A continuación tienes el índice de la Anábasis de Jenofonte (c. 370 a. C.), traducida por Diego Gracián de Alderete (1510-1600) bajo el título de Historia de la entrada de Cyro el Menor en el Asia y de la retirada de los diez mil griegos que fueron con él y enmendada por Casimiro Flórez Canseco (1745-1816).
En progreso…
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- Libro III
- Libro IV
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- Libro VII
Transcripción, edición, etc., por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com, a partir de la versión publicada en 1892 que se puede encontrar p. ej. en Google Books. El resumen de cada libro es una traducción-resumen del artículo de Wikipedia en inglés.
Advertencia preliminar del editor
De las obras de Jenofonte trasladó al castellano D. Diego Gracián la Ciropedia, la Historia de la entrada de Cyro el Menor en Asia, y los Tratados menores. Proyectaba traducir Los helenos como continuación, que lo es en efecto, de la Historia de los atenienses escrita por Tucídides, pero no realizó este proyecto.
A fines del pasado siglo, el docto D. Casimiro Flórez Canseco, catedrático de lengua griega en los Estudios reales de Madrid, emprendió la obra de corregir la traducción de Gracián, y así lo hizo respecto de la Ciropedia y de la Historia de la entrada de Cyro el Menor en Asia, publicando ambos escritos en hermosa edición de la Imprenta real de la Gaceta en 1781.
Si Canseco corrigió también la traducción de los Tratados menores, como indudablemente se proponía y advierte en el Prólogo que a continuación publicamos, no la dio a la estampa. La edición de 1781 contiene dos tomos: el primero es la Ciropedia; el segundo, la Historia de la entrada de Cyro el Menor en Asia. Así se explica que en el Prólogo de Canseco y en la Vida de Jenofonte escrita por Gracián se hable en este orden de las obras del historiador griego.
En la Biblioteca Clásica se publica ahora la Historia de la entrada de Cyro el Menor en Asia, y seguidamente verá la luz la Ciropedia, sin otra causa para invertir el orden que el deseo de reproducir primero aquel de los escritos de Jenofonte que mayor interés tiene hoy día por su carácter esencialmente histórico.
La traducción que hizo Gracián de los Tratados menores, y que no llegó a publicar Canseco, la corregirá persona competente para incluirla en esta colección de las obras de Jenofonte.
Las memorias y escritos filosóficos del insigne discípulo de Sócrates por primera vez serán trasladadas del griego a lengua castellana, y se hará lo mismo con la continuación a la Historia de Tucídides cuando publiquemos la versión que de esta hizo también don Diego Gracián, y que corrige el señor Menéndez Pelayo con destino a la Biblioteca Clásica. De tal suerte figurarán en la citada Biblioteca las obras completas de uno de los más esclarecidos varones de la Antigüedad, tan célebre por sus militares esfuerzos como por sus obras de historia y filosofía.
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Prólogo de don Casimiro Flórez Canseco
En el siglo XIV, época del restablecimiento de las letras y del buen gusto en nuestra España, emprendieron algunos literatos el utilísimo aunque arduo negocio de traducir a la lengua castellana muchos de los mejores autores de la Antigüedad. Grecia, inventora de las artes y ciencias, y madre de insignes profesores en todos los varios ramos de la literatura, se llevó la atención de los eruditos de aquel siglo ilustrado, que conocían bien las muchas riquezas literarias que se ocultaban en las excelentes obras de los antiguos escritores griegos, doliéndose de que estuviesen como escondidas en idioma forastero a la mayor parte de nuestra nación.
Entre estas, con justo título, merecieron casi el primer lugar en la elección de aquellos literatos las de Jenofonte Ateniense, uno de los mayores ingenios que concurrieron a la escuela de Sócrates, y que nos ha conservado en sus escritos la aplaudida filosofía de su maestro. Las publicó en castellano Diego Gracián, en Salamanca, año de 1552, en casa de Juan de Junta, en folio; pero, siendo ya muy raros los ejemplares que se hallan de aquella edición, el buen celo de la instrucción pública ha dispuesto que se haga esta nueva impresión, agregándola el texto griego, y con las mejoras que se dirán.
No intento referir por menor la vida, hechos y escritos de este insigne filósofo e historiador, ya porque Diego Gracián nos da de ello una noticia bastante exacta y cumplida, tomada por la mayor parte de Diógenes Laercio, y ya también porque en la continuación de esta obra he pensado traducir al castellano todas las memorias que nos restan de este ilustre discípulo de Sócrates. Bastara por ahora decir que Jenofonte está universalmente reconocido por gran filósofo, gran historiador y gran general. Estos escritos suyos, en dictamen de Dion Crisóstomo (Orac. 38), pueden servir de regla en toda la extensión de la política para los estadistas, y son escuela en que pueden formarse grandes generales.
De Escipión, llamado Africano, cuenta Cicerón (Tusc. quaest. et epist 1, ad Quint. Fratr.) que nunca dejaba de las manos las obras a Jenofonte. En ellas aprovechó tanto el célebre Luculo que, sin tener antes grandes experiencias en las cosas de la guerra, llegó con su lectura a aquella excelencia en el arte militar que hizo brillar en sus gloriosas expediciones contra un enemigo tan formidable como el rey Mitrídates, y con que ganó las grandes victorias que todos saben, y puso en contribución las provincias más considerables de Asia.
Es verdad que en nuestros tiempos es ya muy otro el semblante de las cosas. Nuestra religión, nuestro gobierno, nuestras costumbres, todo es diferente. Los intereses entre las naciones y entre los príncipes son muy diversos de lo que eran en aquella edad de nuestro filósofo; y el arte de la guerra parece haber variado del todo. Pero sin embargo de esta diversidad, es constante que la parte principal así de la ciencia política como de la militar estriba en aquellos principios, reglas y avisos de prudencia que han distinguido siempre a los mayores estadistas y generales, y de que esta reconocido Jenofonte por maestro excelente; y por consecuencia estos sus escritos tan celebrados podrán producir los mismos efectos, aunque sea en edades tan distintas.
Muchos, siguiendo a Cicerón (Cic. loc. land. epist. I, ad Quint. Fratr.), son de parecer que la Ciropedia o Historia de Ciro el Grande no es obra histórica por no ceñirse el autor a referir los verdaderos acontecimientos de la vida de este príncipe; sino una obra puramente moral, en que se nos dibuja la imagen de un príncipe perfecto. Pero estos mismos (vid. Voss. de Histor. Græc. cap. 1. Fabric. Biblioth.) confiesan que en el fondo es verdadera, representándose en ella con mucha propiedad las costumbres de los Persas, sin que se pueda dudar de la autenticidad de la toma de Babilonia, del cautiverio de Creso, y de otros hechos memorables cuya verdad se halla apoyada en las divinas letras; y aun casi todos los principales hechos de la Ciropedia pueden reducirse fácilmente a las leyes de la cronología, y tienen por fiadores a los historiadores más cercanos a aquella edad.
Cierto es que Jenofonte no conviene con Heródoto en las circunstancias del nacimiento y de la muerte de Ciro. Pero Heródoto habla de los principios de este príncipe como pudiera hablar un novelista, refiriendo cosas que parece exceden lo maravilloso, y que por lo mismo las califican los más de fabulosas e imaginarias aventuras, forjadas en su cerebro solo para pasatiempo. El mismo cuenta la muerte de Ciro con circunstancias increíbles, haciéndole morir a manos de la reina Tomiris de modo más cruel; y acaso por esto dijo Tulio (I, de Legib.) que en este padre de la historia había innumerables fábulas. Jenofonte nada nos dice de extraordinario sobre el nacimiento de Ciro, y nos pinta su muerte muy al natural, poniendo en su boca un sabio discurso propio de un príncipe clemente y amante del bien de sus pueblos.
Como quiera que sea, dirigiéndose esta obra a encender en los pechos de los príncipes amor a la gloria, a instruirlos en los medios de alcanzar la benevolencia de sus súbditos, punto de la primera importancia y público interés, y finalmente a representar los siempre felices en todas sus empresas, cuando han sabido unir al esfuerzo la justicia, prudencia, vigilancia, clemencia, afabilidad y liberalidad, no puede dudarse que conviene muchísimo renovar y poner de tiempo en tiempo a la vista esos ejemplos y documentos de tan grandes virtudes. Y si Jenofonte merece gloria inmortal por habernos conservado la historia de un príncipe que debe proponerse por modelo de los demás, también son dignos de perpetuas alabanzas el laborioso Gracián que nos lo tradujo a nuestro idioma, y el que ha dispuesto que se reimprima su traducción, que se había hecho ya muy rara.
La pureza, dulzura y elegancia del estilo de Jenofonte han sido generalmente admiradas por los más sabios críticos de la Antigüedad, por cuyo motivo le honraron con el renombre de Abeja Ática y Musa Ateniense. Esta dulzura o sencillez, como la llama Hermógenes (de forma dict. Xenoph), es la que constituye uno de los ornamentos en los discursos de este elocuente escritor, y la que no es fácil percibir en las traducciones, aun cuando las supongamos hechas con la mayor exactitud y fidelidad. Por esto se ha creído conveniente añadir en esta reimpresión el texto griego tomado de la edición del erudito inglés Thomas Hutchinson, que es la más correcta de las que hasta ahora han salido a luz, para que los más aplicados puedan beber en el original las gracias de que abunda, y que han sido en todo tiempo tan justamente aplaudidas (la edición de 1781 a que pertenece este prólogo acompaña a la traducción el texto griego).
Habiendo, pues, de salir la traducción castellana en cotejo con el texto griego, me creí obligado a entrar en un prolijo examen de ella, no obstante que Diego Gracián supone que la examinó el docto Juan Ginés de Sepúlveda, y que fue publicada con su aprobación. No me detendré en señalar algunos pasajes que descubren con claridad que nuestro traductor no había aún adquirido un conocimiento tal en la lengua griega cual sería de desear en todos los que se dedican al utilísimo ejercicio de traducir; solo diré que, siendo la primera y principal entre las obligaciones de cualquier traductor el ser fiel y exacto, he ceñido mis correcciones a aquellos lugares en que observé falta en esto, dejando intactos todos los demás que se hallan traducidos de un modo bastante vago y sin precisión. Porque querer enmendar todo esto sería hacer una nueva traducción, y privar a los curiosos del gusto que tendrán en leerla según el lenguaje del siglo XVI, cuando nuestra lengua parece llegó en los escritos de algunos a más energía, copia y propiedad de la que ha tenido comúnmente en los posteriores.
No obstante todo mi cuidado, no me atreveré a asegurar que haya quedado tan exacta la versión que deje de encontrarse algún otro pasaje que a lo menos parezca traducido con demasiada oscuridad; pero esta podrá acaso nacer de la gran dificultad que hay en hacer pasar a la copia sin ninguna alteración todas las ideas del original; fuera de que aun cuando se hallen trasladados con fidelidad, quedan todavía oscuras para aquellos que no están instruidos de los usos y costumbres del país en que se escribió la obra. Para evitar esta falta, puso Diego Gracián algunas notas; y yo también he añadido algunas más.
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Al serenísimo, muy alto y muy poderoso señor D. Felipe II, príncipe de España, etc., nuestro señor, el secretario Diego Gracián, su criado
Isócrates Ateniense, orador clarísimo, en una de las oraciones que hace a Nicocles, rey de Ponto, serenísimo señor, dice que los que acostumbran dar a los reyes oro, o plata, o joyas preciosas, u otras cosas de las cuales los reyes y príncipes tienen abundancia, y los mismos que las presentan necesidad, le parece que estos tales no hacen presente, sino mercadería, que la venden más artificiosamente que aquellos que se precian de regatones. Por tanto, piensa ser muy honesto y provechoso don, y muy conveniente, así para el príncipe que lo recibe como para el súbdito que lo da, mostrarle los estudios a que se debe dar, y los ejercicios que debe seguir el buen príncipe, y de cuáles se debe abstener, para poder mejor administrar el reino y gobernar su persona.
Pues según esta sentencia de Isócrates, deseando yo, como criado antiguo de la Casa Real, hacer a V. A. algún servicio señalado fuera de aquellos que por razón de mi cargo soy obligado, y ofrecerle alguna cosa que fuese digna de V. A., y tal que yo pudiese darla, no hallé otro presente más a propósito, ni que más conveniente fuese, que estas obras de Jenofonte. Porque en la primera parte de ellas, intitulada en griego Ciropedia y en castellano Crianza o Institución de Ciro, describe y dibuja a aquel gran Ciro rey de Persia a imagen y ejemplo de un perfecto rey, tal cual debe ser. De manera que en esta Institución y Crianza de Ciro claramente se vea expreso el mejor género de administración real. Por lo cual no sin causa se lee de Escipión el Mayor que nunca dejaba de las manos esta obra.
En la segunda parte escribe la entrada de Ciro el Menor en Asia, y la guerra de los griegos que allí sucedieron, las cuales son cosas en que el mismo Jenofonte no solamente estuvo presente como soldado, sino también presidió como capitán; donde enseña claramente que la victoria se alcanza no tanto por la multitud de huestes, cuanto por el esfuerzo de los soldados y la disciplina y prudencia de los capitanes. Por esto Marco Antonio, cuando hacía guerra contra los partos, leía esta guerra de los griegos y la tuvo por cosa de gran maravilla.
En la tercera parte van puestos los libros que Jenofonte escribió a propósito de enseñar las partes que ha de tener un buen caudillo, y la manera y orden de la antigua disciplina militar, y uso de caballería; y para ejemplo y dechado de él pinta las virtudes y esfuerzo, y hechos de Agesilao, rey y capitán general de los lacedemonios, el cual criado y enseñado en la república y policía de los lacedemonios que aquí se describen, alcanzó por su prudencia y esfuerzo todo bien y prosperidad a su patria, y para sí nombre y fama inmortal. Además de esto, otro libro de la tercera parte prueba que la caza y montería aprovecha mucho para el ejercicio de la guerra por mucha razones. Y aunque esta orden y manera antigua de guerrear no conviene ni concuerda del todo con la disciplina militar de nuestro tiempo, todavía es cosa agradable y apacible conferir y comparar aquella muy antigua con la nuestra; para que, comparadas la orden y manera de ambas, V. A., como quien tan bien lo entiende y sabe, vea qué cosas hallaron mejor los modernos, cuáles mudaron, cuáles pareció debían quedar. Y también conjeturar de esto qué es lo que se puede corregir y enmendar con utilidad y provecho en estos nuestros tiempos, por la regla y nivel de aquellos pasados; pues que en todas las otras artes y disciplinas, está claro que en nuestra edad se ha enmendado mucho a la forma y manera de lo antiguo.
Reciba, pues, V. A. esa traducción de Jenofonte con ánimo real, para que con revolverla a ratos, pueda recrear el espíritu cansado de los continuos y arduos negocios de la república con el deleite de la historia, de la cual, así como de oráculo, se pueden tomar los avisos necesarios para la gobernación, pues la historia sola contiene la memoria de los buenos hechos, dichos y consejos; y amonesta a los príncipes lo que deben de hacer más que ningunas otras pinturas o imágenes de los antepasados.
Vida de Jenofonte, y su doctrina
Para que con más gusto se lean las cosas de Jenofonte, me parece será bien poner algo del autor y de su doctrina, del cual bastaría decir lo que Quintiliano escribe de él en el libro décimo de su Retórica, pues que no solamente pone a Jenofonte Ateniense, discípulo de Sócrates, en el número de los oradores e historiadores clarísimos, sino también en el número de los que, enseñando las reglas de bien vivir, merecieron nombre de filósofos. Porque es de dudar en cuál de las dos cosas excedió más, o en la filosofía o en la elocuencia, pues de la una y de la otra se hallara en él una imagen viva y expresa. Y Cicerón dice que las musas hablaron por boca de Jenofonte, llamado Musa ática y Abeja ática por la dulzura de su elocuencia y gracia en el decir.
En la filosofía se allega siempre a la doctrina de Sócrates su maestro, y procura en breves palabras explicar las sentencias de aquel que fue el príncipe de los filósofos, cuya doctrina aprovecha tanto para corregir y enmendar las costumbres de los hombres como la ética o política de Aristóteles. Y aunque gentil, Jenofonte es digno que entre todos los gentiles sea leído de cristianos.
Fue Jenofonte en gran manera vergonzoso y hermoso, y el primero de los filósofos que escribió historia. Vino en la amistad de Ciro el Menor, como él cuenta en el tercer libro de su Historia, por medio de Próxeno su amigo; donde después por su persona fue tan caro y amado de Ciro como el mismo Próxeno. Escribe con mucha diligencia todo lo que pasó en la entrada de Ciro en Asia, y en la tornada de los griegos; porque pasó con él debajo de la bandera de Xeneneto, su capitán de Ciro, un año antes de la muerte de Sócrates. Fue varón ciertamente en todo lo demás bueno y excelente, y muy sabio y experimentado en el arte de caballería y disciplina militar de guerra y caza, como se puede ver por los libros que escribió.
Se cuenta de él que, pudiendo esconder los libros de la historia de Tucídides, fue el primero que los sacó a la luz у los publicó, y acabó lo restante de las guerras de Grecia; donde va continuando la historia en el estado que la dejó Tucídides, prosiguiendo adelante hasta sus tiempos; lo cual dejé de traducir y poner aquí de industria, por juntarlo con la historia de Tucídides, que días ha que tengo casi traducida. Porque de otra manera fuera confundir el orden de la historia, y no se entendiera desmembrando la una de la otra; y fuera dividir la historia de manera que no se pudiera bien comprender apartado lo uno de lo otro […]. Asimismo dejé de traducir aquí lo que Jenofonte escribió de los dichos y sentencias de Sócrates filósofo, su maestro, por ser materia moral, y totalmente distinta y diferente de la guerra, que trata con estas historias. Y por la misma razón dejé de traducir otros tratados pequeños de diversas materias que pone en fin de sus obras.
Los libros que yo he traducido los he repartido en tres partes, como he declarado en el prólogo que al Serenísimo Príncipe nuestro señor escribo. Y la historia de Ciro que se contiene en la primera es una imagen de un príncipe que sea sabio en su gobernación y valiente en la guerra, las cuales dos cosas Homero atribuye al rey Agamenón, como las dos partes principales que se requieren en cualquier príncipe y caudillo. Y ciertamente Jenofonte en persona del rey Ciro de Persia muestra ser verdad lo que Platón dice en el diálogo intitulado Alcibíades I, donde pone la causa de por qué los reyes de Persia, siendo bárbaros de nación, salían tan buenos y valerosos príncipes; y dice que por la doctrina y buena crianza, porque los príncipes de Persia desde que tenían siete años se ejercitaban en el arte de cabalgar a caballo, y montería y caza de fieras bravas debajo de los maestros que para ello tenían; pero después que llegaban a la edad de catorce años, entonces los tomaban a cargo aquellos que los persas llaman ayos reales. Estos eran cuatro escogidos, los mejores de todos sus reinos que se hallasen en aquel tiempo: el uno el más sabio, el otro el más justo, el otro el más virtuoso, el otro el más esforzado.
De estos, el muy sabio le enseñaba las letras, el culto divino, y las cosas de la gobernación del reino y del Estado. El muy justo no le enseñaba otra cosa sino justicia, y a ser verdadero, y usar y decir verdad por toda la vida. El muy virtuoso le enseñaba que no se dejase vencer de ningún deleite ni vicio, para que se acostumbrase a ser libre; y que, pues verdaderamente era rey, primero se señorease a sí y a sus pasiones, y no fuese siervo de ellas. El muy esforzado le enseñaba a ser osado y sin temor, y que solo temiese de parecer ser vil y cobarde. Y así cada cual de estos ayos por sus veces le ejercitaba sus horas señaladas cada día, tomándole el uno cuando le dejaba el otro, en todos los días y meses, hasta que venía a reinar.
En la segunda parte puse los siete libros de la entrada de Ciro el Menor en Asia, historia de muy grandes y esclarecidas hazañas, de las cuales todas Jenofonte fue parte y testigo, por haber sido capitán en aquella guerra. En esta obra se puede bien ver cuán sabrosa cosa es la fe y verdad de la historia, y se pueden entender los loores de un excelente capitán; y se pueden notar muchos ejemplos de fe, lealtad, prudencia, esfuerzo, tolerancia, y otras virtudes que fácilmente se pueden imitar; y muchos ejemplos de vicios que deben aborrecerse. Fuera de esto, es cierto grande el deleite que trae la descripción de los lugares y caminos, la variedad de los fines y acaecimientos, y las costumbres expresas al propio; y los naturales consejos y hechos, y casos de varones ilustres; y con esto muchas oraciones y razonamientos militares, graves, prudentes, elegantes, artificiosos y eficaces para persuadir, con que se ejercita el ingenio según la diversidad de la materia de las cosas, y se forma el ánimo con la contemplación de los buenos hechos; y se adquiere muy gran conocimiento de las cosas humanas.
El pódcast de mitología griega
En estas oraciones fácilmente se conoce que en los reales y en el campo, y en medio del sonido y ruido de las armas, también puede usar de su oficio la elocuencia. Finalmente, será muy gustosa también esta empresa de Ciro el Menor y guerra de los griegos, por ser, como es, una muy propia semejanza de la guerra que el emperador y rey don Carlos nuestro señor vimos que tuvo los años pasados contra el turco Solimán. Porque la una y la otra, aunque en gran distancia de muchos siglos, nos enseñan claramente que vale más en la guerra buena gente que mucha, prudente esfuerzo que desatinadas fuerzas. También, viendo que los griegos con muy poca gente muchas veces vencieron gran número de asiáticos, y que no les valieron ni aprovecharon los perjurios, engaños ni traiciones a los enemigos, para poder estorbar a los griegos, que confiados en solo su esfuerzo y virtud, por lugares no conocidos y odiosos, y gentes fieras y crueles, no escapasen y pasasen salvos en su tierra; debemos también tener esperanza de que los cristianos, siendo conformes podrán ganar Grecia, y siendo vencedores poner en Constantinopla los estandartes de Jesucristo.
En la tercera parte en el tratado intitulado Hipárquico, que quiere decir del oficio del capitán general de la gente de caballo, pone las partes que ha detener un buen caudillo, y cómo han de tirar los caballeros, y ejercitarse a menudo, y tener obediencia a sus capitanes; y los premios y joyas que se les han de poner delante para que de mejor gana tomen el trabajo de ejercitarse: cuáles han de ser los ensayos para la guerra y escaramuzas; cómo han de salir de su puesto los caballeros; lo que han de hacer los corredores de campo, y las guardas y espías y centinelas; qué es lo que debe hacer cuando hay paz el buen capitán; de los géneros de espías que ha de poner; de qué manera ha de engañar a los enemigos; cómo ha de ganar la gracia de los caballeros y hombres de armas que tiene bajo su mando; del loor del esfuerzo militar; de qué suerte ha de acometer a los enemigos; y en fin, de cómo ha de pedir ayuda divina con religión y discreción.
En el otro tratado que depende de este, llamado Hípica, que quiere decir arte de caballería, pone brevemente la manera y orden de la antigua disciplina militar у arte de caballería. Primeramente pone los caballos que son a propósito o no para la guerra, y las partes que ha de tener el buen caballero y hombre de armas para el uso de ella. Para ejemplo y dechado de este tal buen capitán y caballero escribe el otro Tratado de los loores, virtudes, esfuerzo, y proezas de Agelisao, rey y capitán general de los lacedemonios. Porque ciertamente el ánimo sublimado y generoso se deleita en oír las cosas antiguas y hazañas grandes y famosas. Y los loores de los antepasados son unos aguijones y espuelas a los venideros para la virtud y esfuerzo, y muestras y dechados para bien obrar, y los ejemplos, como dice Quintiliano, en cualquier causa son más válidos y eficaces que ningunas razones. Porque ¿quién será que viendo florecer en Agelisao gran justicia, señalada prudencia, singular sabiduría , excelente gravedad de ánimo, constancia, modestia, continencia, magnificencia, humanidad, gratitud, religión y finalmente un rimero de todas las virtudes, no le ame y tenga en admiración, aun después de muerto, y conciba tan gran gozo y deleite en sí, que no pueda ser mayor? Lo cual como a todos sea agradable de oír, mucho más a aquellos que conocieren sus virtudes ser renovadas y loadas en las virtudes de los otros.
Pues para que todos sepan que de los buenos institutos y leyes se forjan y forman los buenos y señalados varones, pusimos también en esta tercera parte trasladado aquel libro que escribió Jenofonte de la República y política de los lacedemonios, que instituyó y ordenó aquel sapientísimo legislador Licurgo, y los preceptos de guerra que dio, en la cual criado y enseñado Agesilao, pensando en ella y ejercitándola de día y de noche, por su gran prudencia y esfuerzo alcanzó a ser tal como todos los que le conocen le estiman.
En el libro de la Caza y montería, que también trasladamos y pusimos en esta tercera parte, prueba que el ejercicio de la caza es muy necesario, y aprovecha mucho para la virtud y esfuerzo militar por muchas razones, y la principal es porque de ella aprenden a ser buenos y diligentes hombres para la guerra y para todos los otros cargos. Y necesariamente vendrán a ser entendidos, y saber hablar y obrar bien, viendo que con Quirón, maestro de ella, casi todos los héroes y príncipes nombrados, ejercitando entre otras artes señaladamente la de la caza, fueron loados y tenidos en admiración sobre todos; y al fin salieron muy esforzados y buenos varones, lo cual se puede conocer por lo que honraron y aprovecharon a sí y a su patria, y porque todos fueron estimados y amados de los dioses; y muchos de ellos merecieron por ello honras divinas, lo cual, aunque era vano error de gentiles, más todavía nos da a entender en cuánto tenían los que así se ejercitaron en caza, pues les osaron atribuir la divinidad.
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Tornando ahora Jenofonte, amó y tuvo en tanto a Sócrates su maestro, que traía ordinariamente consigo aparejo para escribir cualquier dicho que Sócrates dijese, o cosa notable que hiciese. El principio que tuvo de darse a Sócrates y seguirle fue este. Sócrates le topó acaso en una calle angosta y, alzando su báculo, atajó la calle, diciéndole a Jenofonte que no pasase; pues, como él se detuviese, Sócrates le preguntó dónde se vendían las cosas necesarias: él respondió que en la plaza. Sócrates, siguiendo adelante, le pregunta: «Y dónde se hacen los hombres buenos y sabios?». A esto calló Jenofonte, y con su turbación mostraba que no lo sabía. Sócrates le dijo entonces: «Pues anda acá conmigo, que yo te lo mostraré».
De allí se fue con él, y se le dio por discípulo, y salió tan excelente como lo vemos. También fue valeroso hombre de guerra, y muy gran cazador. Después que estuvo mucho tiempo con Ciro el Menor y le sirvió en todas sus guerras de capitán y consejero, se vino para Agesilao, rey de los lacedemonios, del cual fue muy querido y tenido en el número de sus más íntimos amigos, por lo cual le desterraron en ausencia los atenienses sus ciudadanos, como a hombre que favorecía las cosas de los lacedemonios, cuyos enemigos ellos entonces eran. Después de haber estado Jenofonte algunos años con Agesilao, se volvió a Grecia a una su heredad en el campo, no lejos de la ciudad de Elis, con su mujer Filesia y dos hijos suyos, llamados Grilo y Diodoro. Aquí pasaba la vida cazando, escribiendo historias y regocijándose en traer convidados a sus amigos muchas veces a aquella su heredad, la cual, como perdiese en una guerra, se fue con sus hijos a vivir en Corinto.
Por este tiempo los atenienses, teniendo lástima de los lacedemonios que lo pasaban mal en las guerras que tenían con sus comarcanos, determinaron ayudarles y enviarles gente que los socorriese. Sabido esto, Jenofonte envió sus dos hijos a Atenas, para que se hallasen en aquella guerra en servicio de la patria y favor de los lacedemonios. Diodoro salió de una batalla muy cruel que se dio en esta guerra; Grilo murió peleando valerosamente. Cuando le llevaron a Jenofonte la nueva de la muerte del hijo, estaba haciendo un sacrificio con su corona puesta como era de costumbre. Y oyendo decir que su hijo había muerto, se quitó la corona como para dejar el sacrificio; mas añadiendo el mensajero entonces que había muerto como bueno, volvió a ponérsela y llevar adelante su sacrificio, como hombre que no le penaba la muerte del hijo que con honra había perdido. Dicen que no lloró por él lágrima ninguna, y que solamente dijo: «Ya yo sabía que le había engendrado para que muriese». La muerte de Grilo fue muy celebrada de muchos de los grandes ingenios que entonces había en Grecia, los cuales, para consuelo del padre y para loor del muerto, hicieron muchos epigramas y epitafios. Y aun Sócrates también escribió sus loores como materia digna con que él se debía emplear.
Murió Jenofonte en Corinto, y algunas conjeturas hay por donde se cree que hubo alguna envidia o enemistad entre él y Platón, que parece que por ser ambos discípulos de tal maestro como Sócrates era, hubieran de ser muy conformes amigos; mas por ser tales y tan altos ingenios, parece que no se podían sufrir sin tenerse envidia.
Mas quiero ya dejar a Jenofonte y sus obras, y decir de mi translación, la cual si acaso le pareciere a alguno que no va muy pulida en el castellano, no se debe maravillar mucho de esto, porque, habiéndome criado tanto tiempo, así en el estudio como fuera de él, en tierras y naciones extrañas lejos de España, donde se usaba más la lengua griega, latina, y francesa e italiana, y otras lenguas particulares y propias de la tierra, que no la mía española; y después acá, tratando de cada día estas lenguas, para lo que toca a mi cargo en servicio de su majestad, más que la mía propia, no es mucho que esté olvidado de la elegancia de la la lengua castellana. […]