A continuación tienes la traducción al español de la Apología de Sócrates de Jenofonte publicada ¿en 1871? por Antonio González Garbín (1836-1912). La transcripción la he realizado yo mismo para AcademiaLatin.com, modificando algunas cosas, especialmente la ortografía y la puntuación. (Puede consultarse el original escaneado en pdf aquí; otra edición de 1889 está en archive.org).
El texto está compuesto de tres partes (1, 2 y 3) y una serie de 29 notas al pie de Antonio G. Garbín. Asimismo, la traducción va precedida de una introducción, que puede consultarse aquí.
1. Por qué razón el sabio ateniense no quería preparar sus medios de defensa
Transmitir a la posteridad la conducta del célebre Sócrates cuando fue citado ante el jurado y decir las determinaciones que tomó respectivamente a su defensa y a su muerte me parece en verdad un digno asunto. Otros han escrito también (1) sobre lo mismo, y todos convienen en la sublima dignidad de su lenguaje (2). Es, pues, una realidad que Sócrates en aquellas circunstancias habló con magnificencia. Mas no se han explicado claramente los motivos que tuvo para juzgar en tal ocasión la muerte preferible a la vida, de suerte que cabe dudar si la razón estuvo entonces a la altura de la elocuencia.
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Pero su amigo Hermógenes, hijo de Hipónico (3), nos ha dado sobre esto detalles que ponen en perfecta consonancia la elevación de sus palabras con la de sus ideas. En efecto, cuenta que, viéndole discurrir sobre todo, menos sobre su causa, le dijo:
—¿No convendría, mi querido Sócrates, que discurrieras también algo sobre tu defensa?
A lo que el filósofo le contestó:
—Pues qué: ¿mi vida entera no te prueba que constantemente me ocupo de ella?
—¿Y cómo? —replicó Hermógenes.
—Procurando no hacer jamás una acción injusta: ese es a mis ojos el mejor modo de preparar mi defensa.
—Pero —dijo nuevamente el hijo de Hipónico— ¿no ves que los tribunales de Atenas han hecho perecer a multitud de inocentes, víctimas de su turbación para defenderse, mientras que han absuelto a otros muchos siendo delincuentes, porque su lengua los ha movido a compasión o cautivado por su elegancia?
—Pues, ¡por Zeus!, dos veces he intentado ya ocuparme de preparar una defensa y otras tantas se ha opuesto a ello el genio (4) que me inspira.
—¡Lo que estás diciendo me sorprende!
—Y ¿por qué sorprenderte, si la divinidad juzga que es más ventajoso para mí el dejar la vida desde este instante mismo? ¿Pues tú no sabes que hasta el presente no hay un solo hombre a quien le conceda que haya vivido mejor que yo? Mi conciencia me dice, y es mi más dulce satisfacción, que he vivido de una manera justa y religiosa, de tal modo que, después de mi propia aprobación, me encuentro con la de cuantos me tratan, que tienen formada igual opinión sobre mi conducta. Pero ahora mi edad avanza y sé que han de sobrevenir las cosas propias de la vejez: ver mal, oír peor, ser cada día más tardío para aprender y de lo que tiene uno aprendido irse olvidando rápidamente. Y si yo advierto la pérdida de mis facultades, y si he de estar incómodo conmigo mismo, ¿cómo podré decir entonces que vivo gustosamente? Acaso el dios me concede esto como un don especial, pues no solo voy a dejar la vida en el momento más favorable por mi edad, sino de la manera menos penosa; pues, si hoy me condenan, me será permitido indudablemente escoger la especie de muerte que estimen más sencilla los que entienden de esto: muerte que dé lo menos que hacer a mis amigos, y que llene cumplidamente los deseos del que ha de sufrirla, pues así se va uno extinguiendo sin ofrecer nada repugnante ni molesto a los ojos de los que le rodean, teniendo el cuerpo sano y el alma dispuesta a la complacencia. ¿Cómo por precisión no ha de ser esta muerte apetecible?
Histori(et)as de griegos y romanos

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»Con razón los dioses —añadió— se han opuesto a la preparación de mi defensa, mientras que a todos nosotros nos parecería que debían buscarse los medios de escapar a todo trance. ¿Y qué acontecería en el caso de conseguirlo? Que, en lugar de acabar ahora con la vida, tendría que resolverme a morir atormentado por los padecimientos o por la vejez, sobre la cual recaen todas las molestias y sinsabores (5). ¡Por Zeus! Hermógenes, que no pensaré más en esto. Y si por hacer ver en el tribunal los favores que debo a los dioses y a los hombres, si por manifestar libremente el concepto que tengo de mí mismo me indispusiera con mis jueces… preferiré morir antes que mendigar servilmente que se me otorgue la prolongación de una vida cien veces peor que la muerte.
Después de esta resolución fue cuando, según Hermógenes, sus enemigos le acusaron de no reconocer los dioses que veneraba la patria, de haber introducido nuevas divinidades y de corromper a la juventud.
2. Sócrates responde a las acusaciones de sus enemigos
Compareció ante los jueces y dijo:
—¡Atenienses! Lo que más me maravilla en este asunto es la conducta de Meleto (6). ¿Cómo ha osado asegurar que desprecio las deidades de la república, cuando todo el mundo me ha visto, y él mismo si lo ha querido, tomar parte en las comunes festividades y sacrificar en altares públicos? ¿Es, pues, por ventura, introducir númenes extraños el haber yo dicho que la voz de un dios (7) resuena en mi oído enseñándome cómo debo obrar? ¿Pues los que consultan los cantos de las aves o los pronósticos de los mismos hombres no se dejan influir también por sonidos articulados? ¿Quién puede negar que el trueno sea una voz y el más grande de todos los presagios? ¿Es que la pitonisa colocada sobre el trípode no se vale también de la voz para pronunciar los oráculos de su dios? En una palabra, que el dios conoce y revela a quien le place el secreto de lo porvenir: he ahí todo lo que yo digo, que es lo mismo que dicen y piensan los demás. Pues bien, los demás llaman a todo eso augurios, pronósticos, presagios, profecías; yo le llamo genio (daimonio), y creo que, llamándolo así, uso un lenguaje más verdadero y más piadoso que los que atribuyen a las aves el poder de los dioses. Y la prueba de que no miento contra la divinidad es que, cuantas veces he manifestado a mis numerosos amigos los consejos del dios, jamás les he parecido engañado (8).
Se alborotaron los jueces al oír esta arenga: unos, porque no daban crédito a lo que habían oído; otros, aguijoneados por la envidia de que aquel hombre hubiera conseguido mayores distinciones que ellos por parte de los dioses.
Sócrates tomó de nuevo la palabra y les dijo:
—Ea, pues, escuchad más todavía, a fin de que los que lo desean tengan un motivo más para no creer en los favores que me concede el cielo. Un día ante una reunión inmensa interrogó Querefonte (9) sobre mí al oráculo de Delfos: «No existe un hombre —respondió Apolo— más independiente, más justo ni más sabio que Sócrates» (10).
Como era de esperar, se levantó aún más el clamor de los jueces cuando escucharon esto. El sabio ateniense nuevamente les arguyó, diciéndoles:
—¡Hijos del Ática! Pues mayores alabanzas que las tributadas a mí profirió el oráculo en honor de Licurgo, el legislador de los espartanos. Al verle entrar en el templo cuentan que exclamó: «No sé si te llame dios u hombre». A mí, sin haberme comparado a un dios, solo me ha hecho superior a los demás hombres.
»Sin embargo, yo no quiero que ciegamente deis crédito a las palabras del oráculo; pero ruego que las examinéis una por una. ¿Conocéis un hombre menos esclavo de los apetitos del cuerpo que yo?; ¿un hombre más más independiente que yo, que de nadie admito dádivas ni recompensas? ¿Y a quién podréis vosotros considerar como el más justo, sino al hombre moderado que se acomoda con lo que tiene, sin tener nunca necesidad de lo de los demás? Y, en fin, ¿cuál de vosotros puede negarme el último dictado del oráculo (11), si desde el momento que comencé a comprender la lengua humana no he cesado de investigar y he aprendido cuanto bueno he podido?
»¿Y la prueba de que mis trabajos no son estériles, no la veis patente en la predilección con que buscan mi sociedad gran número de ciudadanos, y aun de extranjeros, apasionados de la virtud? ¿Por qué tantas gentes desean obsequiarme con regalos, cuando saben que yo no tengo riquezas con que remunerarles? Y en cuanto a mí, mientras que nadie puede decir que le he exigido un servicio, ¿cómo confiesan todos que me deben agradecimiento? ¿Por qué razón, durante el sitio de Atenas (12), mientras mis compatriotas se lamentaban todos de su miseria, yo no vivía ni más ni menos angustiado que en los días más prósperos de la república? En fin, los más de los hombres tienen que comprar a caro precio los objetos de sus delicias en el mercado público; yo, sin costo ninguno, los encuentro infinitamente más dulces en el fondo de mi alma, pues, si todo cuanto he alegado en mi defensa es cierto, y nadie puede convencerme de que falto a la verdad, ¿cómo, haciéndome justicia, no he de ser ensalzado por los dioses y por los hombres?
El pódcast de mitología griega
»Tal es mi conducta y, sin embargo, Meleto, tú me acusas de pervertir a la juventud (13). Pero todos sabemos en qué consisten tales corrupciones: dime si conoces a uno solo de esos jóvenes que con mis lecciones se haya pervertido; que siendo religioso se haya hecho un impío; que de moderado se haya tornado violento; de reservado, en pródigo; de sobrio, en amante de la crápula; de trabajador, en perezoso; uno solo que se haya entregado a pasiones vergonzosas.
—¡Sí, por Zeus! Conozco a algunos a quienes has seducido hasta el punto de que siguen con más confianza tus consejos que los de sus padres.
—Lo confieso —dijo Sócrates—; pero en lo relativo a la educación moral, que, como ellos saben, es el asiduo objeto de mis desvelos. También en lo que conviene a la salud seguimos mejor los consejos de los médicos que los de nuestros padres; y vosotros todos, atenienses, miráis en las asambleas a los que hablan en ellas con superior ilustración, con más predilección que a los que se hallan unidos a vosotros por los vínculos de la sangre; así como en las elecciones de generales preferís los varones más hábiles en el arte de la guerra, no solo a vuestros padres y a vuestros hermanos, sino, ¡por Zeus!, aun a vosotros mismos.
—Ese es el uso, y así conviene a la patria —replicó Meleto.
—Pues entonces —dijo Sócrates—, ¿no te parece digno de admiración, siendo en todos los asuntos los más hábiles considerados, no solo como iguales, sino como superiores a los demás, que yo, por ser tenido en la opinión de algunos como el mejor en lo que es el mayor bien de los hombres, la educación del espíritu, me haya de ver por tu causa condenado a muerte (14).
3. Conducta de Sócrates después de la sentencia
Algunos más razonamientos fueron añadidos por el filósofo y por los amigos que hablaron en su defensa (15); mas no ha sido mi empeño referir los pormenores de este célebre proceso. Me basta haber demostrado que Sócrates creía de gran importancia el no mostrarse irreverente con los dioses (16) ni injusto con los hombres.
Lo de conservar la vida creía que no debía pedirse con humillaciones; antes bien, estaba convencido de que era la ocasión oportuna de morir: y que era esta su convicción, claramente se vio después de pronunciada la sentencia. Se le invitó primero a que conmutase la pena capital por una multa (17), y ni accedió a ello ni permitió a sus amigos que la entregaran, pues decía que condenándose a una pena pecuniaria tenía que confesarse culpable (18). Quisieron luego sus amigos proporcionarle una huida (19); mas la rehusó también, y aun les preguntó, con cierto humor, si ellos tenían noticias de que hubiese fuera del Ática algún lugar inaccesible a la muerte.
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En fin, luego que la sentencia fue pronunciada, cuentan que se expresó así:
—¡Ciudadanos! Los sobornadores que han inducido al perjurio a los testigos que han depuesto en contra mía, y los que se han prestado al soborno, deben imprescindiblemente reconocerse culpables de una gran impiedad, de una tremenda injusticia. ¿Y sería decoroso que yo mostrara menos ánimo ahora que antes de haber sido condenado, yo que no estoy convicto de haber ejecutado nada de cuanto se me ha acusado? ¿Se me ha visto a mí, desertor del culto de Zeus y de Hera, y de los dioses y diosas, sacrificar a nuevas divinidades? ¿En mis juramentos, en mis discursos, me veis invocar otros dioses que los vuestros? Y por lo que hace a la juventud, ¿cómo yo he de pervertirla, cuando la acostumbro a la paciencia y a la frugalidad? Ninguno de esos crímenes contra los que la ley pronuncia la muerte —el sacrilegio, la perforación de muros, la venta de hombres, libres, la entrega de la patria (20)—, ninguno de esos delitos me ha sido imputado por mis contrarios, por lo que me parece muy digno de extrañeza que vosotros hayáis podido encontrar en mi causa acción alguna que merezca la muerte. Mas yo no me creo por eso menos digno de estimación, pues muero inocente. No es el oprobio para mí, sino para los que me condenan. Por otro lado, me sirve de consuelo el destino de Palamedes, muerto de una manera semejante a la mía (21). Y en verdad, ¿hoy mismo no inspira cantos más hermosos este héroe que el propio Odiseo, que le hizo perecer injustamente? Estoy seguro que el tiempo pasado y los siglos venideros atestiguarán que no he hecho mal a nadie, que a nadie he pervertido, sino que he sido benéfico con mis discípulos, enseñándoles de buen grado lo bueno que he podido.
Después de haber hablado así, se salió de la manera que correspondía a sus palabras: la mirada radiante, el exterior y la marcha majestuosa (22). Como advirtió que los que le acompañaban iban llorando, les dijo:
—¿Y por qué es eso de llorar ahora? ¿Pues no sabíais, mucho tiempo ha, que la naturaleza desde que vine a la vida tenía decretada mi muerte? (23) ¡Y si se tratase de que, rodeado de goces, tuviera que morir prematuramente, ciertamente que debía ser un motivo de aflicción para mí y para mis amigos; pero si voy a dejar la vida cuando ya solo sufrimientos debo esperar en ella! Creo, pues, que, al verme a mí contento, debéis participar de mi alegría todos vosotros (24).
—Pues yo me sublevo contra esa sentencia —dijo Apolodoro, hombre sencillo que le era muy adicto y que estaba allí presente—, porque veo que mueres injustamente.
—Queridísimo Apolodoro —contestó Sócrates (25), pasándole la mano cariñosamente por la cabeza—, pues ¿por ventura querríais mejor verme morir con justicia que con inocencia?
Y al mismo tiempo dejó ver su afable sonrisa (26). Cuentan también que al ver a Ánito que pasaba, dijo:
—Ese hombre va tan enorgullecido como si hubiera realizado una acción grande y bella con haber votado mi muerte… ¿Y por qué? Porque le hice notar que no estaba bien que él, honrado por la ciudad con los más elevados cargos, rebajara a su hijo hasta el oficio de curtidor… ¡El insensato! ¡No conoce que entre él y yo el triunfo será siempre de aquel que en todo tiempo haya ejecutado las cosas más útiles y bellas! Pero Homero concede a algunos de los que están para morir el don de penetrar en lo venidero (27), y os voy a pronunciar un vaticinio: he tratado un poco de tiempo al hijo de Ánito, y no me parece un espíritu desprovisto de energía; pues os anuncio que no ha de permanecer en el oficio servil a que el padre le ha consagrado: falto de un honrado guía que le conduzca, sucumbirá a una pasión vergonzosa, y ya en adelante continuará progresando en el camino de la depravación.
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Los hechos correspondieron a la profecía: el mancebo se entregó al vicio del vino y, ebrio a todas horas, concluyó por hacerse un hombre inútil para su patria, para sus amigos y para sí mismo. El padre, por la educación infame que había dado al hijo, y por su torpe ignorancia, ha logrado verse deshonrado aun hasta hoy, después de muerto.
En cuanto a Sócrates, el haberse engrandecido ante sus jueces excitó contra él la envidia y los decidió más resueltamente a condenarle (28). Por lo demás, creo también que su muerte fue un beneficio que le concedieron los dioses, puesto que dejó lo más triste de la vida y alcanzó la más dulce de las muertes. ¡Y qué alma tan grandiosa! Convencido como estaba de que la muerte era para él más ventajosa que una larga vida, del mismo modo que jamás se había manifestado contrario a recibir lo bueno, tampoco se mostró débil ante la muerte; al contrario, le salió al encuentro y murió con júbilo (29).
Por mi parte, cuando considero la sabiduría e inmensa grandeza de aquel hombre, no puedo menos de recordarle, y con mi recuerdo tributarle mis alabanzas: y si alguien que sea amante de la virtud se ha encontrado con un hombre más útil que el sabio de Atenas, desde luego declaro que ese es el más afortunado de los mortales.
Notas
(1) Principalmente Platón. Los diálogos de Platón se dividen en diez grupos. Forman el primero los que tratan del proceso y muerte de Sócrates, y son Eutifrón, la Apología, Critón, Fedón y Crátilo (J. Socher uber Platons Schriften, München, 1820).
(2) Sócrates, dice Cicerón, no se presentó ante sus jueces humillado ni suplicante, sino con la majestad de un soberano.
(3) Sobre Hermógenes véanse las Memorables de Jenofonte (II, 10; IV, 8).
(4) Decía Sócrates que tenía una voz interior «un genio» (demonio) que le advertía constantemente lo que debía hacer y evitar. Por estas —para sus émulos— extravagancias demoniacas, le acusaron. Nos hemos servido de la palabra genio en la traducción porque la acepción en que se toma en nuestro idioma la palabra demonio no expresa el concepto, pues lo que se quiere significar aquí es numen, genio, oráculo, dios.
(5) Horacio ha dicho también (Ars poetica, 169): Multa senem circunveniunt incommoda.
(6) Véase Platón (Apología III y XI). Los otros acusadores fueron Ánito y Licón.
(7) Daimonion (véase la nota 4).
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(8) Si consideramos la atención religiosa con que Sócrates seguía la voz del dios en el espíritu, debemos inferir que Sócrates miraba el conocimiento de la razón divina que rige el mundo, además del de la naturaleza que nos rodea, como el fundamento del recto conocimiento propio. Reinaba en tiempo de Sócrates la incredulidad o la duda sobre los dioses. Para combatirla observaba que lo mejor en nosotros no lo vemos sensiblemente, sino que lo conocemos por sus efectos, como nuestra alma y supremamente dios, cuyos efectos sentimos en nuestro corazón, cuando no pretendemos ver su figura con los sentidos (Sanz del Río, Revista universitaria, 1854, tomo 1).
(9) Querefonte, ateniense, hermano de Querécrates y uno de los más honrados discípulos de Sócrates (Jenofonte, Memorables I, 2; II, 3).
(10) Platón, Apología V y siguientes.
(11) El más sabio. Siendo la ciencia humana muy imperfecta respecto a la de los dioses, Sócrates, que conocía esta imperfección, se acercaba más a la sabiduría (Platín, Eutifrón, II).
(12) Después de la derrota de la armada ateniense por los espartanos en Egospótamos, Lisandro cercó por mar y tierra a Atenas, desgarrada por partidos interiores y afligida además por un hambre cruel, obligándola a rendirse a discreción. Fueron sus muros y naves destruidas, abolida su constitución democrática y entregados al pérfido gobierno de los treinta tiranos.
(13) Tal acusación era fácilmente escuchada en aquellos días en que las desgracias de Atenas se culpaban a los novadores en costumbres y leyes. Estas se restablecieron por un partido enemigo de Alcibíadas y Critias, discípulos de Sócrates, a quien el vulgo confundía fácilmente con los sofistas (Sanz del Río: ibid.). Opinamos, como Söcher y Freret, que la acusación de Sócrates, aunque aparentemente engendrada por celos religiosos, fue una verdadera venganza política, al contrario de lo que hizo con Jesús la hipocresía farisaica, que le acusó ante Pilatos de un crimen de Estado (rey de los judíos). Durante el gobierno oligárquico había sido Sócrates senador porque creía que los cargos públicos debían servirse en bien de la patria, cuando esta se halle en poder del extranjero, para evitar mayores males a los conciudadanos. El proceso de Sócrates tiene todos los caracteres de un golpe de partido, de un juicio revolucionario, y el fallo fue del todo inmerecido, porque la conducta de aquel gran hombre estuvo inspirada siempre por el sentimiento más puro de justicia. (Véase a Schoell: Litter. grecque II, 32 y siguientes; Cantú: Biogr. t. X de la Hist. univ.: Sócrates; Weber; S. del Río: Hist. univ. t. I; Laurent: Études sur l’histoire de l’humanité: Grèce t. II).
(14) Los jueces, en número de 556, se dividieron en dos opiniones. Sócrates fue condenado por mayoría de tres votos, por el partido de los fanáticos. Pero Sócrates se chanceaba con la vida y con la muerte y, en lugar de pedir con lágrimas la absolución, según costumbre, les dijo con aquella amarga ironía que constituía la fuerza de sus discursos: «¡Atenienses! Por haber consagrado mi vida entera al servicio y a la moralidad de mi patria, me condeno yo mismo a ser alimentado durante el resto de mi vida en el Pritaneo a expensas de la república». Los jueces que se vieron de tal modo provocados dictaron la sentencia de muerte por una gran mayoría. (Véanse las obras citadas y Lamartine, Historia de la humanidad por sus grandes hombres, «Sócrates»).
(15) No se sabe a ciencia cierta quiénes serían los discípulos que hablaron en su defensa. Diógenes Laercio cuenta con referencia a Justino de Tiberiades, y con relación a la causa de Sócrates, que un día Platón se subió a la tribuna y dijo: «¡Atenienses! Yo soy el más joven de los que han subido a esta tribuna…»; pero que los jueces exclamaron «Di más bien ‘descendido’», que era como decirle: «desciende» (Talbot: Oeuvres de Xenoph.: I, 201, nota 2).
(16) ¿Me oyes negar que haya dioses, ni enseñar esto a mis discípulos? No creo que sean dioses ni el sol ni la luna… (Platón, Apología). Aunque sus pensamientos se elevasen más allá de los miserables símbolos que entonces adoraba la Grecia, respetó el culto legal de su patria, y aun seguía todos los ritos de la religión popular. Pensaba que la adoración de la divinidad era una cosa tan santa en sí misma que no había necesidad de contristarla aun cuando se equivocase de dios (Lamart., obra citada). No desarrolló Sócrates una ciencia de dios. Le bastó combatir las representaciones antropopáticas de los dioses, reconocer la omnisciencia, omnipresencia y bondad de dios en el gobierno del mundo y, sobre todo, la unidad de dios sin dualismo ni limitación sensible ni panteísmo, según conoce esta unidad el espíritu religioso (Sanz del Río, revista citada).
(17) La ley de Atenas autorizaba al condenado a rescatar su vida por un destierro o por una multa, la cual tenía que imponerse él mismo, reconociéndose culpable. Fue condenado a beber la cicuta, brebaje emponzoñado que daba la muerte en forma de sueño.
El pódcast de mitología griega
(18) Cicerón (De orat.: I, 56).
(19) Este es el asunto del Critón, de Platón. En efecto, su discípulo y amigo Critón le ofreció medios de huir. Treinta días estuvo en la prisión (durante las fiestas de la Teoría, en que no debía ser ejecutado ningún reo); Los pasó con sus amigos conversando sobre la inmortalidad del alma. La última de aquellas conversaciones ha sido religiosamente conservada por el divino Platón, en uno de sus más preciosos diálogos, el Fedón.
(20) El sacrilegio, la perforación de muros, la venta de hombres… Sobre el primer delito, véase a Platón, ley 8; la toichorychia o perforación de muros podríamos en nuestras clasificaciones jurídicas comprenderla en robo con fractura; la andrapódisis, llamada por los romanos PLAGIUM, quod Lex Flavia PLAGIS damnasset, era el delito de comprar, vender o tener por esclavo al hombre libre, del que persuade al esclavo ajeno a que huya de la casa de su señor. Sobre este delito, véase a Ulpiano en el Digesto.
(21) Palamedes, hijo de Nauplio, rey de Eubea, pereció víctima de la envidia que excitó en Odiseo su sabiduría (Jenofonte, Memorables IV, 2; Platón, Apología XXII).
(22) Actitud en que representa Horacio a Régulo regresando voluntariamente al destierro, en la oda V del libro III, v. 41 y siguientes.
(23) A uno que decía a Sócrates: «Los atenienses te han condenado a muerte», le contestó: «Y la naturaleza a ellos». Montagne, Essais I, 19.
(24) Véase el discurso de Germánico a sus amigos cuando iba a morir (Tácito, Anales II, 71).
(25) Sobre el cariño que le profesaba este Apolodoro, véase a Platón en el Fedro, párrafos 2 y 66, y a Plutarco en la Vida de Catón de Útica, párrafo 10.
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(26) Diógenes Laercio en la vida de Sócrates refiere que fue a su mujer Jantipa, y no a Apolodoro, a quien el filósofo dirigió estas palabras.
(27) Alusión a dos pasajes de la Ilíada: el uno, v. 856 del canto XVI, cuando Patroclo moribundo anuncia a Héctor que él a su vez ha de morir a los golpes de Aquiles; el otro, canto XXII, v. 358, cuando Héctor anuncia en iguales circunstancias a Aquiles que morirá herido por Paris.
(28) Véase lo que anteriormente dejamos anotado sobre la sentencia.
(29) Sobre los últimos momentos del filósofo, véase otra de nuestras notas anteriores.