A continuación tienes el índice de las Guerras ibéricas de Apiano de Alejandría (c. 95 – c. 165), traducidas por Miguel Cortez y López (1777-1854) a partir «del texto greco-latino de Juan Schweigewser» (sic).
- Introducción (1-3)
- Amílcar (4-7)
- Aníbal (8-9)
- Sitio de Sagunto (10-12)
- Segunda guerra púnica (13-38)
- Pacificación tras la segunda guerra púnica (39-41)
- Primera guerra celtíbera (42-43)
- Segunda guerra celtíbera (44-50)
- Estragos de Luculo (51-55)
- Guerra lusitana (56-60)
- Guerra de fuego (61-75)
- Guerra numantina (76-98)
- Previos de la guerra (76-79)
- Gayo Hostilio Mancino (80-83)
- Preparación de Escipión Emiliano (84-87)
- Preparativos para el sitio de Numancia (88-91)
- Lucha por Numancia (92-95)
- Derrota de Numancia (96-98)
- Hispania como provincia romana (99-102)
- Apéndice sobre la guerra de Sertorio (108-115)
Transcripción, edición, etc., por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com, a partir de la versión publicada en 1882 que se puede encontrar p. ej. en la Biblioteca Digital Hispánica. Las notas son las originales de Cortez y han de consultarse bajo la responsabilidad de cada uno.
La división en «capítulos» y el título de cada sección están tomados de la traducción inglesa de Horace White según Livius.org, con algunos cambios propios, incluyendo las subdivisiones de los capítulos más largos.
Prólogo
Este prólogo es el que aparece en la publicación original decimonónica y ha de consultarse bajo la responsabilidad de cada uno.
Desde que me apliqué con un tanto de intención al estudio de nuestra historia y geografía antiguas, y para dar a luz mi Diccionario geográfico-histórico de la Hispania, tuve precisión de consultar los antiguos geógrafos e historiadores, y como a uno de tantos al griego Apiano Alejandrino, y me causó admiración de que ninguno de nuestros literatos hubiese arrostrado la tarea de traducir al idioma hispano un trozo tan apreciable de nuestra historia hispano-romana como el que nos dejó en el siglo II y en tiempo de los Antoninos este historiador griego en sus guerras ibéricas o hispanoas. No a todos se les pasó desapercibido este monumento de nuestra antigüedad, puesto que algunos de nuestros cronistas lo tuvieron presente y lo citaron para comprobación de sus asertos, pero dudo que ninguno consultara el texto original en el idioma que se escribió, ni aun algunas de las traducciones latinas, que con más o menos exactitud se hicieron en distintas épocas y por distintos traductores.
Yo tengo motivos para creer que, si Ocampo o Morales o algún otro de los antiguos acudieron a las Ibéricas, no las citaron sino por las infieles e inexactas traducciones como las que de todas las obras de este insigne historiador se hicieron en Italia por Alejandro Braccio y por su revisor Gerónimo Ruscelli, en el siglo XVI. Como el plan de mi Diccionario no podía llevarse a cabo tan cumplidamente como era necesario sin acotar los nombres de muchas ciudades antiguas que solo se leían en esta obra de las Ibéricas, y que debía yo señalar su correspondencia geográfica y referir sus vicisitudes históricas, que únicamente se leían en Apiano, me vi en el caso de tener que traducir varios párrafos, y con tanta extensión que bien considerados tantos artículos como de Apiano se tomaron para hacer una completa traducción tenía ya puesto la mitad del trabajo, y andado una gran parte de este camino; y este fue uno de los motivos por los que me resolví a hacer toda seguida y entera la traducción que al presente intento publicar.
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Me movió también a hacerla y a ilustrarla, con abundantes notas geográficas e históricas, la importancia y valor que tiene esta obra de Apiano en medio de su brevedad. Muchos nombres de ciudades y regiones, y muchos sucesos, nos serían del todo desconocidos sin este compendioso pero interesante trozo de nuestra historia antigua. Es lamentable que los copiantes de esta obra hubiesen desfigurado y corrompido varios nombres de pueblos en que tuvieron lugar las acciones y vicisitudes de guerra entre turdetanos, edetanos, celtíberos y vacceos, y que en las ediciones veamos aún Castace por Cástulo y Careonem por Carinovem; pero no es difícil tarea la de reducir tales nombres a su verdadera ortografía y, aprovechando las luces y noticias paralelas que de ellos nos quedan en los otros historiadores y geógrafos, á los que hemos acudido en nuestras notas.
Como este historiador del siglo II y de los tiempos de Antonino Pío, escribió las historias hispanas pertenecientes a la época de la dominación romana en Iberia, no se cuidó de retroceder a los orígenes de esta célebre y antiquísima nación, y tan antigua que no dudó el inglés Dunham de decir que, acaso atendida, su situación, clima y fertilidad, fuese la primera de la Europa que llamó hacia sí habitadores y colonos. Pero Apiano, fijando una simple y ligera mirada sobre su primitiva población, señaló con bastante certeza quiénes fueron los que antes que todos vinieron del oriente, en donde se debe encontrar el principio de población dé todo el orbe, a tomar asiento y domicilio en Hispania; y qué naciones fueron agregándose los primeros, y con qué orden de tiempos se allegaron las unas a las otras las diversas razas que aumentaron su población.
Ya antes de Apiano había asentado el anticuario Varrón que los iberos y persas habían sido los que antes que todos habían ocupado y cultivado nuestro suelo, y lo mismo repitió Apiano diciendo que a los iberos primitivos se habían agregado los celtas, que vinieron cruzando los Pirineos, formando con su mezcla con los iberos la raza celtíbera, que tantos recuerdos famosos dejó en nuestra historia. Pero añade luego que antes de los celtas ya habían aportado a Iberia colonias de fenicios y de griegos, que tantas huellas de su permanencia habían dejado en sus factorías, puertos, ríos y ciudades, a las que impusieron nombres de sus respectivos idiomas, y con los que las hallaron más tarde los cartagineses y romanos. Este es, pues, el orden histórico y cronológico indicado como de paso por Apiano, con que se fue aumentando y civilizando esta nación, y este es el orden que debe seguir el que arrostre la no menos noble que difícil empresa de dar a luz una historia general de nuestra patria, comenzando la cadena de sus vicisitudes desde el primer día, digámoslo así, de su vida nacional, como lo hace el que se propone escribir la biografía de un héroe, que regularmenle comienza por el día de su nacimiento y por el nombre a lo menos de sus progenitores.
Ni apruebo lo que tocante a este asunto dice el inglés Dunham, «que en balde sería querer averiguar cuándo y por quién fue primero poblada la península». No sería tan en balde cuando él mismo a continuación añade que los habitantes más antiguos que en ella nos da la historia son los iberos. Pero ¿quiénes fueron aquellos iberos y aquellos persas que, según Varrón y Apiano, vinieron los primeros? ¿De qué región vinieron? ¿Por qué fueron llamados iberos? ¿De qué idioma se tomó este nombre? ¿Qué personaje se llamó Ebero o Ebreo, y por qué se le dio este nombre? Estas investigaciones para dar alguna luz a nuestra historia primitiva, por oscura que sea, atendidos los muchos siglos que han transcurrido, lejos de ser inútiles o en balde, son muy dignas de un sabio investigador, que, desechando las fábulas y cuentos ridículos, procura reunir hasta los átomos de la verdad y aun de las racionales conjeturas que el tiempo no ha borrado enteramente, para historiarlas con sinceridad y sin pretensión exagerada de ser creído sobre su sola palabra.
Así lo hice en el tomo II de mi Diccionario; y si no debo gloriarme de haber estampado verdades a todas luces ciertas, creo a lo menos no haber asentado consejas que merezcan el ridículo. Para dar alguna solución a las sobredichas preguntas es conveniente observar que en el lenguaje técnico y geográfico de la Antigüedad, los iberos y persas que todos confiesan haber sido los primeros que nos da a conocer la historia, no fueron dos naciones distintas en origen, idioma, leyes y costumbres, sino que fueron una sola nación grande, dilatada y poderosa, dividida o partida en dos distintas regiones o sitios, a saber: a las dos bandas u orillas del célebre río Éufrates.
Los que, descendientes de Nembrod, ocupaban la orilla izquierda hacia el oriente, fueron llamados iberos, nombre que les impusieron los cananeos o fenicios por la razón de que, para tratar políticamente y comerciar con los de la orilla derecha, tenían necesidad de pasar a esta parte del río, y les apellidaban transitores, nombre tomado del verbo eber o abar, que significa ‘transir’ o ‘pasar’; y los que habitaban de esta parte, vecinos a Palestina, se llamaron persas. Pero tanto el nombre de ibero como el de persa se aplicaba a una misma familia y a una misma persona.
Yo no citaré a san Juan Crisóstomo en comprobación de lo que acabo de decir, solo como a un doctor gravísimo en los dogmas de la religión, sino que también como un eminente sabio conocedor de las historias orientales y de las lenguas siria y hebrea, de lo que se notan frecuentes indicios en sus obras. Este santo, pues, no dudaba que Abraham nació en la Caldea, a la banda izquierda del Éufrates; y no obstante que se llamó Ebero o Ebreo, que vale tanto como transitor, no dudó de llamarle y calificarle de persa. Así dice en el tomo V (edición de Montfaucon), pág. 173, que Abraham, siendo persa, fue amado de Dios, y lo hizo pasar de su región a otra: Abraham cum esset persa…. Y en la homilía 35 sobre el cap. 13 del Génesis, dice: «Abraham, por haber tenido su domicilio a la otra orilla del Éufrates, se llamó Ebero, esto es, transfluvial o transitor, de la voz hebrea abar o eber, que es lo mismo que trans», y en el sermón IX sobre el Génesis añade: «Abraham no era palestino, sino que vino a Palestina de la orilla ulterior del Éufrates, esto es, de Babilonia, y por esto fue llamado Ebero, que es lo mismo que transitor».
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En otra parte dice que Abraham tuvo por progenitores a los persas, sobre cuya idea geográfica e histórica pueden verse las notas de Montfaucon; y aún se extiende Crisóstomo a decir que, bien consideradas las cosas, los judíos, como descendientes de Abraham, no eran sino persas (Véase el tomo IX, pp. 67 y 68). Ahora bien: si los iberos son los habitantes de Hispania más antiguos que nos da a conocer la historia, como confiesa Dunham, y porque él lo confiesa no lo desmentirán nuestros modernos; y los iberos y persas no eran dos naciones distintas, sino dos regiones de una gran nación, como en España los aragoneses y navarros; sale por consecuencia que los iberos pobladores de Hispania no pudieron ser los de la pequeña Iberia caspiana, que ninguna relación tenían con los persas, sino que fueron los de Caldea o Babilonia, que desde el Éufrates conducidos por Timbal o Thobel vinieron a nuestra tierra; o bien que así como a los babilonios y caldeos, porque habitaban trans Eufrates, los cananeos o fenicios los llamaron iberos, y el nombre de ebero o hebreo le impusieron a Abraham, como lo afirma Zanolino en su Lexicón hebreo en la palabra eber; así a los thobelios los mismos fenicios los llamaron iberos porque los miraban trans mare, así como por una exacta analogía a los de las orillas del Caspio los llamaron también iberos porque los miraban a la parte opuesta de las montañas caucásicas; y en este concepto nuestra Iberia era lo mismo que transmarina.
Todos estos datos que aquí no hago sino insinuar, y que con más extensión se hallan en mi Diccionario, fundados en la propiedad y etimologías de las lenguas hebrea y siríaca, que como dice Crisóstomo reconocían un mismo origen con diversos dialectos, nos dan muchas luces para que vayamos a buscar nuestro origen, no en las miserables y modernas orillas del Caspio, sino en el campo de Senar y en las orillas del Éufrates, de las que se dispersaron y dividieron las tribus de la familia Noática, para repoblar la tierra despoblada por el diluvio universal. Y en mi concepto no son merecedores de muchos elogios nuestros historiadores, que, desdeñando la historia de Moisés, a título de muy críticos e imparciales, casi se afrentan de asegurar que uno de la familia de Noé, fuera por una inspiración suprema o fuera por otra causa, se dirigiera desde Senar a colonizar nuestra nación.
Cuando el apóstol san Pablo decía a los sabios del Areópago que todos los hombres traemos origen de un solo hombre, proclamaba una verdad histórica fundamental, y al mismo tiempo eminentemente moral, puesto que todos los hombres son un hombre, y para que lo fueran en el amor quiso Dios que se derivaran de uno; y cuando Moisés, el más antiguo y el más fidedigno historiador, nos dejó escrito que toda la repoblación de la tierra tuvo origen en la única familia que se salvó del diluvio, nos mostró la fuente adonde habíamos de ir a tomar la noticia de nuestro colonizador, así como el de cada una de las naciones que entonces acaso fueron un corto número de chozas, y se dilataron y agrandaron hasta ocupar toda la redondez del orbe.
Y si en esta familia Noática y providencialmente repobladora asignan los hispanos a Thobel, no dirán tal desatino que merezcan el desden y desprecio de los profundos sabios e ilustrados orientalistas y verdaderos conocedores de la Antigüedad histórica. La venida de Thobel desde Senar por el Egipto superior y por la costa africana a pasar el Estrecho y tomar asiento en la Tarteside y fundar la Turdetania, y de allí sus descendientes extenderse a toda la Península llamada primero Thobelia, luego Sphania, y más tarde Iberia, no es una suposición desnuda de racionales conjeturas, ni una fábula como las que mancharon nuestra historia con la existencia y obras de los híspalos, britos, tagos, betos, oros y geriones.
Thobel no es un personaje fabuloso, como los que acabo de nombrar; su existencia y sus progenitores constan en el libro historial más antiguo y más respetable que ha llegado hasta nosotros. La voz hebrea Thobel es sinónima de la griega o egipcia Phan o Span, y de consiguiente son sinónimos los de Thobelia y Sphania, y los thobelios, descendientes de Thobel, a quienes dio asiento aquí, sinónimos de sphanos.
La voz Sphania es tan antigua que Moisés, que aprendió las ciencias en Egipto, no por otra razón llamó Sphan al conejo sino porque era indígeno de nuestra tierra, y le pareció suficiente para distinguirlo de otros animales con llamarle Sphan, dándole el nombre de su patria.
Esta misma Sphania, sinónimo de Thobelia según Josefo, después se llamó Iberia. Por otra parte, en muchos nombres de nuestras antiguas ciudades, entran como raíces las letras de Thobel o Thubal, como en In-tibil, Sal-tubal, Tebálica, sin reparar en la diferencia de las vocales; pues es constante que el idioma hebreo primitivo que se habló por los thobelios no las tenía, como lo afirma S. Gerónimo, aún en su tiempo hasta que las añadieron los masoretas.
No puede menos de parecer extraño que ninguno de nuestros historiadores ni antiguos ni modernos hayan fijado su atención en los innumerables nombres hebreos con que fueron apellidadas nuestras más célebres ciudades, ríos y montes; y que el historiador romano Plinio Secundo pusiese un estudio esmerado en traducir dichos nombres hebreos a los sinónimos latinos. Así, a Ebura la tradujo por el sinónimo Cerealis; a Obulcon la tradujo en su sinónimo Pontificiense, y a Eliberi lo tradujo en Uberini, que es su verdadero sinónimo y no el impropio y nunca corregido Liberini.
También causa admiración que tantos historiadores beneméritos de nuestra nación no hayan filosofado sobre la innumerable población hebrea o israelita que en tiempos antiguos ocupó Hispania, que algunos han hecho subir dicha población hebrea a la tercera parte de sus moradores. ¿Qué idioma debieron hablar los unos y los otros para comunicarse y entenderse? Estos fenómenos parece que son merecedores de alguna discusión. El nombre del dios Endobelico, tan venerado por los hispanos antiguos, se compone, o de la preposición em, que vale tanto como la nuestra con, y dirían somos con Thobel; o del nombre sustantivo em, que significa ‘pueblo’, y Endobel o Entobel significará ‘pueblo de Thobel’. Añádanse a estos indicios las infinitas voces hebreas que aún componen nuestro copioso idioma, y que ni los griegos, ni los cartagineses, ni los romanos, con toda su dominación e idiomas, pudieron borrar de la habla antigua de nuestra plebe, así como repetidas veces afirma S. Agustín, que, si los romanos en África hicieron dominante su lengua latina, jamás pudieron abolir el idioma púnico, que ya solo entendían los plebeyos. A este propósito ya dije en mi Diccionario que un número considerable de voces castizas en castellano son hebreas, que de nuestra antigua habla han sobrenadado y sobrevivido al latín y aun al árabe; y este concepto lo ha confirmado en su Análisis el docto hebraizante D . Antonio María Blanco en las páginas 79 y siguientes.
¿Qué idioma sería el que hablarían los hispanos ante el senado romano, cuyos individuos por lo común recibían su educación en Atenas y no entendían a los que iban de aquí sino por intérpretes como dice Cicerón? (lib. 2, De divin., núm. 64). El mismo, en su oración por Balbo, dice que Cn. Pompeyo no entendía el lenguaje de los gaditanos, y solo por la interpretación latina se enteraba de sus pactos. Los turdetanos pues y los tartesios, que eran los primitivos iberos, y adonde no llegaron sino muy pocos de los celtas, bien debían entender a los de Cádiz, que sin duda hablarían el fenicio que tan pariente es del hebreo y del púnico, como dicen el Crisóstomo, S. Agustin y S. Gerónimo.
¿Y de qué idioma serán las palabras que se ven en las medallas celtíberas o turdetanas? Dado caso que algún día se lograse conocer la equivalencia de los caracteres y se leyesen las palabras, lo que no es de esperar, todavía quedaría por averiguar a qué idioma pertenecían tales palabras; pues bien cierto es que una misma voz, por ejemplo amar, en latín y castellano significa ‘querer bien’, y en hebreo significa ‘decir’. Lo mismo si se leyese la voz tela: en hispano significa un tejido; en latín, los dardos. Yo tengo una convicción de que el idioma primitivo de los iberos fue el hebreo o el sirofenicio, y que de estos idiomas son las palabras de las medallas que llamamos desconocidas. Mas este asunto no es el objeto de este prólogo.
Volviendo, pues, a las Ibéricas de Apiano, debemos confesar que, perdidos muchos libros de las décadas de Tito Livio, en el historiador alejandrino hallamos noticias que sin sus libros nunca hubiéramos alcanzado. Nunca hubiéramos señalado con el dedo quiénes fueron aquellos turditanos, así escritos en Tito Livio, vecinos de los saguntinos, cuyos campos, como dice Apiano, Saguntinorum excursionibus vastabantur; pero tan vengativos y tan defensores de sus tierras y de sus derechos que, como confesaron los de Sagunto ante el senado, aun cuando Aníbal no los hubiera destruido, ellos con sus porfiadas y tenaces contiendas hubieran bastado a aniquilarlos, si los dos Escipiones no hubieran arruinado y desmantelado su ciudad y los hubiesen reducido a ser tributarios de los saguntinos restaurados: aquellos enemigos que por condiciones de paz exigían de los saguntinos la restitución de sus campos o pastos. Pero Apiano nos sacó de esta duda diciéndonos que eran los turboletas; y como este nombre se compone de dos raíces que son turba y leos, y puntualmente en Livio hallamos celebrada la ciudad de Turba, este descubrimiento no solo nos ha dispensado de suponer dos Turditanias, como han opinado algunos de nuestros historiadores, sino que nos ha autorizado para corregir el texto de Livio, llamando turbitanos a los que los copiantes llamaron turditanos, y venir en conocimiento de que los vecinos y enemigos, por agraviados de los saguntinos, no fueron los turditanos de la Bética, muy distantes de Sagunto para tener contiendas sobre límites de campos y pastos, sino que fueron los de Turba, que hoy se llama Teruel, con sus ópidos y castillos que confrontaban por el Mijares con las colonias de la república saguntina.
Tocante a la veracidad histórica de Apiano, no ha faltado quien haya desconfiado de su exactitud; pero otros, y entre estos Foción en su Biblioteca, no dudó en garantizar su puntualidad en los sucesos que refiere. Verdad es sin embargo que tenemos que disimular en este historiador un notable error en geografía, en haber escrito y repetido en sus Ibéricas que Sagunto estaba asentada en la parte oriental del Ebro, añadiendo por segunda equivocación que de las ruinas de Sagunto había edificado Aníbal la ciudad de Cartagonova. Pero, como ya observó su más correcto editor Juan Schweigewser, la ocasión de estas equivocaciones la tomó Apiano de la lectura poco meditada de Polibio, que, copiando los tratados o pactos que mediaron entre Cartago y Roma por límites de sus ambiciosas conquistas, y fijándolos en dicho río, se persuadió Apiano de que Aníbal, para comenzar la guerra contra Roma devastando Sagunto, debió pasar a la izquierda de este río, terreno que Roma vencedora se reservó, sin contar con que también a esta parte del Ebro se había reservado Roma las colonias de los griegos como Sagunto; y Cartagonova no fue edificada por Aníbal, sino aumentada y fortificada por su antecesor Asdrúbal.
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Ningún historiador nos ha trasmitido tantas y tan notables circunstancias de la célebre guerra numantina como Apiano en sus Ibéricas. Bien es verdad que pudo causar alguna confusión llamando a los pelenlones con el nombre de belos; pero en recompensa él solo nos ha dejado noticia de los inicios celtíberos de Atienza, que jugaron en dicha guerra un papel muy activo y eficaz.
También he tenido el pensamiento de añadir por apéndice a las Ibéricas la famosa guerra sertoriana, que forma parte de la obra de Apiano de las guerras civiles, traducida del griego y por el texto del mismo Schweigewser. Y bien que Apiano agregase este periodo interesante de nuestra historia a su obra de las guerras civiles, me ha parecido que no desagradará a nuestros literatos el ver reunidos en nuestra traducción cuantos datos históricos nos quedan en este historiador, ora tengan enlace con las guerras civiles entre los mismos romanos, ora con las de su conquista y dominación en la Hispania como son los de las Ibéricas.
De esta última obra se hicieron varias traducciones latinas. La más antigua parece haber sido la que dio a luz Pedro Cándido, que dedicó al papa Nicolau V algunas historias de Apiano, y las Ibéricas o hispanas al rey de Aragón Alfonso V, tan benemérito de las letras, y el progenitor de la numismática.
Otra versión latina publicó Cecilio Secundo Curión en Venecia, y en folio, el año 1472; y en el de 1550 dio a luz Henrique Estephano una grecolatina de todas las historias de Apiano, y la repitió en el 1592. Posteriormente también Alejandro Tolio dio la suya grecolatina en Amberes el año 1670, y es la que corre como más común y a la que algunos, como el ilustre editor del Mariana D. José Sabau, califican de la más correcta; sin duda no tuvo presente la del citado Schweigewser en Leipzig, año 1785, que es la que hemos adoptado para hacer la presente traducción a nuestro idioma.
Al idioma italiano fueron traducidas todas las historias de Apiano por Alejandro Braccio, caballero florentino, cuya traducción, muy defectuosa e inexacta, fue revisada por Gerónimo Ruscelli, que la dejó con los mismos defectos, si no añadió otros más de su propia cosecha y de su poca inteligencia en el idioma griego, por lo que tuvieron que seguir la traducción latina de Curión, a pesar de anunciarse como traductores del griego; y las imprimieron en caracteres italianos en Venecia en los años de 1545 y de 1551. Algunas de las inexactitudes de que abundan se han indicado en nuestras notas, y una de tantas la de haber supuesto que nuestra antigua Itálica algún tiempo tuvo nombre de Sanción o Sancios, en cuyo descuido fue a caer nuestro cronista Ambrosio de Morales.
También hay traducciones de Apiano en francés y en alemán; y en nuestro idioma lo fueron algunas por el capitán D. Diego de Salazar, que las imprimió en Alcalá y dedicó al marqués de Berlanga, año de 1537. De esta traducción se aprovechó el canónigo de Urgel D. Jaime Bartolomé para publicar la suya, pero en tanto grado que no ha podido evitar la censura de plagiario, como se lee en el Diccionario de los escritores catalanes dado a luz por el virtuoso y sabio obispo de Astorga D. Félix Torres Amat. Esta traducción de solo las guerras civiles fue dedicada al rey Felipe II, año de 1592. Mas las Ibéricas, por ninguno que yo sepa, han aparecido traducidas al castellano; y si yo he acertado a hacer algo de bueno en esta obra que ofrezco a los hispanos, o he proporcionado a nuestros historiadores en mis notas aliquod adiumentum, como decía Cicerón en sus Oficios, me tendré por muy recompensado con haberlo hecho con la mejor intención, si no he logrado hacerlo con el mejor éxito.