos y romanos para ti.
Cada día recibirás un correo con una histori(et)a de griegos al principio y más tarde de romanos. Las lees en menos de cinco minutos.
Esclavo
Lo sabemos, pero no está ahora mi ánimo para tomar parte en banquetes y bromas.
Heracles
La muerta es una mujer extranjera: no llores, pues, más de lo justo, que viven los dueños de este palacio.
Esclavo
¿Cómo que viven? ¿Ignoras la desgracia ocurrida en él?
Heracles
Acaso me haya engañado tu dueño.
Esclavo
Excesiva es su bondad para con los huéspedes.
Heracles
¿Y por celebrar los funerales de un extranjero no debía tratarme bien?
Esclavo
Sin duda los funerales son peregrinos en demasía.
Heracles
Nada me ha dicho por ventura de alguna otra calamidad que le haya sobrevenido.
Esclavo
No te inquietes: las desdichas de nuestros dueños solo a nosotros afectan.
Heracles
Tus palabras no aluden seguramente a males extraños.
Esclavo
A no ser así, de ningún modo debiera contristarte cuando piensas disfrutar de los placeres de la mesa.
Heracles
¿Habré acaso sufrido grave injuria de los que me dan hospitalidad?
Esclavo
No has llegado al palacio en la mejor ocasión para que se te hospede: estamos de luto, y ya ves nuestra cabeza rasurada y nuestros negros vestidos.
Heracles
Pero ¿quién es el muerto? ¿Alguno de los hijos de Admeto o su anciano padre? (43).
Esclavo
Quie ha fallecido, oh, huésped, es su esposa Alcestis.
Heracles
¿Qué dices? ¿Y después me disteis hospitalidad?
Esclavo
Hubiese sentido que te rechazara este palacio.
Heracles
¡Oh, desventurado! ¡Qué mujer perdiste!
Esclavo
Todos perecemos, no ella sola.
Heracles
Ya me lo figuré, sin embargo, al ver su semblante, sus ojos llorosos y su cabeza rasurada; pero me hizo creer lo contrario asegurándome que celebraba esos funerales en honor de un extranjero. Contra mi voluntad traspasé estas puertas y he bebido en el palacio de un hombre hospitalario, víctima de tal desdicha. ¿Y en tan triste aflicción me regalé coronando mi cabeza? ¿Tú, hombre, por qué no me dijiste que pesaba sobre esta familia tan grave infortunio? ¿En dónde la sepulta? ¿En dónde podré encontrarla?
Esclavo
Fuera de las murallas y cerca del camino, que lleva derecho a Larisa (44), verás un elegante túmulo (45).
Heracles
¡Oh, corazón, que tantas empresas ostaste! ¡Oh, alma mía!, prueba de que naciste de Zeus y de Alcmena la tirintia, hija de Electrión! Ahora debo salvar a la mujer, que ha muerto hace poco, devolver a Alcestis a este palacio, y probar a Admeto mi gratitud.
Iré, pues, al Hades a visitar al rey de los muertos, de negro manto vestido, y lo acecharé, y acaso lo encuentre junto al túmulo, bebiendo la sangre de las víctimas. Y si me oculto y salgo de repente, me apodero de él y lo ciñen mis brazos, no hay quien pueda arrancarme sus miembros magullados a no soltar esa mujer.
Y si se me escapa esta presa y no viniera a saborear la ensangrentada torta (46), descenderé al oscuro palacio de los infiernos, en donde habitan Plutó y Perséfone, y les pediré a Alcestis, y espero traerla y entregarla al huésped que me da asilo en su palacio y no me rechaza a pesar de su grave desdicha; al contrario, la oculta por mi causa, llevado de su nobleza.
¿Qué pueblo será más hospitalario que el tesalio? ¿Qué griego, más que Admeto? No dirá, pues, que ha sido benéfico con un ingrato, y que su generosidad no obtiene recompensa.
Admeto
¡Ay, ay de mí! ¡Triste es para mí el acceso a este solitario palacio, triste su aspecto! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ah! ¡Ah! ¿Adónde iré? ¿En dónde me detendré? ¿Qué diré? ¿Qué no diré? ¡Ay, si muriera! ¡Desventurado nací! ¡Dichosos los muertos, envidiable es su suerte: yo desearía habitar entre ellos! No me alegra la luz, ni que mis pies huellen la tierra. ¡Funesta prenda, que me ha arrebatado la muerte para entregarla a Plutón!
Coro
¡Sigue, sigue tu camino! Ocúltate en el ángulo más recóndito de tu palacio.
Admeto
¡Ay, ay de mí!
Coro
Lamentables son tus males.
Admeto
¡Ah! ¡Ah!
Coro
Natural es tu dolor: bien lo sé.
Admeto
¡Ay, ay!
Coro
Pero en nada puedes favorecer a la muerta.
Admeto
¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Coro
Triste es no ver más el semblante de una esposa amada.
Admeto
Me has recordado lo que contrista mi ánimo. ¿Qué desdicha mayor para un hombre que perder una esposa fiel? ¡Ojalá que nunca hubiese contraído himeneo ni vivido con ella en este palacio! ¡Felices los célibes y los que no tienen descendencia! Un alma sola es la suya (47), y sufrir con ella mediana carga; pero intolerable es contemplar los lechos nupciales devastados por la muerte, y las enfermedades de los hijos, dependiendo de nosotros vivir siempre libres de tales molestias.
Coro
El destino, el destino incontrastable lo dispuso.
Admeto
¡Ay, ay de mí!
Coro
Y no vencerás tus dolores…
Admeto
¡Ah! ¡Ah!
Coro
Insufribles son en verdad, pero…
Admeto
¡Ay, ay de mí!
Coro
Resígnate: no eres tú el primero que ha perdido…
Admeto
¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Coro
… su esposa: otras desdichas agobian también a los demás hombres.
Admeto
¡Oh, luto y eterna aflicción por la muerte de la que amo, ahora debajo de la tierra! ¿Por qué me impediste arrojarme en su tumba y, con ella, con esa mujer, la mejor de todas, yacería yo también sin vida? Dos almas fidelísimas obedecerían a Plutón en vez de una, y ambas habrían atravesado juntas el lago infernal.
Coro
Yo tuve un pariente cuyo hijo único, digno de ser llorado, murió en su casa (48); pero soportaba con moderación su desgracia, aun cuando quedó huérfano de edad ya provecta, y blancos sus cabellos.
Admeto
¡Qué triste aspecto tiene este palacio! ¿Cómo entraré en él? ¿Cómo habitaré en él, trocada mi fortuna? ¡Ay de mí! ¡Grande es mi desventura! Penetré en él en otro tiempo, cuando celebré mi himeneo, a la luz de las antorchas del Pelión (49), llevando de la mano a mi amada esposa: muchedumbre de amigos me acompañaba, ensordeciendo el aire con sus cantos y alabando mi ventura y la de ella, hoy muerta, porque nobles ambos, y de noble estirpe, nos habíamos desposado; ahora se oyen lamentaciones que odia Himeneo y, envuelto no en blancos sino en negros vestidos, me encamino al aposento desierto, en donde yace mi nupcial tálamo.
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Coro
Te sobrevino esta pena cuando te sonreía la fortuna y no conocías los males, pero no perdiste la vida. Murió la esposa, quedó su amor. ¿Qué hay de nuevo en esto? La muerte de una compañera ha roto muchos lazos como el tuyo.
Admeto
Mejor es el destino de mi esposa, ¡oh, amigos!, que el mío, aunque no lo parezca. Ni sufrirá ya más dolores ni padecerá molestias de que se ha libertado con gloria; pero yo, que no debía existir, libre ya de la muerte, pasaré triste vida.
Ahora, ahora lo conozco: ¿cómo entraré en mi palacio? ¿A quién llamaré, y quién me llamará? ¿Cómo hollaré contento sus umbrales? ¿Adónde me dirigiré? Me rechazará la soledad, que reina dentro, cuando contemple vacío el aposento de mi esposa y las sillas en que se sentaba y nada más que el suelo y el techo; sus hijos caerán a mis rodillas llorando a su madre, y otros gemirán por la dueña del alcázar que han perdido.
Esto, en mi palacio: fuera no me dejarán sosegar los ruegos de los tesalios para que otra vez me case, y largo séquito de mujeres; yo no tengo valor para ver las compañeras de mi esposa. Todos mis enemigos hablarán así de mí: «Vedlo, vedlo deshonrado: no tuvo valor para morir, sino que, vendiendo cobardemente a su cónyuge, conservó la vida, y después de esto ¿creerá que es hombre?, y aborrece a su padre cuando él no quiso perecer» (50). Así me infamarán para poner el colmo a mi desdicha. ¿Por qué, pues, he de desear la vida, oh, amigos, si he de oír tales injurias, y tan hondamente afligido?
Coro
Estrofa 1.ª.— También frecuentaba yo el trato de las musas, y me remonté al empíreo, y después de profanos estudios nada encontré tan poderoso como la necesidad ni hallé remedio alguno contra ella en las tablas tracias, que dictó la voz de Orfeo (51), ni en los medicamentos innumerables, que Febo enseñó a los descendientes (52) de Asclepio, manantial de salud para los míseros mortales.
Antístrofa 1.ª.— De nada sirve acudir a las aras de esta diosa, ni tampoco adorar su imagen: no hace caso de las víctimas. Que jamás en mi vida, ¡oh, venerable deidad!, se más infortunada de lo que he sido hasta ahora. Tú ejecutas cuanto Zeus ordena. Tú doblegas por la fuerza el hierro de los cálibes (53), y no hay poder bastante para torcer tu voluntad.
Estrofa 2.ª.— Y te estrechó, ¡oh, Admeto!, con sus lazos inevitables. Resígnate, pues, por más que llores, nunca devolverás a la luz a los que murieron y yacen en los infiernos. Hasta a los hijos de los dioses se lleva la Muerte a las mansiones subterráneas. La amábamos cuando con nosotros vivía, la amamos después de muerta: noble como ninguna era la compañera de tu lecho.
Antístrofa 2.ª.— Que el túmulo de tu esposa no sea un montón de tierra como el de los demás difuntos, para que lo adoren los caminantes y le rindan culto, igual al de los dioses. Y alguno dirá, torciendo sus pasos: «Esta murió en otro tiempo por su esposo: ahora es diosa bienaventurada; salve, ¡oh, mujer venerando!: que nos concedas la felicidad». Tales voces la saludarán. Pero he aquí al hijo de Alcmena, ¡oh, Admeto!, que se acerca a tu palacio.
Heracles
Con libertad, ¡oh, Admeto!, debemos hablar a los amigos, y no callar, guardando en el pecho nuestras reconvenciones. Como yo llegué a tiempo para acompañarte en tus desdichas, creí que me las hubieses participado para poner a prueba mi amistad; pero me hospedaste en tu palacio como si solo te afligiera mal ajeno, cuando el cadáver de tu esposa yacía en su féretro. Y coroné mi cabeza y ofrecí libaciones a los dioses en tu triste palacio.
Y sin embargo, me quejo, me quejo de esto, aunque sienta agravar tus desdichas. Te diré la causa que me trae aquí de nuevo. Guárdame esta mujer que te entrego hasta que vuelva con los caballos de Tracia, después de matar al tirano bistonio. Si la suerte no me es contraria, como deseo, volveré y, mientras tanto, te la doy para que sirva a tu familia.
Con mucho trabajo llegó a mi poder: asistí a un certamen te atletas en que se proponía un premio digno de esfuerzo, y en él la he conseguido ganando la victoria. A los vencedores en más fácil combate se daba un caballo; ganados a los que lograban la palma en más grave contienda, como en la lucha y en el pugilato; después seguía esta mujer y, como me encontraba allí casualmente, me pareció vergonzoso despreciar tan gloriosa recompensa.
Cuida, pues, de ella, como te he dicho: no la he robado, que la gané peleando y acaso me lo agradecerás algún día.
Admeto
No por menosprecio ni por enemistad te oculté la suerte sin ventura de mi esposa, sino porque, además de este dolor, hubiera sentido otro si en distinto albergue buscaras hospitalidad: me bastaba deplorar aquella desdicha.
En cuanto a esta mujer, te ruego, ¡oh, rey!, que, si me lo permites, la deposites en poder de otro cualquier tesalio, ya que entre los fereos cuentas con muchos amigos, y así no me recordará mis penas. No podría menos de llorar viéndola en mi palacio: no aumentes mi aflicción, que bastante tengo con la intolerable calamidad que ya conoces.
¿En qué parte del palacio se podrá educar tan tierna joven? Porque lo es, si algo significan su vestido y sus atavíos (54). ¿Habitará, pues, bajo el mismo techo que los hombres? ¿Y cómo se conservará pura entre jóvenes? No es fácil refrenarlos, ¡oh, Heracles!, y solo de lo que te interesa me preocupo ahora.
¿La llevaré acaso al ala del palacio, en donde se halla el tálamo de la difunta? ¿Y cómo le he de conceder su lecho? Temo dos clases de reconvenciones: una de los ciudadanos, no sea que alguno me reprenda porque, faltando a una esposa adorable, duermo con otra doncella; y otra, de la muerta (digna de mi respeto) por el poco caso que de ella hago.
Mas sabe tú, ¡oh, mujer!, seas quien fueres, que tu figura es la misma que la de Alcestis, y tu cuerpo, semejante al suyo. ¡Ay de mí! Por los dioses, quita esta mujer de mi presencia: no me asesines, que harta es mi desventura. Me parece que veo a mi esposa cuando la miro: se turba mi corazón, y ríos de lágrimas brotan de mis ojos. ¡Oh, desventurado de mí! Ahora comprendo la amargura de mi suerte.
Coro
Yo no puedo alegrarme de tu infortunio, pero, sea cual fuere el don que los dioses te ofrezcan, debes aceptarlo.
Heracles
¡Ojalá que fueste tanto mi poder, que de los infiernos trajese a la luz a tu esposa y te probara así mi amistad! (55).
Admeto
Ya sé lo que deseas; pero ¿cómo lograrlo? No es posible que los muertos vuelvan a ver la luz.
Heracles
No seas exagerado en tu dolor: súfrelo con moderación.
Admeto
Es más fácil exhortarme a ello que tolerarlo.
Heracles
¿Y qué ganarás gimiendo siempre?
Admeto
Lo sé también, pero me arrebata el amor que me inspiraba.
Heracles
Amar a un muerto es fuente de lágrimas.
Admeto
Mi desgracia es superior a toda expresión.
Heracles
Perdiste una buena esposa: ¿quién lo negará?
Admeto
Hasta el punto de que la vida no tiene encantos para mí.
Heracles
El tiempo mitigará tu pena, ahora en todo su vigor.
Admeto
El tiempo, es verdad, si el tiempo es la muerte.
Heracles
Te consolará una mujer, y desearás celebrar nuevas bodas.
Admeto
Calla. ¿Qué has dicho? No lo esperaba de ti.
Heracles
¿Cómo, pues? ¿No elegirás una compañera y dejarás vacío tu lecho?
Admeto
Ninguna dormirá a mi lado.
Heracles
¿Y eso aprovechará algo a la difunta?
Admeto
Esté donde estuviere, es menester honrarla.
Heracles
Alabo, alabo tu propósito, pero no deja de ser una necedad.
Admeto
Y haces bien, porque nunca me llamarás esposo de otra.
Heracles
Lo alabo, porque eres fiel amante de Alcestis.
Admeto
Moriré si le falto, aunque ya ella no exista.
Heracles
Haz, sin embargo, lo posible por acoger dignamente en tu palacio a la que te presento.
Admeto
No, por Zeus tu padre.
Heracles
Y no obrarás bien si lo no haces.
Admeto
Y si lo hago, el dolor desgarrará mi pecho.
Heracles
Sigue mi consejo: quizá a trueque de este favor obtendrás proporcionada recompensa.
Admeto
¡Ay de mí! ¡Ojalá que nunca hubieras vencido en la lucha!
Heracles
Tú también venciste conmigo.
Admeto
Bien has dicho, pero que esta mujer se vaya.
Heracles
Se irá si conviene, pero reflexiónalo primero.
Admeto
Así ha de ser, si no quieres indisponerte conmigo.
Heracles
Sé muy bien las razones que tengo para insistir tanto en mi propósito.
Admeto
Tú triunfas, mas no me es grata tu acción.
Heracles
Pero llegará tiempo en que me alabes: obedéceme siquiera ahora.
Admeto
Lleváosla, pues, si la he de recibir en mi palacio.
Heracles
No sé yo quien la entregue a tus sirvientes.
Admeto
Guíala tú mismo, si quieres.
Heracles
Al contrario: la dejaré en tus manos.
Admeto
No la tocaré: puede ir cuando quiera a mi palacio.
Heracles
Solo a tu diestra la confío.
Admeto
¡Oh, rey!, me obligas contra mi voluntad.
Heracles
Atrévete a extender la mano y a tocar a tu huéspeda (56).
Admeto
Ya la extiendo, volviendo mi cabeza como si hubiese de mirar el rostro de la gorgona.
Heracles
¿La estrechas ya?
Admeto
Sí.
Heracles
Está bien. Guárdala, pues: algún día dirás que el hijo de Zeus es un noble huésped. (Le quita el velo). Mírala: quizá te parezca semejante a tu esposa. Ya eres feliz: ya debe acabar tu dolor.
Admeto
¡Oh, dioses! ¿Qué diré? ¡Milagro inesperado! ¿Miro verdaderamente a mi esposa o mi alegría es juguete de algún dios?
Heracles
No es eso: la que ves es tu misma esposa.
Admeto
¿Será, acaso, algún espectro infernal?
Heracles
No vayas a creer que tu huésped es encantador (57).
Admeto
¿Pero es esta mi esposa, la que sepulté hace poco?
Heracles
No tengas la menor duda, aunque no es extraño que desconfíes así de la fortuna.
Admeto
¿La tocaré y hablaré como si fuese mi esposa?
Heracles
Háblala: tienes cuanto podías desear.
Admeto
¡Oh, rostro y cuerpo de mi muy amada cónyuge! Te poseo contra lo que esperaba y cuando pensé que jamás te volvería a ver.
Heracles
En tu poder está: cuidado no excites la envidia de los dioses.
Admeto
¡Oh, noble hijo de Zeus Máximo! Que seas dichoso, y que te conserve el padre que te engendró. Tú solo me has devuelto la vida. ¿Cómo desde los infiernos la trajiste a la luz?
Heracles
Peleando con el dios de las tinieblas.
Admeto
¿En dónde dices que has trabado batalla con Plutón?
Heracles
Junto al mismo túmulo, acechándolo y sujetándolo con mis brazos.
Admeto
¿Y por qué no habla esta mujer?
Heracles
No te es lícito oír su voz antes de ofrecer la debida expiación a los dioses infernales y hasta que no pasen tres días (58). Pero llévala a tu palacio y, ya que eres justo, sigue, ¡oh, Admeto!, siendo piadoso con tus huéspedes. Y adiós: yo voy a emprender el trabajo que me ha ordenado el rey hijo de Esténelo.
Admeto
Quédate conmigo y acepta la hospitalidad que te ofrezco.
Heracles
Otra vez será. Ahora me urge dejarte sin dilación.
Admeto
Pues que seas feliz y vengas aquí a la vuelta. Mando a los ciudadanos de Feras y a toda la tetrarquía (59) que formen coros en celebración de este fausto suceso, que sacrifiquen víctimas en las aras y que el incienso acompañe sus súplicas. Nuestra vida ahora es mejor que antes: no negaré que soy dichoso.
Coro
Muchas formas toman los sucesos que el cielo ordena, y muchas cosas hacen los dioses contra nuestras esperanzas, y lo que parecía que había de suceder no se verifica, y por obra del cielo termina felizmente lo que no se aguardaba. Así ha acontecido ahora.
FIN DE ALCESTIS.
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Notas
(1) Admeto, rey de Feras en Tesalia, uno de los argonautas y de los cazadores del famoso jabalí de Calidón. Apolo fue protector de su familia porque, habiendo sido su pastor, fue tratado con benevolencia, y por esta causa libró a su protegido de la muerte, prometiendo a las moiras otro muerto. Ninguno de su familia quiso dar por él su vida, excepto su virtuosa esposa Alcestis, salvada por Heracles.
(2) Asclepio, hijo de Apolo y de Coronis, dios de la medicina, a quien enseñó su preceptor, el sabio centauro Quirón. Acompañó a los argonautas y, a su vuelta, resucitó a Hipólito. Se quejó Plutón a Zeus, que mató con un rayo a Asclepio, si bien lo trasladó al cielo, donde forma una de las constelaciones del Zodiaco. Se le adoraba principalmente en Epidauro, Atenas, Pérgamo y Esmirna, y le estaban consagrados el gallo y la serpiente, símbolos de la vigilancia y de la prudencia. Apolo, para vengarse de su padre, mató a los cíclopes, forjadores de los rayos, y por esta causa fue desterrado del cielo.
(3) Feras, según dice Apolodoro, Biblioteca 1, 9, 11, 14, fue hijo de Oreteo y de Tiro, fundador de Feras, ciudad de Magnesia, a algunas millas de la costa.
(4) Recuérdese que Ártemis dice lo mismo cuando se acerca el momento en que debe espirar Hipólito.
(5) Ni ahora ni después cuenta Eurípides cuál fue este primer engaño de Apolo. El escoliasta, siguiendo a Esquilo, Euménides 728, dice que embriagó a las moiras.
(6) Uno de los trabajos de Heracles, de orden de Euristeo: apoderarse del carro y de los caballos de Diomedes, rey de Bistonia o Tracia, que se alimentaban de carne humana.
(7) En Electra, en el sacrificio celebrado por Egisto y Orestes, el sacrificador corta también algunos pelos de la víctima y los arroja al fuego. Referencia a Virgilio, Eneida IV.698ss: adviértase que se trata de la muerte de Dido y que Iris es la mensajera enviada para acelerar su muerte.
(8) Pelias, hijo de Poseidón y de la ninfa Tiro, rey de Yolco. De Anaxibia, hija de Biantos o, según otros, de Felomaque, hija de Anfión, tuvo a Acasto y a Alcestis, Penidique, Pelopeya e Hipozoe (vid. Medea).
(9) Alusiva a las abluciones que se hacían al cadáver.
(10) Licia, región del Asia Menor, al sur de Frigia, entre Caria y Panfilia, cuyas ciudades principales eran Mira y Pátara, famosa por su templo de Apolo. A él alude Virgilio, Eneida IV.143ss al comparar a Eneas con Apolo.
(11) Asclepio.
(12) Dice la esclava que es tan débil la vida de Alcestis que se puede llamar muerta. Por esto añade al coro que tanto monta llamarla viva o muerta.
(13) A Admeto, su señor.
(14) Es probable que esta diosa a quien invoca Alcestis sea la Hestia griega (Vesta romana), que presidía el hogar doméstico y cuyo culto, entre los helenos, era muy semejante al de los latinos. Era hija de Crono y de Rea.
(15) La de los dioses penates o domésticos, patronos de la familia, así de las personas como de los bienes.
(16) Παιάν, nombre que da Homero al médico de los dioses, y sobrenombre de Apolo y de su hijo Asclepio como de dioses que curan los males físicos.
(17) Muy sabido es que Caronte, hijo del Érebo y de la Noche, tenía la obligación de transportar a los muertos de una a otra orilla del Aqueronte, siempre que hubiesen sido sepultados y que le pagasen el óbolo del pasaje. Su barca era birreme, y llevaba además un garfio para atracarla a la orilla.
(18) […] se comprende como el día que sigue al de mañana. La exactitud y la fidelidad que merece el original nos impiden aceptar su opinión, porque así no sería la versión cual debiera ser. Según todas las probabilidades, Alcestis alude a un plazo, vulgar entre los atenienses y muy conocido, ya sea que se refiera al que se concedía a los deudores por sus acreedores para el pago de sus deudas, ya al de los condenados a pena capital, que era de tres días, ya, en fin, porque en general se pagasen las deudas el día primero del mes.
(19) Nos choca no poco lo que Alcestis hace valer su sacrificio a los ojos de su marido, con escasa modestia y excesiva alabanza de sí misma, lo cual no está muy acorde con nuestras costumbres. A pesar de esto y de lo inverosímil que parece tan larga tirada de versos en boca de una moribunda, no puede negarse que es un bello trozo de poesía dramática, tanto por el patético que en él domina cuanto por la naturalidad de las ideas y sentimientos que expresa. Si ella insiste con tanto ahínco en el sacrificio que hace por su marido, es para obligarlo más a cumplir sus deseos, y llevada de su amor maternal, que la fuerza a mirar con previsión por la suerte de sus hijos. Solo así se disculpan algún tanto sus exageradas alabanzas.
(20) No hay necesidad de decir que la hermana de Eumelo, personaje mudo, está presente, puesto que ya lo advertimos a la llegada de Alcestis. Es fácil de deducir que no debía ser muy tierna la edad de este hijo de Admeto y de Alcestis, porque sus razones y quejas casi son ya de hombre y porque en edad más temprana solo se imita lo que se ve hacer a los demás.
(21) Se representaba de ordinario a Plutón con una corona de ébano en la cabeza, en la mano unas llaves, y en un carro tirado de negros caballos.
(22) Carnos fue un poeta, hijo de Zeus y de Europa, que debió de morir con violencia, pues Apolo, para vengarse, envió una crudísima peste a los dorios. Para aplacarlo instituyeron en su honor las fiestas Carneas, que duraban nueve días del mes carneo (agosto), casi en la misma época que las Olimpiadas, y poco después de las Jacínticas. Había carreras y luchas y, según dice Athen. (XIV, p. 635 D.), se leían también composiciones poéticas. Adviértase que Apolo amó mucho a Carnos, a Alcestis y a Jacinto.
(23) El Cocito era un arroyo del Epiro, de aguas negras y fangosas, que desembocaba en la laguna Aquerontia. De aquí la fábula de que corría por los infiernos.
(24) Porque reinaba en Tirinto, ciudad de la Argólide, a corta distancia del golfo Argólico y al noreste de Nauplia. Fue fundada por Tirinto, hijo de Argos.
(25) Parte de Tracia al sur del monte Ródope.
(26) No es fácil de explicar cómo ignora Heracles este apetito antropófago de los caballos de Diomedes, sabiéndolo el coro, a no suponer que su desidia y ningún temor a los peligros y ciega sumisión a las órdenes de Euristeo le impedían informarse previamente de las hazañas que acomete.
(27) Ares fue dios muy venerado de los tracios.
(28) En los mitólogos griegos solo encontramos un Licaón, hijo de Pelasgo y Melibea o Cilene (Apolodoro, III, 8.º-1.º), a quien mató Zeus con un rayo, pero no puede ser este hijo de Ares, según asegura Eurípides. Cicno fue hijo de Ares y de Pelopia, y murió a manos de Heracles.
(29) Alcmena fue hija de Electrión, y este, de Perseo.
(30) Admeto no contesta a Heracles categóricamente, y unas veces le dice que vive y que ha muerto, otras da a entender que falleció hacía tiempo, y otras, en fin, le habla en términos vagos y generales. Para nosotros, que conocemos su muerte, son claras sus palabras; no así para Heracles, que nada sabe.
(31) […] Esta hospedería era, por tanto, un ala lateral del palacio, ya a la derecha, ya a la izquierda de los aposentos que daban al patio, y no detrás de él, porque en este lugar estaban las habitaciones de las mujeres. Es probable que estuviera unida al edificio por un corredor y una puerta intermedia, y de aquí el epíteto μέσαυλος con que la distingue el poeta. Una vez cerrada, la hospedería quedaba incomunicada con el resto del edificio.
(32) Esto es falso, porque los linces, animales carnívoros, no se alimentan de hierba.
(33) El monte Otris estaba al sur de Feras y llegaba hasta el Osa. Entre uno y otro, de sureste a noroeste, se hallaba la laguna Boebia. Los molosos, famosos por sus perros, eran habitantes de Epiro. Según la descripción que hace aquí el coro, los dominios de Admeto tenían por límites al oeste el país de los molosos y el Pelión al este hasta el mar Egeo.
(34) No puede negarse que en estas quejas de Admeto, según nuestras ideas, encontramos mucho que reprender y poco o nada que alabar. Nos parece el colmo del egoísmo, de la cobardía y de la infamia que un hombre digno injurie nada menos que a su padre por no haber querido morir por él, y que consienta en el sacrificio de su esposa por salvar su vida, cuando en nuestro juicio debiera hacer lo contrario. Nosotros, en efecto, creemos que esto es lo racional, lo justo y lo verdadero. Tengamos, no obstante, en cuenta que, a pesar de la veneración que se mostraba en general a los ancianos antiguamente, y mucho más a los padres, con arreglo a sus creencias los viejos se miraban como una verdadera carga del Estado, y en algunos pueblos se sacrificaban inexorablemente. Sabido es también que la mujer se miraba de ordinario como un mal irremediable y necesario, y que en esas épocas heroicas lo primero y más sagrado, aquello a cuya salud todo se sacrificaba, era la persona del rey, cabeza y eje del Estado, porque, faltando, venían guerras y revueltas que se habían de evitar a toda costa. Sin embargo, esta escena entre Admeto y su padre Feres es más bien cómica que trágica, y en vez de excitar el terror y la compasión, solo a risa nos mueve, porque ridículo es, a no dudarlo, que un padre y un hijo se injurien tan gravemente, defendiendo lo que ambos defienden.
(35) Los lectores recordarán que entre los griegos eran muy frecuentes estas sustituciones y exposiciones de hijos, como veremos en Ion, y como nos lo prueban algunas comedias de Terencio y de Plauto, y hasta ciertas leyes que se han conservado de romanos y griegos.
(36) Verdadera y oportuna es esta observación, ya porque el amor a la vida nunca nos abandona, ya porque, en realidad y contra la común opinión, los bienes humanos son más numerosos que los males y, en fin, porque el hombre, por grande que sea su fe, teme siempre dejar un mundo conocido por otro desconocido. En esta verdad se funda la fábula de El leñador y la muerte.
(37) Los lidios y frigios en la Antigüedad, como sucedía hace algunos años en nuestras colonias de América con los negros de Loango y de Angora, vendían sus hijos y prisioneros de guerra a los demás griegos. Debían ser los que más abundaran y los más baratos, porque el poeta los nombra como a los más despreciables.
(38) Poco edificante es, en verdad, este diálogo, y escandalosa e irreverente en sumo grado la conducta de Admeto. Llama cobarde a su padre, reniega de él, le amenaza con no sepultarlo como conviene a su rango y abandonarlo si algún día lo necesita, y por último le desea la muerte, y todo ello por no haber querido dar por él su vida. Con nuestras ideas modernas es incomprensible todo esto.
(39) Acasto, hijo de Pelias y de Anaxibia o Filómaca (Apolodoro, Biblioteca, libro I, 10), era hermano de Alcestis. Su esposa Creteida se enamoró de Peleo, el padre de Aquiles, y, viéndose despreciada como la mujer de Putifar y Fedra, hizo creer a su esposo que había querido seducirla. Acasto intentó ahorcar a Peleo, pero pudo escaparse y después se vengó matando a uno y a otra y apoderándose de Yolco, su reino.
(40) M. Artaud, I, 340, observa muy oportunamente que hay pocos ejemplos de que el coro abandone la escena, como sucede ahora. Solo ocurre esto en Las euménides de Esquilo y en el Áyax de Sófocles.
(41) Ya hemos visto antes que Heracles ni siquiera sabe las extrañas propiedades de los caballos antropófagos de Diomedes; y ahora, consecuente el poeta con la idea singular que había formado del carácter de este héroe, nos lo ofrece entregado por completo a los placeres de la gastronomía, sin dársele un ardite de la aflicción de su huésped. Nada tiene, pues, de extraño que Aristófanes nos lo presente en sus comedias como un glotón borracho y grosero, ya para satirizar a Eurípides, ya quizá acomodándose a las ideas de su tiempo acerca de este personaje.
(42) Eurípides, por boca de Heracles, condena aquí el ascetismo y la mortificación corporal como lo hubiese hecho un economista moderno. Adviértase, sin embargo, que con esta doctrina sucede lo que con otras muchas de aplicación práctica, que raras veces se observan con rigor. Los antiguos ascetas conocían la naturaleza humana mucho mejor que los materialistas modernos, puesto que sabían que, a pesar de los rigores de su predicación, pocos la observaban, y que, para alcanzar una mediana virtud, era preciso defender el ascetismo. Para que el hombre llegue a la mitad siquiera del camino que ha de recorrer, debe poner su mira en lo más alto, porque su naturaleza lo arrastra hacia la tierra y, si no se le contiene, se hunde por largo tiempo en el cieno y la inmundicia.
(43) Como antes preguntó Heracles a Admeto claramente si habían muerto sus hijos o su padre, replicándole aquel que uno y otros vivían, y ahora repite la misma pregunta al esclavo, es de presumir que lo hace o por creerse engañado y para averiguar la verdad o porque con sus libaciones y cánticos se ha olvidado de lo que antes dijo.
(44) Ciudad de Tesalia a orillas del Peneo, capital de la Ftioide, donde reinó Aquiles.
(45) Según nos dice Cicerón, De legibus I, II, c. XXV […]. Los primeros monumentos funerarios de los griegos fueron montones de tierra, rodeados de un muro circular que los sostenía. El sepulcro de Patroclo, que edificó Aquiles junto a los muros de Troya, era de esta especie. El de Aquiles, que se ven en el promontorio Sigeo, no era distinto de estos, y lo mismo debieron ser los de otros muchos héroes celebrados por Homero. Consistían en verdaderos túmulos, formando eminencias más o menos elevadas. Tales eran las de las amazonas, las de los frigios, la de Enómao, el padre de Hipodamía, la de Ifito, Ticio y otros. Todavía se encuentran en Grecia muchos túmulos de esta suerte, observados unos por los viajeros modernos y descritos otros por Pausanias. Sirva de ejemplo la eminencia que se ve cerca de Psófide a orillas de Ecnanto, cercada de cipreses, la cual, según opina M. de Pouqueville, es la tumba de Alcmeón. Se hallan túmulos como este en Italia y en Asia Menor y cerca de Micenas se veían otros, descritos por Pausanias, que tenían forma cónica. Otros pueblos de Grecia enterraban sus muertos en sepulcros abiertos en la roca viva, como se ve en los laberintos de Nauplia.
(46) La de salsa mola, que se rociaba con la sangre de las víctimas.
(47) El texto griego dice terminantemente μία γαρ ψυχή, porque su alma es solo una. Estas palabras, que pronuncia Admeto, inmorales en absoluto, porque revelan un deseo egoísta y antisocial, son, sin embargo, muy naturales en su estado, porque el hombre a quien ciega una pasión no suele ser enteramente responsable de lo que dice. Verdad es que pocos debieran callar como él, porque si se ve solo, a sí, no a otro lo debe.
(48) Estas palabras, que Eurípides pone en boca del coro, han servido a varios glosadores para levantar castillos en el aire. Unos han sostenido que aludía a algún hijo de Pericles, cuando se sabe que los dos que tuvo murieron casi al mismo tiempo, y aquí solo se habla de uno; y otros, que a Anaxágoras, del cual dice Cicerón en su Tuscul., III, 14 […] La verdad es, en nuestro concepto, que el coro dice esto en general para exhortar a Admeto a que sufra con resignación la pérdida de una esposa cuando no ha faltado quien soporte con moderación la muerte de un hijo único.
(49) La antorcha se componía de pedacitos de pino unidos, empapados en resina, y servía en las nupcias y procesiones; su figura era cónica, encendiéndose por la base, no por el vértice, y en este caso los romanos la llamaban taeda. La fax era de un solo trozo de madera resinosa, acabado en punta y mojado en aceite o pez, o bien manojos de estopa bañada en cera, sebo, pez, resina u otras materias inflamables metidas en un tubo de metal, ya continuo, ya formando una especie de enrejado.
(50) Eurípides, conociendo que la acción de Admeto era innoble y egoísta, pone ahora en sus labios estas frases, que expresan sus remordimientos. No se puede negar que, dada la fábula de la tragedia, este es el lugar acomodado a las quejas de Admeto contra sí mismo, puesto que la conciencia, como juez sapientísimo, solo pronuncia sus sentencias acabada toda la causa y cuando se disipa la pasión que perturba el ánimo.
(51) Ya en nuestra nota al verso 936 del Hipólito hemos hablado de los órficos y de sus tablas. Enseñaban misteriosas ceremonias y encantos, con los cuales se recuperaban las perdidas fuerzas y se ahuyentaban las enfermedades y los espíritus malignos. Así lo dice Pausanias IX 30, p. 768. Pilochoro en su Tratado de la adivinación cita una poesía de Orfeo, y Pausanias dice de él que sus versos épicos aventajaron en belleza a los de todos sus predecesores. Heráclito el físico habla también de las tablas órficas, y el escoliasta de Hécuba […]. Unos sostienen que el oráculo de Baco estaba en el monte Pangeo; otros, que en el Hemo, en donde se guardan también las tablas de la doctrina de Orfeo.
(52) Macaón y Podaliro, hijos de Asclepio y de Epione o Arsínoe, célebres médicos y hábiles cazadores, capitanes de los guerreros de Ecalia en el sitio de Troya. Macaón curó a Menelao, herido de un flechazo, y murió a manos de Eurípilo, hijo de Télefo. Podaliro, después de la toma de Troya, naufragó y desembarcó en Caria, en donde se casó con la hija del rey. Ambos fueron adorados después de su muerte.
(53) Pueblo poco numeroso de Asia en la Patagonia, entre los Tibarenos al oeste y los morineses al este. Abundaba en su país el hiero, y se fabricaba allí mucho acero.
(54) Es natural que Heracles, al devolver Alcestis a su esposo, y no queriendo que la reconozca de pronto, la cubra con un velo y la adorne de distinta manera de la que convenía a una mujer casada.
(55) El doble sentido que tienen estas palabras de Heracles solo el público lo comprendía. Admeto nada sabe del noble propósito de Heracles y, por consiguiente, solo mira sus palabras como la expresión de un deseo generoso; no así los espectadores, que han oído antes al héroe declarar su proyecto, que lo han visto ausentarse y volver después con esa mujer velada.
(56) Eurípides intenta sin duda persuadir al lector de que, si Admeto recupera a su esposa, es en premio de su hospitalidad, puesto que Apolo solo aparece al principio de la tragedia, no después. Por otra parte, aquel rey llevan tan lejos su amabilidad, tratándose de un amigo, que por darle gusto se resuelve a hacer cuanto desea. Heracles, en cambio, quiere probarlo hasta el fin y acumula ruego sobre ruego y exigencia sobre exigencia.
(57) Ψυχαγωός, conductor o guía de almas, exorcista, encantador, mago. El escoliasta dice así: «Hay ciertos magos entre los tesalios que, en virtud de sus artes y encantos, evocan las almas de los muertos. Los lacedemonios los mandaron llamar cuando el alma de Pausanias se aparecía en el templo de Atenea Calcioeca y espantaba a cuantos se acercaba a él, según cuenta Plutarco en sus estudios sobre Homero.
(58) Como Alcestis pertenecía ya a los dioses infernales y les había sido arrebatada, era menester aplacarlos con sacrificios. El plazo de tres días, durante los cuales Alcestis no podía hablar, es parte de esa misma expiación.
(59) Tesalia (primitivamente Hemonia) era una de las siete regiones de la península helénica, al sur del Escardo y del Hemón en la costa oriental, entre Macedonia al norte y Grecia propiamente dicha al sur. Confinaba al oeste con el Pindo, que la separaba del Epiro; al este, con la mar; y al sur, con el monte Eta. El Olimpo, el Osa y el Pelión formaban una cadena casi paralela a la costa. Sus ríos principales eran el Esperchio al sur y el Peneo al norte. Esta tetrarquía (cuatro provincias o gobiernos) eran, según Focio, la Tesaliótide, la Ftiótide, la Pelasgiótide y la Histiótide.
El pódcast de mitología griega
Fuente, aclaraciones, licencia
Esta traducción al español de la Alcestis de Eurípides es la realizada en ¿1865? por Eduardo de Mier y Barbery (1829-1914) y está en dominio público; el original escaneado está disponible en Archive.org, que es el que he transcrito para AcademiaLatin.com haciendo algunas modificaciones (especialmente la puntuación, la ortografía —modernizándola, especialmente la acentuación, y corrigiendo algunas faltas/erratas—, los nombres griegos por latinos y alguna cosa más), aunque no son exhaustivas.
No pretendo adueñarme de esta traducción, pero sí quiero hacer notar mi labor, ciertamente tediosa, de transcripción: no me consta que hasta la fecha se hubiera mecanografiado y puesto a pública disposición el texto en internet, más allá del escaneado original.
Aunque no haría falta decirlo, el prólogo-argumento y las notas son las originales del traductor y han de considerarse en ese contexto decimonónico.
Dicho eso, puedes usar el texto como te plazca. Solo te pediría que respetes la etiqueta más básica de internet: que pongas un enlace a esta misma página, o —si no estás en internet, p. ej. apuntes para clase o bibliografía para un trabajo— menciones AcademiaLatin.com.