A continuación tienes una de las partes de la Anábasis de Jenofonte, texto transcrito, modernizado, etc., por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com a partir de la traducción de Diego Gracián.
Los griegos mudan el camino que llevaban para irse por los montes de los carducos, enemigos de los bárbaros. Estos carducos les vedaban el paso, y así eran forzados los griegos siempre a caminar peleando por los montes y acometiendo grandes cosas, señaladamente en la subida de una gran montaña. Los griegos al fin llegaron a Armenia, y allí los de la tierra también los acometían y estorbaban la pasada del río Centrites. Después por concierto tuvieron el paso libre por toda Armenia, aunque no sin algunas peleas. La nieve también por la cual caminó el ejército algunos días les hizo mucho daño. También tuvieron que pelear con los fasianos y otras gentes sus comarcanas, y con los colcos casi pelearon en batalla tendida, sino que por huirles tan presto, no duró mucho.
- Los griegos atraviesan la tierra de los carducos y pierden a dos guerreros cuando Querísofo no espera a Jenofonte en la retaguardia
- Los griegos progresan lentamente por las montañas, con los carducos dificultándoles el paso por el área. Hay una refriega para obtener el control de los collados y colinas
- Desanimados, los griegos no saben qué hacer cuando se las ven con los carducos por detrás y un río profundo con un nuevo enemigo, hasta que Jenofonte tiene un sueño
- Hay una intensa nevada en Armenia, y Teribazo sigue a los griegos por su territorio con un ejército formidable
- Los griegos se enfrentan a las penurias de la nieve. Luego se contentan con la hospitalidad recibida en una aldea
- Los griegos se enfrentan a un enemigo en un paso montañoso, y Jenofonte sugiere tomar la montaña antes de seguir por el paso
- Los griegos tienen dificultades al capturar la fortaleza de los taocos. Los soldados por fin avistan el mar
- Al llegar a una ciudad griega muy poblada, Trapisonda, los soldados se toman un largo descanso y celebran una competición de juegos
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Lo que los griegos hicieron en la entrada de Asia con Ciro su caudillo hasta la batalla en que él murió y lo que acaeció después de la batalla, mientras duraron las alianzas y treguas hechas entre el rey y los capitanes que pasaron con Ciro, y lo que sucedió después que el rey y Tisafernes en su nombre las rompieron, y la guerra que tuvieron los griegos con el ejército de los persas que los perseguían, en el tercer libro fue declarado.
Ya que llegaron al río Tigris, que por ser muy ancho y muy hondo de todas partes no se podía pasar, viendo sobre él los montes de los carducos, que eran muy altos y muy ásperos, determinaron los capitanes de ir por medio de ellos, pues no tenían pasada por otra parte.
Porque de los cautivos habían entendido que, pasados los montes de Carducia, llegarían a las fuentes del río Tigris que nacen en Armenia; y si querían pasarlo por allí, podrían hacerlo fácilmente, y si no, pasarían alderredor de ellas. Y los mismos decían que no estaban lejos del río Tigris las fuentes del río Éufrates, que también se podían pasar por aquella parte, porque iba estrecho.
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Así que, sabido esto, tomaron su camino derecho a los montes de Carducia lo más secretamente que pudieron, por no ser sentidos de los enemigos, anticipándose a tomar la cumbre del monte antes que los enemigos les previniesen. A la postrera vela, cuando les quedaba tanto de la noche que podían pasar todo el campo a oscuras, levantáronse todos, como les fuera mandado y, caminando juntamente con gran silencio, llegaron al monte ya que amanecía.
Querísofo guiaba en la delantera con sus compañías y con todos los soldados armados a la ligera; y Jenofonte iba en la retaguardia con los soldados armados de armas pesadas, sin que llevase ninguno de los ligeros, porque no había peligro de que, subiendo los primeros el monte, les acometiese alguno por las espaldas. Y de esta suerte, antes que los enemigos los pudiesen sentir, llegó Querísofo con su gente a la cumbre del monte, y de ahí continuó su camino, siguiéndole todo el escuadrón, hasta que descendieron a los lugares que estaban en los llanos del monte.
Cuando los carducos los vieron, tomaban sus mujeres e hijos, y con ellos huían a los montes, desamparando sus casas. Había aquí gran cantidad de víveres, y las casas estaban llenas de vasos de hierro y acero de valor, y no robaban nada de ellas los griegos, ni hacían mal a los hombres, sino que los perdonaban, hasta saber si los dejarían pasar en paz por la tierra, pues decían que eran enemigos del rey: solamente tomaban las provisiones necesarias, como las hallaba cada uno, porque tenían necesidad de ellas. Mas las carducos ni quisieron venir cuando los nuestros los llamaron, ni mostraron ninguna buena señal de amistad; antes, cuando los postreros escuadrones de los griegos descendían del monte a los lugares viniendo de noche oscura, porque habían gastado todo el día en pasar aquel camino estrecho, se ayuntaron algunos de los carducos y acometieron a los que se quedaban atrás y mataron a algunos de ellos, y a otros hirieron con piedras y flechas, siendo muy pocos los carducos. Porque el ejército de los griegos les había acometido de improviso, y a la verdad que, si fueran muchos, peligrara la mayor parte del ejército de los griegos. Aquella noche se albergaron los griegos en los lugares, estando en medio de los carducos que estaban alderredor, y encendían lumbre en los montes, guardándose los unos a los otros.
Venida la mañana, se juntaron a consejo los caudillos y capitanes de los griegos, y determinaron de retener solamente las bestias más necesarias para el carruaje, porque pudiesen caminar más ligeros, y dejar todos los otros embarazos, y los cautivos y esclavos que poco antes fueran tomados en la guerra. Porque los retardaban en el camino las muchas bestias y esclavos que había, y muchos de aquellos que tenían cargo de esto no eran para pelear y tenían doblada costa con ellos, habiendo de llevar a todas partes tanto número de hombres inútiles. Y como fue ordenado, así lo mandaron luego pregonar y publicar.
Después que hubieron comido, comenzando a caminar los capitanes, se pusieron en una senda angosta por donde todos pasaban, y al que hallaban con algo de aquello que habían mandado dejar, se lo quitaban. Todos fueron muy obedientes a su mandado, sino fue a dicha alguno que a escondidas pasaba alguna moza hermosa su amiga, u otra cosa muy preciada. Y así caminaron este día a ratos peleando, y a ratos descansando.
El día siguiente, aunque les amaneció con gran frío y tempestad, les fue forzado de caminar, porque no tenían hartos mantenimientos. Iba Querísofo guiando en la delantera, y Jenofonte en la retaguardia, porque los enemigos los apretaban muy reciamente y por lugares estrechos se les acercaban y tiraban piedras con las hondas, y con arcos, saetas. De manera que los griegos eran constreñidos a volver a ellos para defenderse, y otras veces retirándose a caminar a paso y despacio. Por lo cual Jenofonte, que venía en la retaguardia, hacía señas a menudo que esperasen los que iban delante, porque los enemigos los apretaban. Mas Querísofo, que otras veces solía mandar a los suyos que se detuviesen, entonces no quería esperar, sino que se apresuraba cuanto podía y mandaba a los otros que le siguiesen por donde manifiestamente se conocía que había causa para ello; pero no había espacio para venírselo a preguntar. De manera que los de la retaguardia caminaban tan apriesa que a todos parecieran huir. Y en este rebate murió Cleónimo de Lacedemonia, varón bueno y esforzado, herido de una saeta que le falseó el escudo y la cota, y le pasó al costado, y también murió Basias de Arcadia con otra que le atravesó la cabeza.
Cuando llegaron a juntarse los capitanes, luego Jenofonte, así como estaba de camino, se llegó a Querisofo y le preguntó la causa por qué no había esperado, sino que los había constreñido a huir y pelear juntamente.
«Ves aquí —dice—, fueron muertos dos hombres de los más esforzados, que ni pudimos ni tuvimos espacio de levantarlos ni enterrarlos».
A esto le respondió Querísofo diciendo: «Alza los ojos, Jenofonte, y mira estos montes tan ásperos y altos, que no hay por donde se puedan pasar: solo un camino, como ves, hay por montañas, y este muy angosto y cercado de tanta multitud de gentes que guardan la garganta del monte por donde forzosamente hemos de bajar a lo llano. Por esto solo me apresuraba sin quererte esperar, para prevenir los enemigos y tomar la cumbre del monte antes que ellos la ocupasen como pensaban, para estorbarnos desde allí la pasada. Porque los guías que tenemos me decían claramente que no hay otro camino por donde ir sino este».
Respondiole Jenofonte: «Pues yo tengo otros dos guías que tomé de los enemigos. Porque cuando los enemigos nos acosaban me puse en celada, siquiera por respirar algún tanto del trabajo de la guerra, y entonces matamos algunos de ellos y procuramos de tomar algunos de ellos vivos, por tener algunos guías que supiesen la tierra de que nos pudiésemos servir».
Luego hicieron traer los dos hombres cautivos ante sí y, separadamente, les preguntaron si sabían algún otro camino fuera de aquel público y conocido. El uno de ellos dijo que no y, aunque por muchas amenazas le apretaron, siempre negó. Cuando vieron que no podían sacar de él cosa que les aprovechase, a la vista del otro le degollaron. Entonces, el compañero que quedaba vivo dijo que aquel había negado lo que sabía porque temía le viniese algún mal a una hija casada que tenía en un lugar por el camino que sabía, mas que él los llevaría por un camino por donde las bestias también podían ir a placer.
Preguntado si había otro mal paso alguno, respondió que tan solamente había una cuesta, la cual habían menester tomar antes que los enemigos porque, de otro modo, decía ser imposible poder pasar. Oído esto, los capitanes mandaron llamar a los cabos de escuadras y la gente de escudos, y algunos de los armados de armas pesadas, y declarándoles lo que pasaba les dijeron que, si había alguno entre ellos que quisiese dar muestra de su esfuerzo y valentía, se ofreciese de tomar a su cargo aquel hecho de tomar la cuesta.
Salieron de los armados Aristónimo Metidrieo y Agasias de Estinfalia, naturales de Arcadia, que lo aceptaban. Pero también hubo contienda entre Calímaco Parrasio Arcadio y Agasias de Estinfalia, porque este decía que quería ir, tomando consigo los que de su voluntad le quisiesen acompañar del ejército.
«Porque bien sé —dice— que me seguirán muchos mancebos si yo voy por caudillo».
Demás de esto, preguntaron los capitanes si había alguno de los ligeros, ahora fuesen coroneles, capitanes, cabos de escuadras o soldados, que quisiesen también ir a aquella empresa. Y luego se levantó Aristeas, natural de Quíos, varón esforzado y muy afamado entre todos los del ejército, que se ofreció a ello.
2
Ya que anochecía, mandaron los capitanes que cenasen de presto y se partiesen, y diéronles un cautivo atado que llevasen por guía, quedando con ellos de concierto que, si aquella noche tomasen la cuesta, guardasen el lugar, y luego de mañana hiciesen señal con la trompeta y desde lo alto acometiesen los enemigos que tenían tomado aquel tránsito o subida ancha y descubierta por donde habían de pasar; y que ellos vendrían en su ayuda subiendo lo más presto que pudiesen. Y con este concierto se partieron todos aquellos, que serían en número hasta dos mil hombres, y en el camino les tomó una muy grande agua del cielo.
Jenofonte, con toda la gente de la retaguardia, se partió derecho a aquel camino ancho y descubierto que tenían ocupado los enemigos, para que, teniendo los enemigos ojo a ellos, no se recelasen de los que habían de descender de la cuesta del monte. Cuando los de la retaguardia llegaron a un arroyo que habían de pasar de necesidad para salir al camino derecho, los bárbaros comenzaron de lo alto a revolver unas piedras molares grandes y pequeñas, e hiriendo con ellas en los peñascos, resaltaban con tanto ímpetu como si fueran tiradas con honda, y venían a parar en el camino, de manera que era muy difícil de pasar.
Y así algunos de los capitanes, no pudiendo pasar por este camino, tentaron de ir por otra vía. Venida la noche, que sintieron no poder ser vistos por la oscuridad, se fueron a cenar; porque había muchos en la retaguardia que no habían comido aquel día. Los enemigos no cesaron toda la noche de revolver y lanzar piedras, lo cual se pudo bien conjeturar del sonido que daban.
En este medio, los que venían por el monte con su guía rodearon la vuelta y dieron sobre los guardas de los enemigos que estaban sentados al derredor de los fuegos; y a unos de ellos mataron y a otros lanzaron de las estancias, y se quedaron en ellas pensando que ya tenían la cumbre. Mas no la tenían, porque sobre ellos había una cuesta, cerca de la cual estaba un camino estrecho donde los enemigos tenían puestos sus guardas, y desde allí por otra senda venían a dar al lugar en que estaban los enemigos.
Aquella noche durmieron los griegos en aquella cuesta. Venida la mañana, caminaron todos calladamente, puestos en ordenanza derecho a los enemigos, cubiertos de una niebla que hacía, de manera que no pudieron ser vistos hasta que fueron cerca de los enemigos. Cuando se vieron los unos a los otros, sonaron las trompetas; y luego los griegos, dando voces y alaridos, acometieron los enemigos con tanto ímpetu y corazón que ellos no les osaron esperar, sino que, desamparando el camino, volvieron las espaldas y huyeron, aunque pocos de ellos fueron muertos, porque, como estaban desembarazados, fácilmente se pudieron escapar.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Los de Querísofo, cuando oyeron la trompeta, todos acudieron al camino real. Los otros capitanes iban por las sendas cada cual como podía, hasta llegar a lo alto; y los que habían subido ayudaban a subir los otros asidos de las puntas de las lanzas y tirando hacia arriba como quien sacaba agua del pozo; y estos fueron los primeros que se juntaron con los que habían tomado la cuesta.
Jenofonte, con la mitad de la retaguardia, caminaba por el mismo camino que iban los primeros con su guía, porque era tan bueno que las bestias podían andar por él, y a la otra mitad mandó que fuesen en guarda del carruaje. Pasando su camino adelante, llegaron al collado que estaba sobre el camino, el cual estaba ya tomado de los enemigos, de manera que de necesidad habían de romper por medio de ellos, o asentar su real apartado de los otros griegos que iban delante.
Y aunque ellos podían muy bien ir por el camino que iban los otros, las bestias no podían pasar por ninguna vía. Por lo cual, animándose los unos a los otros, arremetieron para los que estaban en el collado con sus escuadrones derechos y extendidos, sin hacer vuelta de caracol por dejar campo a los enemigos y camino para huir si quisiesen. Cuando los bárbaros vieron que subían el collado tan denodadamente, ni osaron tirar las flechas ni otros tiros, aunque estaban cerca del camino, sino que, desamparando las estancias, huían cuanto podían.
Y de esta manera pasaron los griegos a su salvo el collado. Y viendo más adelante otro collado, que asimismo estaba ocupado de los enemigos, determinaron también de ir a él. Entonces Jenofonte, recelándose que si dejaba solo y sin guarnición aquel collado que habían ganado, los enemigos le tornarían a tomar, y desde allí harían mucho mal a los de su carruaje, cuando pasasen por el camino estrecho que allí cerca estaba, mandó quedar allí dos capitanes con guarnición, a Cefisodoro de Atenas, hijo de Cefisifón, y a Arcágoras de Argos, que estaba desterrado de su tierra, y él con todos los demás se partió derecho al segundo collado, el cual tomaron luego de la misma manera que el primero.
Aun les quedaba de pasar el tercer collado, que era más agrio y áspero de subir, el cual dominaba la cuesta de donde los de la empresa que arriba dijimos lanzaron los enemigos que estaban puestos en guarda junto a los fuegos la noche pasada. Y cuando los griegos se acercaron a él para subir, los bárbaros, sin pararse a pelear, desampararon el lugar y se fueron huyendo, de manera que todos se maravillaban de esto y sospechaban que los bárbaros habían huido y dejado el collado porque se temían no fuesen cercados de los nuestros. Viendo los otros griegos delanteros desde el collado lo que habían hecho los de la retaguardia, se retiraron hacia ellos.
Y Jenofonte, con los más mancebos, subió a lo alto, mandando a los otros que le siguiesen poco a poco, hasta que en el camino en algún lugar llano pusiesen las armas y descansasen. En esto llegó Arcágoras de Argos, que había escapado de los enemigos huyendo, y díjoles que los enemigos habían lanzado del cerro a los griegos que allí habían quedado en guarnición, y muerto a Cefisodoro y Anficrates, y a todos los que estaban con ellos, excepto aquellos que, saltando por las peñas y piedras, se habían salvado y alcanzado a los de la retaguardia, a donde se acogieron.
Esto hecho, los bárbaros se subieron en el cerro que estaba frontero de la cuesta donde estaban los griegos, de donde Jenofonte por un intérprete hacía con ellos sus tratos, pidiéndoles que le diesen los muertos para sepultarlos. Y ellos le respondieron que los darían de buena gana, con tal condición que los griegos no quemasen los lugares de la tierra. Y Jenofonte prometió de cumplirlo así. Mientras que andaban en estas pláticas y pasaba todo el ejército, los bárbaros se pusieron en el mismo lugar que habían dejado vacío los griegos.
Aquí hicieron alto los enemigos; y después que comenzaron los griegos a bajar el collado para juntarse con los otros en aquel llano donde se habían desnudado las armas para reposar, iban los enemigos muy espesos, y con gran ruido y alboroto; y cuando fueron en la cumbre del cerro, de donde Jenofonte había descendido, comenzaron a revolver piedras de arriba, de manera que a uno de los nuestros quebraron una pierna. Y allí quedó Jenofonte desamparado de su escudero que le servía del escudo, mas sucedió en su lugar Euríloco Lusieo Arcadio, que acorrió de presto, y amparó a los dos con su escudo, y se retiró a su plaza, y los otros asimismo se retiraron a sus escuadrones.
Aquí se juntó todo el ejército de los griegos y sentaron su real en unos lugares muy buenos y abundantes de todos mantenimientos y provisiones necesarias, y principalmente de vino, que había mucho y muy bueno, guardado en unos lugares enyesados. Jenofonte y Querísofo hicieron sus conciertos con los bárbaros que les diesen los muertos para enterrarlos, en trueque de aquel cautivo que les había servido de guía en aquel camino. Y cuando los hubieron recibido, les hicieron sus honras y exequias lo mejor que pudieron, según pertenecía a varones buenos y esforzados.
El día siguiente alzaron real y continuaron su camino sin guía, y los enemigos los iban siguiendo, peleando a veces donde veían oportunidad; y donde había algún paso estrecho procuraban de estorbarles la pasada. Mas cuando los enemigos trabajaban de estorbar a los de Querísofo, que iban en los delanteros por vanguardia, Jenofonte, que venía con los traseros en la retaguardia, subía en los cerros, y desde allí les hacía daño a los enemigos, y abría el camino a los de Querísofo, procurando de ponerse siempre encima de los que les estorbaban la pasada. Y cuando por el contrario los enemigos acometían a los postreros de la retaguardia, descendía Querísofo у afrontando con ellos socorría a los de Jenofonte y les descubría el camino. Y de esta manera se ayudaban los unos a los otros, haciendo cada cual su deber por su parte.
Y cuando alguna vez los nuestros subían algún cerro, los enemigos los esperaban, y a la bajada les daban bien en que entender, porque venían muy ligeros, y aunque se acercasen, podían fácilmente huir, porque no traen armas de peso, sino arcos y hondas. Son muy buenos flecheros, y tienen los arcos de tres codos de largo, y las flechas de más de dos codos, у al tirar cuando extienden la cuerda para soltar la flecha estriban con el pie izquierdo por debajo del arco. Y de esta manera llevan tanta fuerza las flechas que penetran los escudos y las cotas, y pasan a la carne. Todas las que caían en el real tomaban los griegos y, atándoles un aviento por medio, se aprovechaban de ellas por tiro o azagaya para tornarlas a tirar a los bárbaros. En estas tierras los nuestros flecheros cretenses se mostraron de mucho provecho, cuyo capitán era Estratocles de Creta.
3
Este día se alojaron en aquellos lugares que estaban en el campo junto al río Centrites, que tiene de ancho doscientos pletros, y parte la provincia de Armenia de la tierra de los carducos, y esta este río seis o siete estadios apartado de los montes de Carducia.
En estos lugares reposaron los griegos a su placer, porque tenían abundancia de todas las provisiones necesarias, las cuales tomaban con más deleite, acordándose de los trabajos pasados. Porque en todos aquellos siete que anduvieron por tierra de los carducos, ninguno se les pasó sin pelear, padeciendo tantos males cuales nunca sufrieron del rey ni de Tisafernes.
Así que, viéndose libres de ellos, reposaban de mejor gana. El día siguiente, mirando al río, vieron de la otra parte gente de caballo armados, como para estorbarles la pasada, y en unos cerros encima de los de caballo vieron algunas bandas de infantería puestas en ordenanza, que al parecer mostraban quererles impedir la entrada en Armenia.
Estos todos eran armenios y migdonios y caldeos, cogidos por sueldo de Orontes y Artuco, capitanes del rey. De los caldeos dicen que es nación libre y muy valiente, tienen por armas unos escudos grandes como paveses y lanzas muy largas. Desde el río a los cerros donde aquella infantería estaba puesta en ordenanza, podía haber hasta tres o cuatro pletros, esto es, trescientos o cuatrocientos pletros. Había un solo camino para ir a la otra parte, que parecía hecho de mano, por donde tentaron de pasar los griegos.
Mas a cualquiera que entraba le llegaba el agua hasta los pechos, y corría el río muy recio entre unas rocas, y piedras grandes y resbaladizas, de manera que no osaban entrar por él armados, de miedo que no les arrebatase la corriente del agua, ni tampoco llevar las armas en la cabeza, por no dejar los cuerpos desnudos y descubiertos a las saetas y tiros de los enemigos. Así que se retiraron atrás, y asentaron su real cerca del río.
Desde allí vieron muchos de los carducos puestos en armas, y ayuntados en aquel mismo lugar del monte donde los griegos habían estado la noche pasada: entonces tuvieron gran pavor, porque de la una parte veían la dificultad de pasar el río, y los que estaban a la orilla para estorbarles la pasada, y por otra los carducos, que les seguían por detrás, y les acometerían por las espaldas a la pasada del río.
Pues como estuviesen en tanto miedo y angustia todo aquel día y la noche, a Jenofonte, entre sueños, le pareció que se veía atado con unas prisiones, y que estas se rompían de sí mismas, y quedaba suelto, y se iba y entraba donde quería. Cuando fue de día se fue para Querísofo y díjole que tuviese buena esperanza, y contole su sueño. Querísofo fue muy gozoso de ello, y luego que vieron la luz del día hicieron sus sacrificios todos los capitanes, los cuales se les mostraron favorables; y acabados, se tornaron a sus compañías, y mandaron a los suyos que comiesen.
Estando Jenofonte comiendo, llegaron dos mancebos y entráronse de rondón a él, porque bien sabían todos ser lícito a cada cual entrar donde estaba cuando comía o cenaba; y aun cuando durmiese, mandaba que le despertasen, si viniese alguno con algo que perteneciese a cosas de la guerra. Así que entrados los mancebos le contaron que, estando ellos cogiendo leña para el fuego en la orilla del río, habían visto de la otra parte sentados en unas piedras a un viejo y una mujer y dos muchachas que ponían unos envoltorios de paños en los peñascos.
Y cuando los vieron, les pareció que podían ellos seguramente pasar allá, y que los enemigos de caballo no podían llegar allí por la aspereza de las peñas. Así que se desnudaron, tomando las dagas desenvainadas en las manos, pues habían de pasar a nado de la otra parte, y entrados en el río, lo pasaron sin mojarse poco más de la rodilla, y pasados les tomaron los paños y se tornaron con ellos por el mismo vado.
Oído esto Jenofonte, luego hizo sus sacrificios, mandando a los mismos mancebos que echasen vino para sacrificar ellos, e hizo sus votos a los dioses que le habían revelado el sueño y mostrado el vado, para que les cumpliesen todo lo demás. Hecho esto, llevó a los mancebos a Querísofo, que contasen lo mismo; y ellos lo hicieron así.
Y cuando Querísofo lo oyó, hizo luego sus sacrificios; y acabados, mandó a todos los suyos que alzasen real. Y llamados los capitanes, todos juntos tomaron su consejo cómo podrían mejor pasar el río, de manera que venciesen los que estaban de la otra parte y no recibiesen daño de los carducos que les seguían por las espaldas.
Finalmente determinaron que Querísofo fuese en la delantera, y comenzase a pasar con la mitad del ejército, y la otra mitad quedase en la retaguardia con Jenofonte; y que el carruaje y las bestias y todos aquellos que no eran para tomar armas los llevasen en medio. Y así comenzaron todos a marchar, guiándoles aquellos dos mancebos que arriba dijimos, por la orilla arriba, dejando el río a la mano izquierda y continuando el camino que venía a dar al vado, que tenía cerca de cuatro estadios.
Y por la otra parte del río caminaban los escuadrones de la caballería enemiga a la pareja de los nuestros. Cuando llegaron al vado del río, se quitaron las armas, y Querísofo el primero de todos con su corona puesta en la cabeza, se desnudó su cota. Después se tornó a vestir de sus armas y mandó a todos los otros que se armasen, y a los capitanes que pasasen con sus escuadrones a punto, los unos a la parte derecha, y los otros, a la izquierda.
En este medio, los sacerdotes hacían sus sacrificios a par del río. Los enemigos tiraban flechas y usaban de las hondas, pero no podían alcanzar a los nuestros. Y cuando vieron que los sacrificios se les mostraban prósperos, todos los soldados a una comenzaron a cantar su peán, cántico acostumbrado, dando voces y alaridos muy regocijados, y con ellos juntamente las mujeres, porque venían muchas en el ejército.
Y luego Querísofo el primero, y tras él todos los suyos, entraron en el río. Jenofonte, tomando consigo los más aparejados de la retaguardia, corrió a rienda suelta, tornando hacia a aquel lugar de donde poco antes habían partido, donde se parecía la pasada por los montes de Armenia, fingiendo que quería pasar por allí, para atajar los enemigos de caballo que estaban de la otra parte del río.
Viendo los enemigos que los de Querísofo pasaban el río tan fácilmente y que Jenofonte venía corriendo a pasar el vado más abajo, temiendo no fuesen tomados en medio, huyeron cuanto pudieron hacia la senda que va desde el río a los montes, y, llegados a ella, tiraron por su camino adelante derecho al monte.
Cuando Licio, capitán de una compañía de hombres de armas, y Esquines, capitán de otra compañía de la gente de escudos, vieron huir los enemigos desapoderados, dieron tras ellos, siguiéndolos en el alcance, aunque los otros del ejército les daban voces que los dejasen ir, y se quedasen ellos, para subir todos juntamente el monte. Querísofo, después que se vio de la otra parte del río, no curó de seguir los enemigos de caballo, sino revolvió con todos los suyos a dar sobre la infantería de los contrarios, que estaban allí cerca en los cerros junto al río, como arriba dijimos. Mas como estos infantes viesen que los suyos de caballo habían huido y que los soldados de armas pesadas de Querísofo venían a romper en ellos, desampararon los cerros y huyeron.
Cuando Jenofonte vio que a los griegos les sucedían bien sus hechos de la otra parte del río, tornó de presto hacia el vado para pasarle; porque ya los carducos descendían en los llanos, para haber de acometer los postreros de la retaguardia que estaban por pasar. En este medio Querísofo había tomado ya los cerros, de donde se había partido la infantería de los enemigos. Y Licio, que con algunos de caballo había ido en el alcance de los contrarios, tomó mucho del carruaje que habían dejado, y entre ello muchos vasos de oro y plata y vestiduras muy preciosas.
Ya que todo el carruaje y compañías de los griegos pasaban a porfía el vado, revolvió Jenofonte sobre los carducos, para afrontar con ellos, y mandó a los capitanes que repartiesen sus compañías en escuadras, haciéndolas desfilar sobre la izquierda, formados en batalla, y que acometiesen a los carducos los capitanes y cabos de las primeras escuadras, y los de las últimas que se quedasen con los demás en guarda a la orilla del río.
Cuando los carducos vieron los de la retaguardia desacompañados, y que al parecer eran pocos, de presto movieron para ellos cantando sus ciertos cantares, y apellidando en su lengua. Mas Querísofo, que ya estaba en seguro, envió a Jenofonte la gente de escudos, los tiradores de hondas y los flecheros, amonestándoles que hiciesen lo que Jenofonte les mandase.
Cuando Jenofonte los vio descender, envioles de presto un mensajero a decirles que se esperasen en la orilla del vado apercibidos para pasar, y que, luego que le viesen a él comenzar a pasar, que ellos también de la otra parte, repartidos en dos partes como para haber de pasar a él, viniesen al encuentro con sus tiros y azagayas enlazados, y sus flechas a punto, sin acabar de pasar el vado.
Y vuelto a los suyos, les mandó que cuando oyesen soltar las hondas y sonasen los escudos, con esta señal todos a una apellidando fuesen corriendo a romper en los enemigos, hasta que los hiciesen huir; y cuando les viesen volver las espaldas, entonces al son de la trompeta que haría señal desde el río se retirasen, y dando media vuelta a la derecha siguiesen a los cabos de escuadras, y corriesen todos de presto al río; y así como llegasen, cada compañía pasase de presto, sin esperar a pasar todos de tropel, porque no estorbasen los unos a los otros; y que sería tenido por mejor aquel que pasase primero.
Viendo los carducos el número disminuido, y que habían quedado pocos de los griegos (porque muchos de los que habían de esperar en ordenanza se partían, o por causa de las bestias o del carruaje, o de alguna mujercilla su amiga que iba delante), dieron sobre ellos con mucha osadía y comenzaron de tirarles con sus hondas y arcos. Los griegos todos a una revolvieron de presto sobre ellos, y cantando su cántico y apellidando, rompieron en los enemigos con tanto ímpetu que los hicieron huir, no osando esperar, porque no estaban armados de armas pesadas como los nuestros, sino a la ligera; y por eso estaban más aparejados para huir y correr que para esperar y pelear a las manos.
En esto hizo señal la trompeta, y cuando los enemigos la oyeron, huían más que de antes; y así los griegos se volvieron al río, apresurándose para pasar el vado. Algunos de los enemigos que sintieron este ardid de los nuestros tornaron otra vez corriendo hacia el río y con flechas hirieron a algunos de los nuestros; pero la mayor parte de los enemigos huía aún, cuando los griegos habían ya pasado de la otra parte. Los griegos que llegaron al encuentro de Jenofonte para ayudarle, queriéndose mostrar valientes y esforzados, siguieron más adelante los enemigos que los otros; y así tornaron después de todos a pasar el río con Jenofonte, y algunos de ellos fueron heridos.
4
Cuando todos fueron pasados, que sería cerca de mediodía, puestos en ordenanza caminaron cinco leguas por los campos de Armenia, subiendo y bajando algunos collados no muy altos, hasta llegar a poblado, porque no había lugares cerca del río por las continuas guerras que tenían los comarcanos con los carducos. El primer lugar donde llegaran era muy grande y muy bueno, y había en él un palacio del gobernador de la tierra y muchas casas buenas con sus torres y almenas, y estaba muy abastecido de todas provisiones necesarias.
De aquí se partieron y en dos jornadas caminaron diez parasangas, hasta que llegaron a las fuentes del río Tigris. Salidos de aquí, caminaron en tres jornadas quince parasangas hasta el río Teleboa, que, aunque no es muy grande, tiene muy hermosa ribera, y junto a él hay muchos lugares.
Esta tierra se llama Armenia al Occidente, en la cual estaba por gobernador Teribazo, muy amigo del rey; y cuando el rey quería cabalgar para salir fuera, él y no otro le ponía encima del caballo. Este salió a los griegos con algunos de caballo, y por un intérprete envió a decir a los capitanes que les quería hablar; y ellos fueron contentos de ello; y venidos con él en habla, le preguntaron qué quería; el cual les respondió que quería hacer tratos con ellos con estas condiciones: que ni ellos hiciesen mal ni injuria a los griegos, ni tampoco los griegos les quemasen las casas y la tierra, sino que tomasen las provisiones que hubiesen menester. Estas condiciones parecieron a los capitanes ser justas; y así hicieron con él sus conciertos.
Partidos de aquí, caminaron por los campos tres jornadas, en que anduvieron quince parasangas. Y Teribazo venía siempre detrás en su seguimiento con su gente de caballo, apartado de ellos por trecho de diez estadios. Y continuando su camino adelante, llegaron a un castillo que tenía muchos lugares al derredor, donde hallaron gran abundancia de todos mantenimientos.
Después que hubieron asentado su real, aquella misma noche cayó gran nieve del cielo, por la cual causa luego de mañana determinaron todos los capitanes de aposentar en aquellos lugares por compañías los soldados; porque no veían enemigos ningunos, y de todas partes les parecía que estaban seguros por la mucha nieve. Aquí tuvieron muy cumplidamente todas las provisiones necesarias, ganado, pan, vino añejo excelente, pasas, y verdura de toda suerte. Algunos que se derramaron del real, llegaron con nuevas que habían visto de lejos hueste de enemigos, y muchos fuegos que relumbraban de noche; por lo cual les pareció a todos los capitanes que no era seguro estar aposentado el ejército apartados unos de otros, sino que se juntasen todos, aun cuando tuviesen que quedarse al sereno.
Así que salieron al campo y estando aquella noche toda al sereno, cayó tanta de la nieve que cubría las armas, los hombres y las bestias; de manera que no se podían levantar de entumecidos, sino que era muy gran lástima de verlos a todos tendidos en la nieve. Entonces Jenofonte el primero de todos se desnudó la ropa y, tomando su hacha en la mano, comenzó a partir leña; y luego de presto se levantó otro con él y le quitó de aquel oficio de partir leña, y tras este se levantaron otros muchos y cortaron leña, y encendieron muchos fuegos, y se calentaban y untaban a la lumbre; porque hallaron allí mucho unto, así de puerco como de alegría, de almendras amargas y de resina, de que se aprovechaban en lugar de olio para untarse.
Entonces les pareció que debían tornarse a aposentar en los lugares y meterse so techado. Y así los soldados con mucho placer y alegría se tornaron a sus posadas, donde tuvieron abundantemente lo necesario. Y los que de ellos quemaron las casas donde se habían albergado de antes tuvieron el pago de su merecido, porque les fue forzoso dormir al sereno. Desde aquí enviaron aquella misma noche a Demócrates Temenites con algunos soldados que le acompañasen, para que subiesen a los montes, de donde los que se derramaron del real decían que habían visto los fuegos. Porque era Demócrates hombre de crédito y de quien mucho se confiaban, porque siempre le habían hallado verdadero en todo lo que hablaba; y decía lo que era y lo que no era. Cuando este fue tornado, dijo que no había visto fuegos ningunos, pero trajo un cautivo atado que tenía su arco pérsico y aljaba y un segur, como acostumbran traer las amazonas.
Y siendo preguntado de qué tierra era, respondió que era persa y uno de los del ejército de Teribazo, y que se había apartado del real para buscar mantenimientos. Otra vez le tornaron a preguntar qué tan grande era el ejército de Teribazo, y para qué fin era allí ayuntado. Y él respondió que demás de los suyos traía Teribazo muchos calibes y muchos taocos cogidos por sueldo, y que se aparejaba con todos estos para que a la cumbre del monte, en un paso estrecho, por donde de necesidad habían de pasar los griegos, porque no había otro camino, los acometiese.
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Oído esto, parecioles a los capitanes que debían ayuntar todo su ejército; y dejando algunos de guarda en el real y por capitán de ellos a Sofoneto de Estinfalia, se partieron, llevando por guía aquel hombre cautivo. Cuando hubieron subido al monte, la gente que traía escudos, que venían los primeros de todos, como viesen el campo de los enemigos, no quisieron esperar a los hombres armados de armas pesadas, sino que, corriendo con grandes voces y alaridos, dieron sobre el real de los contrarios.
Los bárbaros, alborotados con este sobresalto, no osaron resistirlos, sino huyeron sin aguardar los demás. Y en este rebate murieron algunos de ellos y fueron tomados hasta veinte caballos y la tienda de Teribazo, en la cual hallaron mesas con pletros de plata y muchos vasos, y algunos ministros y oficiales suyos, así como panaderos y coperos.
Sabido esto por los capitanes de los de armas gruesas, parecioles que sería muy bien tornar de presto a su real; porque no recibiesen daño de los enemigos los que allí habían quedado en guarda. Y luego la trompeta hizo señal de retirarse; y así se partieron y tornaron aquel mismo día al real.
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El día siguiente tuvieron su consejo y parecioles que sería bien partirse de allí muy presto, antes que se tornasen a ayuntar los bárbaros y ocupasen aquel paso estrecho. Y así alzaron su real y caminaron por aquellas nieves, llevando consigo muchas guías; y el mismo día pasaron la cumbre y asentaron su real junto aquel paso estrecho, donde Teribazo pensaba de acometerlos.
Partidos de aquí, caminaron tres jornadas por tierra desierta hasta el río Éufrates, y pasáronlo mojándose hasta la cintura, porque no estaban lejos de las fuentes donde nacía; y continuando su camino por aquellos campos, que estaban cubiertos de nieve muy alta, en tres jornadas anduvieron quince parasangas.
Y la tercera jornada les fue muy trabajosa, porque tenían el viento cierzo de cara, que quemaba y helaba a los hombres. Entonces uno de los adivinos dijo que convenía sacrificar a los dioses del viento; y así le hicieron sus sacrificios acostumbrados, y luego claramente les pareció que se amansaba el viento.
Tenía la nieve seis pletros de alto, de suerte que perecieron muchas bestias y siervos del carruaje y casi treinta soldados. Aquella noche encendieron fuegos, porque había mucha leña en todo el camino de esta jornada.
Mas los que llegaban tarde no tenían leña, y los primeros que habían encendido fuego no admitían a los postreros a su fuego, si no lo compraban por pan u otro cualquier mantenimiento. Y de esta manera participaban los unos y los otros de todo lo que había. En cualquier parte que encendían fuego se hacía un gran hoyo después que se derretía la nieve, de lo cual se podía fácilmente medir cuán alta estaba.
Todo el día siguiente caminaron por la nieve, donde muchos comenzaron a desfallecer de hambre. Y Jenofonte, que venía en la retaguardia, veía algunos de ellos caídos, pero no sabía la causa de este mal. Pero después que uno de los experimentados le dijo que se caían de hambre, y que, si comiesen algo, que luego tornarían, llegándose a las bestias del carruaje tomaba provisión de pan y llegó y enviaba corriendo aquel refrigerio a los que tenían hambre, y aliviados con aquesto se levantaban y caminaban con los otros.
Ya que anochecía llegó Querísofo con toda su gente a un lugar, y vio unas doncellas que cogían agua de una fuente que estaba delante del castillo del lugar, las cuales se anticiparon a preguntarles quién eran.
Y ellos respondieron por su intérprete en lengua persiana que venían de parte del rey enviados al gobernador de la tierra. Y ellas dijeron que no estaba en el lugar sino en otra villa, una jornada de allí. Y porque era tarde se entraron juntamente con ellas en el castillo al alcaide de él; y Querísofo con todos los del ejército que pudieron se aposentaron en el lugar aquella noche. Los demás que no pudieron llegar a tiempo se quedaron en el camino y pasaron la noche al sereno sin comer y sin fuego, y algunos de ellos perecieron de frío.
Venía un tropel de los enemigos en seguimiento de los nuestros ayuntados en cuadrillas, y robaban lo que podían del carruaje y bestias de carga que se quedaban atrás, y peleaban y contendían sobre ello entre sí los unos con los otros. A algunos de los nuestros se les enturbiaron los ojos del frío de la nieve, y a otros se les entumecieron los dedos de los pies.
Para el mal de los ojos había este remedio: que ponían alguna cosa negra delante de ellos cuando andaban; y para el de los pies era bueno menearse y no estar quedos en un lugar, y descalzarse de noche los zapatos; porque si se acostaban calzados, entrábanse los lazos en los pies y les apretaban de manera que se les hinchaban y no los podían descalzar; mayormente que ya habían dejado el uso de los zapatos viejos y usaban de otros nuevos hechos de cuero reciente de vaca.
Por estos males y necesidades se quedaban algunos de los soldados atrás; y viendo acaso un lugar negrear de donde se había apartado la nieve, que, según parece, se había derretido con el vapor de una fuente que allí cerca estaba en un bosque, se fueron derechos para él; y posados allí, dijeron que no querían pasar adelante.
Sintiendo esto Jenofonte, que venía en la retaguardia, comenzó a rogarles y persuadirles por todas vías que no se quedasen, diciendo que venía detrás un tropel de enemigos, que darían sobre los postreros, y les harían cuanto mal pudiesen; y no aprovechando nada con ruegos, les amenazaba malamente; mas ellos estaban tan obstinados que le ponían los cuellos delante, mostrándoselos para que los degollase, diciendo que ya no podían más caminar.
Entonces le pareció que sería bien poner algún miedo a los enemigos que venían detrás, para que no acometiesen a aquellos que así estaban trabajados. Y ya que era de noche oscura, cuando los enemigos contendiendo entre sí sobre la presa se acercaron a los nuestros, levantáronse los de la retaguardia y de presto revolvieron sobre ellos; y también los que estaban cansados daban voces y alaridos a una, sonando con las lanzas en los escudos, lo cual puso tan gran espanto a los enemigos que luego se tornaron huyendo por medio de las nieves el valle abajo a meterse en el bosque, sin que ninguno de ellos alzase la voz.
Entonces Jenofonte, queriendo pasar adelante con los suyos, amonestaba a los débiles y cansados que tuviesen buen corazón, porque el día siguiente se llegarían a juntar con los compañeros de guerra, que les darían favor y ayuda. Apenas habían caminado cuatro estadios cuando encontraron en el camino a los otros soldados tendidos en la nieve descansando, sin guardas ni centinelas, que les dijeron cómo los delanteros no se habían movido de un lugar.
Oído esto, Jenofonte hubo muy gran pesar, y luego envió delante a los más esforzados de la gente de escudos, mandándoles que supiesen la causa por qué se habían quedado atrás. Y ellos tornaron luego con la respuesta, diciendo que todos los del ejército estaban echados en la nieve reposando. Y así también los de Jenofonte se albergaron aquella noche como pudieron sin cena y sin fuego poniendo los guardas y centinelas que hallaron a mano. Venida la mañana, Jenofonte envió los soldados más jóvenes que levantasen los débiles y cansados, y los hiciesen caminar.
Y en este medio Querísofo envió desde el lugar a algunos de los suyos a pesquisar cómo les había ido a los que venían en la retaguardia. Cuando estos los vieron fueron muy alegres y entregáronles aquellos enfermos para que los llevasen al real y los curasen; y pasaron adelante al lugar donde Querísofo se había aposentado, que no estaba más de veinte estadios de allí.
Cuando estaban ya todos juntos, tuvieron su consejo y parecioles sería bien aposentar toda la gente de guerra por compañías en los lugares para que estuviesen más seguros. Y así Querísofo se quedó en aquel lugar; y todos los otros capitanes, cada cual con su compañía se fue a aposentar al lugar que le había cabido por suerte. Entonces Polícrates de Atenas, uno de los capitanes, habiendo alcanzado de los otros todos que le dejasen ir libremente donde él quisiese, tomó consigo a los más aparejados soldados que había y con ellos corrió derecho para aquel lugar que había cabido por suerte a Jenofonte, y tomó de sobresalto a todos los del lugar y al alcaide, y halló diecisiete potros que se criaban allí para dar al rey en tributo y a la hija del alcaide, que no había más de nueve días que era casada, y su marido era ido a caza de liebres, que fue causa de no ser tomado como los otros.
Las casas de este lugar estaban debajo de tierra y tenían la puerta de hechura de pozos: por de dentro eran anchas, y las entradas de ellas abiertas por causa de las bestias; y los hombres bajaban a ellas por unas escaleras de caracol. Dentro de ellas había cabras, ovejas, bueyes, aves con sus hijos, y las bestias se mantenían dentro con heno. Había trigo, cebada, legumbres, y vino en sus vasijas. Había cebada en gran abundancia, cañas grandes y pequeñas sin nudos, y cuando alguno tenía sed, metíalas en la boca y, chupando, parecía que bebía vino puro, si no las mojaba en agua; y aun con ella era una bebida muy suave para el que estaba acostumbrado a beberla.
Jenofonte convidó a cenar al alcaide y rogole que no tuviese pena, y que tuviese buen corazón, que no perdería ninguno de sus hijos, y que le dejarían su casa más llena, cuando se partiesen, que la habían hallado a la entrada; con tal que procurase todo el bien que pudiese para el ejército de los griegos, hasta que pasasen otra tierra. Él les prometió que lo haría así como lo pedían, y, para dar a Jenofonte una prueba nada equívoca de su buena voluntad, le descubrió el lugar en que estaba guardado y escondido el vino. Y así pasaron aquella noche los soldados con abundancia de todos bienes, teniendo siempre en guarda al alcaide y a los hijos a vista de ojos.
El día siguiente Jenofonte tomó consigo al alcaide y fuese con él para el lugar donde estaba Querísofo; y pasando el primer lugar, entró en los otros lugares que había en el camino, y halló que los griegos estaban en cada parte banqueteando, y holgándose a placer, y no le dejaban pasar sin convidarle a comer; y poníanle en la mesa cordero, cabrito, puerco, ternera, aves y pan de trigo y de cebada.
Y cuando convidaban a alguno de beber, no le echaban vino en la copa, sino que le ponían delante una gran vasija de vino y le mandaban que, bajándose de buzos, sorbiese a boca de cangilón. Y asimismo permitieron al alcaide que tomase todo lo que bien le pareciese, aunque él no quiso recibir nada, sino que dondequiera que hallaba algún su pariente le llevaba consigo.
Llegados donde estaba Querísofo, hallaron allí también todos los suyos bien aposentados, y muy contentos y alegres, con sus coronas de paja o heno en las cabezas, y que eran servidos de unos muchachos armenios, vestidos con sus estolas barbáricas muy lozanas, a los cuales enseñaban los griegos como a niños la manera que habían de tener en servirles.
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Después que fueron juntos Querísofo y Jenofonte, y se saludaron amigablemente, preguntaron juntamente al alcaide por un su intérprete que hablaba la lengua de Persia, que les dijese qué tierra era aquella. Y él respondió que era Armenia. Otra vez le tornaron a preguntar para quién se criaban allí aquellos caballos. Y él respondió que eran del tributo del rey, y que la tierra más cercana era la provincia de los calibes; y mostroles el camino para ir allá.
Entonces Jenofonte tornó el alcaide a los suyos y diole un caballo suyo, que era muy viejo, para que le sacrificase. Porque había oído que este era sacrificio del Sol entre ellos, y temía que no se le muriese, porque estaba muy cansado del camino. Y él tomó algunos de estos potros, y a cada cual de los capitanes dio uno. Estos caballos eran más pequeños que los de Persia, pero de más corazón. Y aquí les enseñó el alcaide que atasen a los pies de los caballos y de las bestias unos sacos cuando pasasen por la nieve; porque sin estos entrarían hasta la barriga.
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A cabo de ocho días que allí se detuvieron, Jenofonte entregó el alcaide a Querísofo para que le sirviese de guía, y dejole todos los de su casa libres, excepto a un su hijo mancebo que llevó consigo, el cual encomendó a Epístenes de Anfípolis que le tuviese en guarda, para que los guiase de mejor gana el padre y se tornase con el hijo, más seguro y acompañado a la vuelta. Y dejándole su casa llena de todos cuantos bienes pudieron haber, levantaron real y se partieron.
El alcaide, que iba suelto de prisiones, guiábalos por las nieves, y a la tercera jornada Querísofo tuvo contienda con él porque no los había guiado por lugares, y el alcaide decía que no los había por aquel camino. Finalmente, Querísofo movido con enojo hirió al alcaide; y como no le echó prisiones, venida la noche se les fue huyendo, dejándoles su hijo en su poder. Esta fue la única diferencia que tuvieron Querísofo y Jenofonte en todo aquel camino, por causa del mal tratamiento que había hecho al alcaide, y el descuido que después tuvo en no atarle. Epístenes tuvo siempre muy buena voluntad al mancebo y le llevó consigo a su casa, del cual sirvió siempre con mucha fidelidad.
Pasados de aquí, anduvieron siete jornadas, caminando cada día cinco parasangas a orilla del río Fasis, que tenía de ancho cien pletros. Y desde aquí en dos jornadas caminaron diez parasangas, hasta la bajada del monte, que venía a dar en los campos, donde les vinieron al encuentro los cálibes y taocos y fasianos.
Cuando Querísofo vio a los enemigos que ocupaban el paso, paró su camino, deteniéndose como treinta estadios atrás; porque si extendiese las alas de su escuadrón, no se acercase tanto a ellos. Y mandó a todos los capitanes que recogiesen todas sus compañías, para que todo el ejército se hiciese un escuadrón. Cuando llegaron los de la retaguardia, mandó llamar los capitanes y cabos de escuadra, y hablóles de esta manera:
«Los enemigos, como veis, tienen la cumbre del monte, por ende hora es ya de tomar consejo cómo podremos pelear con ellos con más ventaja. De mi parecer debemos mandar a los soldados que coman, y nosotros consultemos, si os parece, que será mejor pasar hoy el monte, que no esperar a mañana».
Entonces dijo Cleanor: «A mí me parece que será bien comer de presto, y que luego nos armemos y demos sobre los enemigos; porque si perdemos este día esperando, cuando lo sepan los enemigos cobrarán más ánimo, y por ventura entre tanto se juntarán otros con ellos, que les den más corazón y osadía».
Tras este se levantó Jenofonte, y dijo así: «Yo bien conozco que si hay necesidad de pelear, conviene aparejarnos para que peleemos a nuestro salvo con toda ventaja; y si no, me parece que será bien consultar cómo pasemos el monte de presto para que recibamos muy pocas heridas y sea con pérdida de los menos hombres que pudiéremos. Este monte que vemos tiene más de sesenta estadios de largo, y en todo él no se parece que hay hombres de guarda, sino en solo este paso del camino; por tanto, sería mejor tentar si podemos ir por alguna parte desierta de él, y hurtando el aire a los enemigos, prevenir y atajarlos de presto, que no pasar por lugares fuertes por medio de aquellos que están aparejados para pelear. Y más fácilmente subiremos cuesta arriba sin pelear, que no iremos por lo llano, teniendo de una parte y de otra los enemigos, y de noche sin pelear mejor puede ver cualquiera lo que tiene delante de los pies, que no de día peleando. Y el camino áspero es más fácil y apacible para los pies sin pelear, que no quieran pasar el monte por medio de los enemigos, por el daño grande que de ello se seguiría, sino de noche por lugar apartado, que no el llano para las cabezas, si hay quien las tire de alguna parte. Y de día es imposible hurtar el aire a los enemigos, mas de noche podemos ir muy bien, sin ser vistos, y retirarnos después, si fuere menester, sin que nos sientan. Y paréceme que sería bien fingir que vamos por este camino seguido, y tirar a hurto por el otro desierto del monte; porque ellos se quedarán esperando en el camino real. Mas ¿para qué gasto más tiempo en disputar del hurto?, pues que vosotros los lacedemonios, según que he oído, y los otros semejantes a ti, Querísofo, cuantos sois, luego desde niños aprendéis a hurtar y os ejercitáis en ello, y no tenéis por cosa fea, sino por necesaria, hurtar todo aquello que no es prohibido por ley; y hurtar muy sutilmente y sin que nadie lo sienta, vuestras leyes lo permiten; pero también mandan que los que fueren tomados en el hurto sean azotados. Pues ahora tienes tiempo de dar muestra de lo que aprendiste en esta arte, y guardarte que no seamos tomados en el hurto, cuando tomaremos el paso del monte a los enemigos, para que no recibamos azotes».
«Antes yo —dice Querísofo— he oído decir que los atenienses son muy aparejados para hurtar los bienes de la república, por grande que sea el peligro que corre al ladrón, y que los más principales son los que lo hacen; porque entre vosotros estos son los que tienen los cargos y oficios públicos. Por tanto, tú también ahora puedes mostrarnos lo que en esto aprendiste».
«Vesme aquí —dice Jenofonte—: estoy aparejado con todos estos míos de la retaguardia, para que después de comer vayamos a tomar el monte, y para ello no me faltarán guías; porque nuestros soldados ligeros prendieron a algunos de aquellos ladrones que nos seguían a las espaldas, tomándolos en celada. Y según que he oído, no es tan malo de pasar el monte como lo hacen, porque está lleno de cabras y bueyes y otros ganados que se apacientan allí. Por tanto, si una vez tomamos una parte de él, también podrán pasar nuestras bestias. Y aun pienso que los enemigos no osarán esperar en el mismo lugar que ahora están, cuando nos vieren en la cumbre a vista de ojos, pues aun ahora no quieren descender a nosotros en campo raso».
Entonces dijo Querísofo: «¿Qué menester has tú de ir, y dejar tu retaguardia desamparada, sino que envíes otros a ello, pues no faltará quien vaya?».
Luego se ofreció allí de ir Aristónimo Metídrico con sus soldados de armas pesadas; y Aristeas, natural de Quíos, con los suyos ligeros, y Nicómaco Oteo con su capitanía, que también era de ligeros. Y quedaron de concierto que cuando estuviesen en la cumbre hiciesen muchos fuegos, y con esto se fueron a comer. Después que hubieron comido, Aristónimo con toda la hueste se llegó a los enemigos cerca de diez estadios, haciendo muestra que los quería entrar por aquel camino real donde ellos estaban.
Mas venida la noche, después de cena, aquellos que para esto habían sido ordenados marcharon y subieron al monte, y los otros todos se quedaron al pie del los enemigos, cuando sintieron que los nuestros estaban en el monte, encendieron muchos fuegos y velaron toda la noche.
Otro día de mañana Querísofo hizo sus sacrificios y tiró por camino derecho a los enemigos; y entre tanto los otros nuestros, que habían ocupado el monte y subido a las cumbres, los atacaron. De los bárbaros los más de ellos se quedaron en la cuesta del monte, y parte de ellos llegó al encuentro a los nuestros, que estaban ya en la cumbre. Entonces los nuestros, antes que se tornasen a juntar los enemigos, dieron sobre ellos, у los vencieron y desbarataron e hicieron volver las espaldas.
Y a un mismo tiempo la gente de escudos, que venía por el campo acorriendo de presto, dieron sobre los contrarios, que estaban en el camino puestos en orden, siguiéndolos Querísofo con todos los soldados de armas pesadas, que venían detrás a paso quedo en su socorro. Cuando estos del camino vieron los suyos que estaban en la cumbre vencidos y desbaratados de los nuestros, vueltas las espaldas comenzaron a huir y los nuestros a seguirlos en el alcance, donde mataron muchos de ellos. Y allí quedaron muchos despojos y muchas armas y escudos y paveses, los cuales todos cortaban los griegos con las espadas y hacían pedazos, porque no se pudiesen servir más de ellos los enemigos. Subidos que fueron todos a la cumbre, hicieron sus sacrificios acostumbrados y levantaron sus trofeos en señal de la victoria; y después se bajaron al campo, donde hallaron muchos lugares muy buenos y llenos de todas provisiones.
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Desde aquí se partieron para tierra de taocos y en cinco jornadas caminaron treinta parasangas, y en este medio se les acabaron los mantenimientos. Porque los taocos habitan en lugares ásperos y fuertes, donde habían llevado todo lo necesario. Venidos los griegos a estos lugares, adonde ni había ciudades ni casas, donde los taocos se habían recogido con sus mujeres e hijos y ganado, Querísofo determinó de combatirles. Y cuando el primer escuadrón estaba cansado, socorría el segundo, y luego otro tras él; porque no podían llegar todos a una, por la aspereza y estrechura del lugar que estaba atajado de todas partes al derredor.
Cuando Jenofonte llegó con los de la retaguardia y gente de escudos, y armados de armas pesadas, le dijo Querísofo: «A buen tiempo vienes, Jenofonte, que en todo caso nos conviene tomar este lugar: que de otra manera no podemos haber los mantenimientos necesarios, si no lo tomamos».
Estando consultando sobre esto, le preguntó Jenofonte: «Dime, Querísofo, qué nos estorba de poderle entrar?».
Respondió Querísofo: «Solo un camino hay, como ves, y, si tentamos de ir por él, nos tirarán a su salvo los enemigos piedras desde aquella roca, con que harán mucho daño en los nuestros».
Y diciendo esto, le mostró algunos soldados heridos, y quebradas las
piernas y los costados.
«Pues si una vez —dice Jenofonte— gastan sus piedras, no tendrán ya más armas con que nos puedan vedar la entrada; porque no vemos sino muy pocos contrarios, y de estos dos o tres armados, y el lugar, como ves, tiene poco más de treinta pasos de largo, y cerca de veinte de ancho, cercado de almenas espesas, de donde no nos pueden hacer mucho mal los enemigos, por más piedras y cantos que nos tiren: quédanos otro espacio de andar, que no tiene más de veinte pletros, por el cual podemos pasar de corrida».
Entonces dijo Querísofo: «Si una vez comenzamos a pasar por aquel lugar poblado de árboles, descargarán sobre nosotros todas cuantas piedras tienen».
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«Tanto más presto —dice Jenofonte— las gastarán. Pero vamos ya de aquí, que si una vez llegamos, podremos pasar de presto y tomar el lugar; y si no, nos será fácil el retirarnos».
Y dicho esto, prosiguieron su camino Jenofonte y Querísofo, y con ellos Calímaco Parrasio, coronel, que le había cabido aquel día por suerte marchar el primero de los capitanes de la retaguardia; los otros capitanes todos quedaron esperando en lugar seguro. Entonces tiraron hacia la espesura de los árboles hasta setenta soldados, no todos juntos, sino uno a uno, guardándose lo más que podían. Agarias Estinfalio y Aristónimo Metidriense, y los capitanes de la retaguardia con todos los otros se quedaron defuera de la arboleda porque no podían estar seguramente entre los árboles más de una compañía.
Aquí usó de un buen consejo Calímaco, que hacía sus arremetidas desde los árboles donde estaba, hasta dos o tres pasos, y luego se tornaba a retirar de presto cuando le tiraban piedras, de manera que en cada arremetida se gastaban más de diez carretadas de piedra de los contrarios. Viendo Agasias lo que hacía Calímaco, y que lo miraba todo el ejército temiendo que no le llevase la honra si fuese el primero que tomase el lugar sin más esperar, no llamando a Aristónimo que estaba cerca, ni a Eurícolo Lusieo sus compañeros, ni a otro ninguno, pasó a todos corriendo.
Entonces Calímaco, viéndole así pasado, trabole del escudo, trabajando por detenerle. Y en esto pasó Aristónimo Metidrieo, y luego tras él Eurícolo Lusieo, que todos estos contendían sobre el prez y honra unos con otros. Y pasados los dos primeros, tomaron el lugar; porque entrados una vez dentro, no podían tirar ninguna piedra de arriba.
Aquí era miserable cosa de ver que las mujeres lanzaban sus hijos desde las rocas, y ellas se arrojaban tras ellos, y los maridos asimismo se despeñaban.
Estinfalio Eneas, capitán de los nuestros, viendo a uno de los contrarios de buen parecer y bien ataviado que se quería despeñar, asió de él para detenerle; mas el otro se trabó de él, y así ambos llegaron rodando por las piedras abajo y murieron. Aquí fueron tomados pocos prisioneros, pero fueron hallados muchos bueyes y asnos y ovejas.
Partidos de aquí, en siete jornadas caminaron cincuenta parasangas, y llegaron a tierra de los cálibes, que es una nación muy valiente, y que no teme de venir a las manos. Tienen unas cotas de lienzo fuerte hasta el vientre; por plumajes traen unos ramales de esparto retorcidos.
Tienen sus grebas en las piernas, y celadas en la cabeza, y una daga colgada de la cinta, a manera de los lacedemonios, con que degüellan al vencido y, cortándole la cabeza, se van con ella a los suyos, y saltan у bailan de placer cuando sienten que son vistos de los enemigos; tienen lanzas de quince codos de largo, con un solo hierro en ella.
Cuando pasaban los griegos se estaban en sus villas y lugares, y después de pasados los acometían por las espaldas; porque moran en lugares fuertes y bastecidos, donde habían metido todas las provisiones necesarias, por lo cual los griegos no pudieron tomar nada de sus tierras, sino que se mantenían del ganado que habían traído de tierra de los taocos.
Pasados de aquí, llegaron al río Harpaso, que tiene de ancho cuatrocientos pletros; y desde aquí, por tierra de los escitas, en cuatro jornadas caminaron veinte parasangas por el campo y por los lugares, donde se detuvieron tres días por causa de tomar bastimentos. Y desde aquí en otras cuatro jornadas caminaron otras veinte parasangas y llegaron a una ciudad grande, rica y poblada, llamada Gimnia, donde el gobernador de ella les envió un guía que les guiase por tierra de sus enemigos.
Venido este en presencia de los griegos, les dijo que los llevaría a tierra de donde en término de cinco días pudiesen ver la mar, y cuando no lo hiciese se ofrecía que le matasen. Mas después que entró con ellos en tierra de enemigos de los gymnias, amonestaba a los griegos que robasen y quemasen y destruyesen la tierra, de donde se manifestó que por esto solo había venido allí con ellos, y no por amor ni amistad de los griegos.
Al quinto día llegaron al monte sagrado, nombrado Teques, de donde los primeros que subieron, luego como vieron la mar comenzaron a dar voces y alaridos. Oyendo esto Jenofonte y los que venían en la retaguardia, temieron que los enemigos acometían también la vanguardia, porque los seguían muchos de aquellos cuyos lugares habían quemado y destruido; y los que venían en la retaguardia habían muerto a muchos de ellos, y cautivado otros de los que tomaban en asechanzas, y les habían quitado cerca de veinte escudos encubertados de cuero de bueyes.
Mas como las voces y el ruido fuese mayor mientras más se acercaban, así de los postreros que corrían como de los primeros, y cuanto más subían tanto mayores eran las voces, pareciole a Jenofonte que no era cosa de disimular, y subió luego a caballo tomando consigo a Licio y otros de caballo para venir a socorrer. Y llegado más cerca oyó las voces y alaridos de los soldados que apellidaban ¡el mar, el mar!, y amonestándose los unos a los otros, corrían todos siguiéndoles los de la retaguardia con todo el carruaje y caballos que traían.
Cuando todos fueron en la cumbre del monte, abrazábanse los soldados y los capitanes llorando de placer. Los soldados, de presto, acarrearon piedras e hicieron una gran columna, donde pusieron muchos cueros de bueyes y vacas y escudos y despojos de los cautivos, y el mismo que les había servido de guía el primero comenzó a cortar de los escudos de los enemigos, y amonestaba a los otros que le imitasen en esto.
Pasado esto, despidieron los griegos al guía que les había guiado, dándole muchos dones del común, un caballo y una copa de plata, y un atavío persiano, y diez monedas daricos, y señaladamente anillos que les pidió él mismo, de los cuales recibió muchos de los soldados, y mostrándoles el lugar donde se pudiesen albergar aquella noche y el camino que iba a los macrones, ya cuando quería anochecer se partió de ellos caminando de noche.
8
Partidos de aquí los griegos por tierra de los macrones, en tres jornadas caminaron diez parasangas, y el día siguiente llegaron al río que divide los términos de los macrones de los de los escitas. Había a la mano derecha un lugar muy áspero y escabroso, y a la izquierda otro río, en el cual viene a dar el río que arriba dijimos, y ambos a dos habían de pasar de necesidad. Tenía este segundo río muy gran ribera de árboles más pesados que espesos, los cuales todos cortaban y atalaban los griegos, porque pudiesen salir más presto del lugar peligroso.
Los macrones se pusieron todos en ordenanza de la otra parte del río, por donde habían de pasar los griegos, con sus escudos y lanzas y cotas vellosas, y animándose los unos a los otros, tiraban piedras en el río, aunque no podían alcanzar por la mucha distancia, para que hiciesen mal a ninguno.
En este medio llegó a Jenofonte un soldado de la gente de escudos, diciéndole que él había servido en Atenas y que entendía la lengua de aquellos hombres. «Y pienso —dice— que esta es mi tierra, y, si no hay cosa que me lo vede, yo quiero hablar con ellos».
Respondió entonces Jenofonte: «Habla, que no hay quien te lo estorbe, y sabe primeramente de ellos quién son».
Lo cual como les preguntase, respondieron que eran macrones de nación.
«Pues pregúntales —dice Jenofonte— que por qué se han puesto a punto de guerra, o por qué quieren ser nuestros enemigos».
Respondieron ellos que porque les entraban la tierra. Entonces los capitanes le mandaron que les dijese que no venían por hacerles mal ni daño, sino que iban a Grecia y querían pasar la mar. A esto preguntaron los macrones que si darían seguridad de ello.
«Sí —respondieron los griegos—, que aparejados estamos para darla y recibirla».
Y luego los macrones dieron a los griegos una lanza barbárica, y los griegos a ellos otra griega; porque esto decían ser señal de fe y seguridad, tomando de ambas partes los dioses por testigos.
Acabadas estas confederaciones, luego los macrones confederados con los griegos comenzaron a cortar de los árboles para abrirles el camino por donde pudiesen pasar, y dándoles mercado franco de lo que podían, los acompañaron tres días, hasta que pusieron los griegos en los términos de Colcos.
Aquí había un gran monte, aunque bueno de pasar, sobre el cual los colcos se habían puesto en orden a punto de guerra. Y primero los griegos concertaron sus escuadrones, guiando hacia la parte del monte; después les pareció a los capitanes sería bien consultar la mejor manera de pelear con los enemigos.
Jenofonte dijo que le parecía que debían ir por sus compañías en orden, sin ir todos en un escuadrón. «Porque yendo el escuadrón en un tropel, de necesidad se había de abrir y dividirse; que en unas partes —y dice— hallaremos los caminos del monte buenos de pasar, y en otras malos de subir; y esto hace perder el corazón a los soldados, cuando yendo puestos en ordenanza ven que se esparce y derrama el escuadrón. A más de esto, si vamos muchos en un escuadrón, como sean en número muchos más que nosotros los enemigos, tomándonos en medio se aprovecharán de los nuestros como quisieren. También, si de esta manera vamos esparcidos y ralos, no es de maravillar, si nuestro escuadrón reciba daño de los muchos tiros y de la multitud de los contrarios que le acometieren, y siendo así a todo el escuadrón vendría pérdida. Pues de mi parecer repartamos todo el escuadrón en compañías, que vayan apartadas la una de la otra en tanto trecho cuanto sea bastante para que las postreras compañías nuestras queden fuera de las alas y cuernos de los enemigos. Y de esta manera no podremos ser tomados en medio del escuadrón de los contrarios; y quedando así de fuera nuestras postreras compañías, marchando cada cual por sí en orden derechamente los mejores de ellos, cuando vieren el camino bueno podrán arremeter los primeros y tras ellos cada compañía. Porque no les será a los enemigos fácil cosa de someter en medio de aquel espacio, estando de una parte y de otra nuestras compañías, ni acometer ni herir a la compañía que va apercebida y puesta en orden. Y si alguno de ellos pone en aprieto alguna de nuestras compañías, la más cercana la podrá socorrer y ayudar. Pues ya si alguna de ellas toma una vez la cumbre del monte, ninguno de los enemigos osará esperar en su lugar».
Este parecer de Jenofonte aprobaron todos, y luego repartieron su hueste en compañías.
Jenofonte, pasando del cuerno izquierdo de la batalla al derecho, habló de esta manera a los suyos: «Varones esforzados, estos solos enemigos que veis delante nos pueden ser estorbo para que no lleguemos tan presto donde tanto deseamos ir. Pues luego conviene que con mayor ira y enojo peleemos contra ellos».
Después que cada cual se puso en orden en su lugar y repartieron la hueste en compañías, se hallaron casi ochenta compañías de soldados de armas pesadas, y cada una de ellas tenía cerca de cien hombres. La gente de escudos y flecheros repartieron en tres bandas, los unos a la izquierda y los otros a la derecha, y otros en medio, cerca de seiscientos en cada banda.
Esto hecho, se ayuntaron los capitanes para hacer sus sacrificios; y cuando todos hubieron hecho sus votos y plegarias, y cantando el peán y cántico acostumbrado, se movieron. Querísofo y Jenofonte, y la gente de escudos que iba con ellos, caminaban a la parte de afuera del escuadrón de los enemigos, los cuales, luego que vieron los griegos, les llegaron al encuentro; y repartiéndose en dos cuernos a la mano derecha y a la izquierda, se abrieron, de suerte que quedó muy gran espacio vacío en medio de su escuadrón.
Viéndolos así apartados las gentes de escudos arcadios, cuyo capitán era Esquines Acarnense, pensando que huían, acorrieron a todo su poder; y estos fueron los primeros que subieron la cumbre del monte, y tras ellos luego los soldados armados de armas gruesas, con su capitán Cleanor Orcomenio. Los enemigos, después que una vez comenzaron a volver las espaldas, no pararon de huir unos a una parte y otros a otra.
Los griegos subidos al monte asentaron su real en los lugares que allí estaban muchos y muy buenos, y muy abundantes de todos mantenimientos; y entre las otras cosas vulgares lo que más era de maravillar era ver las muchas colmenas que allí había. Y a todos cuantos soldados comían de los panales se les revolvía el alma, y lanzaban por arriba y por abajo, y ninguno de ellos se podía tener en pie. Los que menos comían se tornaban semejantes a embriagados, y los que mucho, semejantes a locos y a muertos. Y así yacían todos en tierra como vencidos y rendidos en batalla y desesperados. El día siguiente cerca de la misma hora que les tomaba aquel mal, todos tornaban en su seso y juicio, sin que muriese alguno; y al tercero y cuarto día se levantaban como quien dispierta de algún sueño o beleño bebido.
Partidos de aquí, en dos jornadas caminaron siete parasangas y llegaron a la mar a la ciudad de Trapisonda, que es una ciudad griega bien poblada, situada en el mar Euxino y es colonia y población de los sinopenses en tierra de Colcos. Aquí se detuvieron cerca de treinta días en tierra de los colcos, donde hacían sus correrías. Los de Trapisonda les dieron mercado franco en el real y recibieron muy bien los griegos, y les dieron muchos dones, bueyes y harina y vino, y les rogaron por los otros colcos sus vecinos, que habitan en los campos comarcanos, los cuales también les enviaron sus presentes.
Y allí sacrificaron bueyes a Zeus conservador, y a Heracles, por la buena guía; e hicieron sus votos y plegarias a los otros dioses. Y celebraron sus fiestas y juegos en aquel monte donde asentaron real, y eligieron por maestro de ellos a Draconcio de Lacedemonia, que desde muchacho estaba desterrado de su tierra; porque acaso había muerto otro muchacho lacedemonio con un cuchillo. Y mandáronle que también tuviese cargo del coso y de los otros juegos y contiendas.
Después que hubieron hecho sus sacrificios, entregaron a Draconcio los cueros de las reses muertas en los sacrificios; y mandáronle que señalase lugar do había de ser el coso.
Entonces él, mostrándoles el lugar do habían asentado, les dijo: «Veis aquí este collado que es muy bueno para correr».
Y como ellos le respondiesen: «¿Cómo se podrá aquí luchar en lugar tan áspero y duro?», replicó Draconcio: «Antes dice muy bien, porque el que aquí cayere le dolerán más las costillas».
Aquí los muchachos cautivos en contienda corrieron el estadio, y más de sesenta cretenses la carrera llamada dolico. El juego de la palestra y cestos, y pancracio fue cosa de ver, donde hubo muy gran contienda y porfía entre los competidores, estándoles mirando los compañeros.
También había carrera de caballos, y habían de correr cuesta abajo hasta la mar, y revolver de presto hacia arriba, y tornar corriendo al ara o altar donde era el puesto. Y como muchos de los que corrían hacia abajo cayesen de los caballos, y cuando tornaban a subir la cuesta apenas se movían ni podían sacar del paso los caballos, eran grandes las voces y la risa y apellidos de los que los miraban.