Este es un capítulo de la Ilíada de Homero, traducida en 1908 por Luis Segalá y Estalella (1873-1938) y adaptado-modernizado y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
RESUMEN. Agamenón se niega a devolverle a su padre Crises, el sacerdote de Apolo, su hija Criseida, que le ha tocado como parte de su botín de guerra. Ante la afrenta, Apolo envía una terrible peste al campamento griego. Al averiguar la causa, Agamenón se ve obligado a devolver a Criseida, pero a cambio decide quitarle a Aquiles su propia muchacha del botín, Briseida. Es ahora Aquiles el que, afrentado, se niega a seguir luchando por los griegos y le pide a su madre, la diosa Tetis, que ruegue a Zeus por la perdición de los propios griegos.
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Canta, oh, diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a los que hizo presa de perros y pasto de aves —se cumplía la voluntad de Zeus—, desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando rescatar a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
«¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Que los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo».
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
«Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizá no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquella no la liberaré: antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Y ahora vete, no me irrites, para que puedas irte sano y salvo».
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, se fue por la orilla del estruendoso mar y, en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
«¡Óyeme, tú, que llevas arco de plata, proteges Crisa y la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh, Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡que paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!».
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Tal fue su plegaria. La oyó Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Se sentó lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros, mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se preocupaba por los dánaos, porque los veía que morían. Acudieron estos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
«¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte, pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Pero, venga, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —también el sueño procede de Zeus— para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe y si, quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste».
Cuando así hubo hablado, se sentó. Se levantó Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo— y, benévolo, les arengó diciendo:
«¡Oh, Aquiles, caro a Zeus! Me mandas explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás dispuesto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja, y si, en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquel. Di tú si me salvarás».
Le respondió Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh, Calcante, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente presume de ser el más poderoso de los aqueos todos».
Entonces cobró ánimo y dijo el excelso vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el flechador nos causó males y todavía nos causará otros; y no librará a los dánaos de la odiosa peste hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza».
Dichas estas palabras, se sentó. Se levantó al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego, y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
«¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle ni en el natural ni en inteligencia ni en destreza; pero, aun así y todo, consiento en devolverla si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla, lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido».
Le replicó el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya».
Le dijo en respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente… Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Áyax, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, vamos, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y que sea capitán cualquiera de los jefes: Áyax, Idomeneo, el divino Odiseo o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al flechador con sacrificios».
Histori(et)as de griegos y romanos

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Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan—, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando estos entran a saco a una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola menor, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza».
Contestó el rey de hombres Agamenón: «Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita. No te ruego que por mí te quedes: otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmídones. No me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos y, encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo».
Tal dijo. Se enfureció el Pelida y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: la envió Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a ambos y por ellos se preocupaba. Se puso detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan solo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, se volvió y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
«¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: por su insolencia perderá pronto la vida».
Le dijo Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a ambos y por vosotros se preocupa. Venga, deja de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos».
Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Preciso es, ¡oh, diosa!, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece es por ellos muy atendido».
Dijo y, puesta la robusta mano en la argéntea empuñadura, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.
El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: «¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos…; en otro caso, Atrida, este sería tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña, ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este juramento). Algún día los aqueos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos».
Así se expresó el Pelida y, tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el lado opuesto, iba enfureciéndose. Pero se levantó Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel —había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera—, y benévolo les arengó diciendo:
«¡Oh, dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Se alegrarían Príamo y sus hijos, y se regocijarían los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Se criaron estos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron— y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra, no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero este es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera: yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate».
Le respondió el rey Agamenón: «Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir; pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás: a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?».
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles: «Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: no he de pelear con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin y al cabo me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo junto a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, vamos, inténtalo, para que estos se enteren también: presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza».
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo se fue hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios y, conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también. Fue capitán el ingenioso Odiseo.
Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.
En tales cosas se ocupaba el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: «Id a la tienda del Pelida Aquiles y, asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro».
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fueron los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmídones y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron y, haciendo una reverencia, se pararon sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
«¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos, pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón, que os envía a por la joven Briseida. ¡Vamos, Patroclo de jovial linaje! Saca a la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades, porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves».
De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, se alejó de los compañeros y, sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos: «¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató».
Así dijo llorando. Le oyó la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, se sentó al lado de aquel, que lloraba, le acarició con la mano y le habló de esta manera: «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla: no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos».
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión, la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo rescatar a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate, mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fue irritado, y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida se encendió en ira y, levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. A aquella los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a la hija de Brises, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo: ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Juno, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briáreo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizás decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca del mar, para que todos disfruten de su rey y el poderoso Agamenón Atrida comprenda la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos».
El pódcast de mitología griega
Le respondió Tetis, derramando lágrimas: «¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por completo de combatir. Ayer se fue Zeus al océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas y espero que lograré persuadirle».
Dichas estas palabras, partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.
En tanto, Odiseo llegaba a Crisa con las víctimas para la sacra hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía; y llevaron el buque, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para el flechador Apolo, y Criseida salió de la nave que atraviesa el ponto. El ingenioso Odiseo llevó la moza al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:
«¡Oh, Crises! Me envía el rey de hombres, Agamenón, a traerte a tu hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Apolo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los aqueos».
Dijo, y puso en sus manos a la hija amada, que aquel recibió con alegría. Acto seguido, ordenaron la sacra hecatombe en torno del bien construido altar, se lavaron las manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:
«¡Óyeme, tú, que llevas arco de plata, proteges a Crisa y la divina Cila e imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué y, para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡aleja ya de los dánaos la abominable peste!».
Tal fue su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; enseguida cortaron los muslos y, después de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas y, descuartizando lo demás, lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón complacido.
Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron junto a las amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, se hicieron a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos, y entonces se dispersaron por las tiendas y los bajeles.
El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran fama, ni cooperaba en la guerra, sino que consumía su corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos el griterío y el combate.
Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Cronión sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Se acomodó junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, le tocó la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Zeus Cronión:
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«¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este voto: honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres Agamenón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores».
De tal suerte habló. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo: «Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor— para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades».
Zeus, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: «¡Funestas acciones!, pues harás que me malquiste con Hera cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Este es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales, y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza».
Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo se estremeció el dilatado Olimpo.
Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó que llegase, sino que todos salieron a su encuentro. Se sentó Zeus en el trono, y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar, con él había departido, dirigió enseguida injuriosas palabras a Zeus Cronión:
«¿Cuál de las deidades, ¡oh, doloso!, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas».
Respondió el padre de los hombres y de los dioses: «¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo».
Replicó la veneranda Hera, de grandes ojos: «¡Terribilísimo Cronión, ¿qué palabras proferiste?! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día se sentó cerca de ti y abrazó tus rodillas, y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas».
Contestó Zeus, que amontona las nubes: «¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón, lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Ahora, siéntate en silencio: obedece mis palabras, no sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo si, acercándome, te pongo encima las invictas manos».
Tal dijo. La veneranda Hera, de grandes ojos, temió y, refrenando el coraje, se sentó en silencio. Se indignaron en el palacio de Zeus los dioses celestiales, y Hefesto, el ilustre artífice, comenzó a arengarles para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos:
«Funesto e insoportable será lo que ocurra si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido para que este no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín, pues si el olímpico fulminador quiere echarnos del asiento… nos aventaja mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas, y pronto el olímpico nos será propicio».
De este modo habló y, tomando una copa doble, la ofreció a su madre, diciendo: «Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida, que a ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído».
Así dijo. Se sonrió Hera, la diosa de los níveos brazos y, sonriente aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera, y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio.
Histori(et)as de griegos y romanos


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Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín, y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando.
Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios, que había construido Vulcano, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y se acostó, y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.