Este es un capítulo de la Odisea de Homero, traducido en 1910 por Luis Segalá y Estalella (1873-1938) y adaptado-modernizado y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
RESUMEN. Narra las cosas que ocurrieron en casa de Éolo, el guardián de los vientos, que había entregado a Odiseo el favorable viento Céfiro, y los demás vientos encerrados en un odre, el cual los compañeros, mientras Odiseo dormía, abrieron, por creer que había oro en él, y de esa forma volvieron ante Éolo, que esta vez no quiere recibirlos y ayudarlos. Así, los griegos llegan al país de los lestrigones, donde pierden once naves, y con una sola consiguen escapar hasta la isla de Eea. Allí se encuentran con Circe, que convierte a varios compañeros en cerdos. Finalmente, gracias a la ayuda de Hermes, Odiseo consigue la ayuda de la hechicera, que le dice cómo descender al Hades para encontrarse con el adivino Tiresias.
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»Llegamos a la isla Eolia, donde moraba Éolo Hipótada, caro a los inmortales dioses; isla flotante cercada por un broncíneo e irrompible muro, y se levanta en el interior una escarpada roca. A Éolo le nacieron doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y dio aquellas a estos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día se percibe en la casa el olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con su púdica mujer sobre tapetes en torneado lecho.
»Llegamos, pues, a su ciudad y a sus magníficas viviendas, y Éolo me trató como a un amigo por espacio de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas —sobre Ilión, sobre las naves de los argivos, sobre la vuelta de los aqueos—, de todo lo cual le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se negó y preparó mi viaje. Me dio entonces, encerrados en un cuero de un buey de nueve años que antes desollara, los soplos de los mugidores vientos, pues el Cronión le había hecho árbitro de los mismos, con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo, enviándome el Céfiro para que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.
»Navegamos seguidamente por espacio de nueve días con sus noches. Y en el décimo se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca del mar. Entonces me sentí fatigado y me rindió el dulce sueño, pues había gobernado continuamente el timón de la nave, que no quise confiar a ninguno de los amigos para que llegáramos más pronto. Los compañeros hablaban los unos con los otros de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que era oro y plata, recibidos como dádiva del magnánimo Éolo Hipótada. Y alguno de ellos dijo de esta suerte al que tenía más cercano:
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«¡Oh, dioses! ¡Cuán querido y honrado es este varón, de cuantos hombres habitan en las ciudades y tierras adonde llega! Muchos y valiosos objetos se ha llevado del botín de Troya, mientras que los demás, con haber hecho el mismo viaje, volveremos a casa con las manos vacías. Y ahora Éolo, obsequiándole como a un amigo, acaba de darle estas cosas. Vamos, veamos ahora lo que son y cuánto oro y plata hay en el cuero».
»Así razonaban. Prevaleció aquel mal consejo y, desatando mis amigos el odre, se escaparon con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y las llevó al mar: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, despertándome, medité en mi irreprochable espíritu si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, me quedé en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos me acompañaban.
»Llegados allá, saltamos en tierra, recogimos agua y entonces empezamos a comer junto a las veleras naves. Mas, así que hubimos disfrutado la comida y la bebida, tomé un heraldo y un compañero y, encaminándonos al ínclito palacio de Éolo, hallamos a este, que celebraba un banquete con su esposa y sus hijos. Ya en la casa, nos sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron estas preguntas:
«¿Qué hacéis aquí, Odiseo? ¿Qué funesto dios te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pareciera».
»Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije: «Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso me causaron este daño; pero remediadlo vosotros, oh, amigos, ya que podéis hacerlo».
»En tales términos me expresé, halagándoles con suaves palabras. Todos enmudecieron y, por fin, el padre me respondió:
«¡Sal de la isla ahora mismo, malvado más que ninguno de los que hoy viven! No me es permitido tomar a mi cuidado y asegurarle la vuelta a un varón que se ha hecho odioso a los bienaventurados dioses. Vete enhoramala, pues, si viniste ahora, es porque los inmortales te aborrecen».
»Hablando de esta manera me despidió del palacio a mí, que profería hondos suspiros. Luego seguimos adelante, con el corazón angustiado. Y ya iba agotando el ánimo de los hombres aquel molesto remar, que a nuestra necedad debíamos, pues no se presentaba medio alguno de volver a la patria.
»Navegamos sin interrupción durante seis días con sus noches, y al séptimo llegamos a Telépilo de Lamos, la excelsa ciudad de la Lestrigonia, donde el pastor, al recoger su rebaño, llama a otro que sale en seguida con el suyo. Allí, un hombre que no durmiese podría ganar dos salarios: uno, guardando bueyes; y otro, apacentando blancas ovejas. ¡Tan inmediatamente sucede al pasto del día el de la noche! Apenas arribamos al magnífico puerto, el cual estaba rodeado de ambas partes por escarpadas rocas y tenía en sus extremos riberas prominentes y opuestas que dejaban un estrecho paso, todos llevaron allí las corvas naves y las amarraron en el cóncavo puerto, muy juntas, porque allí no se levantan olas ni grandes ni pequeñas, y una plácida calma reina alrededor; mas yo dejé mi negra embarcación fuera del puerto, junto a uno de sus extremos, e hice atar las amarras a un peñasco. Subí entonces a una áspera atalaya y desde ella no divisé labores de bueyes ni de hombres, sino tan solo el humo que se alzaba de la tierra.
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»Quise enviar algunos compañeros para que averiguaran qué tipo de hombres comían el pan en aquella comarca; y designé a dos, haciéndoles acompañar por un tercero que fue un heraldo. Se fueron y, siguiendo un camino llano por donde las carretas llevaban la leña de los altos montes a la ciudad, poco antes de llegar a la población encontraron una doncella, la eximia hija del lestrigón Antífates, que bajaba a la fuente Artacia, de hermosa corriente, pues allá iban a proveerse de agua los ciudadanos.
»Se detuvieron y hablaron a la joven, preguntándole quién era el rey y sobre quiénes reinaba; y ella les mostró enseguida la elevada casa de su padre. Se llegaron entonces a la magnífica morada, hallaron dentro a la esposa, que era alta como la cumbre de un monte, y le tuvieron no poco miedo. La mujer llamó del ágora a su marido, el preclaro Antífates, y este maquinó contra mis compañeros cruda muerte: agarrando al momento a uno, se aparejó con él la cena, mientras los otros dos tornaban a los barcos en precipitada fuga.
»Antífates gritó por la ciudad y, al oírle, acudieron de todos lados muchos y fuertes lestrigones, que no parecían hombres sino gigantes, y desde las peñas tiraron pedruscos muy pesados: pronto se alzó en las naves un deplorable estruendo causado a la vez por los gritos de los que morían y por la rotura de los barcos; y los lestrigones, atravesando a los hombres como si fueran peces, se los llevaban para celebrar un nefando festín. Mientras así los mataban en el hondísimo puerto, saqué la aguda espada que llevaba junto al muslo y corté las amarras de mi bajel de azulada proa. Acto seguido exhorté a mis amigos, mandándoles que batieran los remos para librarnos de aquel peligro; y todos azotaron el mar por temor a la muerte. Con satisfacción huimos en mi nave desde las rocas prominentes al ponto; mas las restantes se perdieron en aquel sitio, todas juntas.
»Desde allí seguimos adelante, con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte aunque perdimos algunos compañeros. Llegamos luego a la isla Eea, donde moraba Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz, hermana carnal del terrible Eetes, pues ambos fueron engendrados por el Sol, que alumbra a los mortales, y tienen por madre a Perse, hija del Océano. Acercamos silenciosamente el navío a la ribera, haciéndolo entrar en un amplio puerto, y alguna divinidad debió de conducirnos. Saltamos en tierra, permanecimos echados dos días con sus noches, y nos roían el ánimo el cansancio y los pesares.
»Mas, en cuanto la Aurora, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, tomé mi lanza y mi aguda espada y me fui prestamente desde la nave a una atalaya, por si conseguía ver labores de hombres mortales o percibir su voz. Y, habiendo subido a una altura muy escarpada, me puse en pie y vi el humo que se alzaba de la espaciosa tierra, en el palacio de Circe, entre un espeso encinar y una selva. En cuanto divisé el negro humo, se me ocurrió en la mente y en el ánimo ir yo mismo a enterarme; mas, considerándolo bien, me pareció mejor volver a la orilla, donde se hallaba la velera nave, disponer que comiesen mis compañeros y enviar a algunos para que se informaran.
»Emprendí la vuelta y ya estaba a poca distancia del corvo bajel, cuando algún dios me tuvo compasión al verme solo, y me hizo salir al camino un gran ciervo de altos cuernos, que desde el pasto de la selva bajaba al río para beber, pues el calor del sol le había afectado. Apenas se presentó, le acerté con la lanza en el espinazo, en medio de la espalda, de tal manera que el bronce lo atravesó completamente. Cayó el ciervo, quedando tendido en el polvo, y perdió la vida. Me llegué a él y le saqué la broncínea lanza, poniéndola en el suelo; arranqué después varitas y mimbres, y formé una soga como de una braza, bien torcida de ambas partes, con la cual pude atar juntos los pies de la enorme bestia. Me la colgué al cuello y enderecé mis pasos a la negra nave, apoyándome en la pica, ya que no habría podido sostenerla en la espalda con solo la otra mano, por ser tan grande aquella pieza. Por fin la dejé en tierra, junto a la embarcación, y comencé a animar a mis compañeros, acercándome a ellos y hablándoles con dulces palabras:
El pódcast de mitología griega
«¡Amigos! No descenderemos a la morada de Plutón, aunque nos sintamos afligidos, hasta que nos llegue el día fatal. Ahora, venga, en cuanto haya víveres y bebida en la embarcación, pensemos en comer y no nos dejemos consumir por el hambre».
»Así les dije; y, obedeciendo al instante mis palabras, se quitaron la ropa con que se habían tapado allí, en la playa del mar estéril, y admiraron el ciervo, pues era grandísima aquella pieza. Después de que se hubieron deleitado en contemplarlo con sus propios ojos, se lavaron las manos y prepararon un banquete espléndido. Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y llegó la noche, nos acostamos en la orilla del mar. Pero, no bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, reuní en junta a mis amigos y les hablé de esta manera:
«Oíd mis palabras, compañeros, aunque padezcáis tantos males. ¡Oh, amigos! Ya que ignoramos dónde está el poniente y el sitio en que aparece la Aurora, por dónde el Sol, que alumbra a los mortales, desciende debajo de la tierra, y por dónde vuelve a salir, examinemos prestamente si nos será posible tomar alguna resolución, aunque yo no lo espero; mas, desde escarpada altura contemplé esta isla, que es baja y a su alrededor el ponto inmenso forma una corona, y con mis propios ojos vi salir humo de en medio de la misma, a través de los espesos encinares y de la selva».
»Tal dije. A todos se les quebraba el corazón, acordándose de los hechos del lestrigón Antífates y de las violencias del feroz cíclope, que se comía a los hombres, y se echaron a llorar ruidosamente, vertiendo abundantes lágrimas, aunque para nada les sirvió su llanto.
»Formé con mis compañeros de hermosas grebas dos secciones, a las que di sendos capitanes, pues yo me puse al frente de una y el deiforme Euríloco mandaba la otra. Echamos suertes en un broncíneo yelmo y, como saliera la del magnánimo Euríloco, partió con veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron a nosotros, que también sollozábamos. Dentro de un valle y en lugar visible descubrieron el palacio de Circe, construido de piedra pulimentada. En torno suyo había lobos montaraces y leones, a los que Circe había encantado, dándoles funestas drogas; pero estos animales no acometieron a mis hombres, sino que, levantándose, fueron a halagarles con sus colas larguísimas. Como los perros halagan a su amo siempre que vuelve del festín, porque les trae algo que satisface su apetito, de tal manera los lobos, de uñas fuertes, y los leones fueron a halagar a mis compañeros, que se asustaron de ver tan espantosas fieras. Al llegar a la mansión de la diosa de lindas trenzas, se detuvieron en el vestíbulo y oyeron a Circe, que con voz pulcra cantaba en el interior, mientras labraba una tela grande, divina y tan fina, elegante y espléndida como son las labores de las diosas. Y Polites, caudillo de hombres, que era para mí el más caro y respetable de los compañeros, empezó a hablarles de esta manera:
«¡Oh, amigos! En el interior está cantando hermosamente alguna diosa o mujer que labra una gran tela, y hace resonar todo el pavimento. Llamémosla cuanto antes».
»Así les dijo, y ellos la llamaron a voces. Circe se alzó en seguida, abrió la magnífica puerta, los llamó y la siguieron todos imprudentemente, a excepción de Euríloco, que se quedó fuera por temor de algún engaño. Cuando los tuvo dentro, los hizo sentar en sillas y sillones, confeccionó un potaje de queso, harina y miel fresca con vino de Pramnio y echó en él drogas perniciosas para que los míos olvidaran por completo la tierra patria. Se lo dio, bebieron y, seguidamente, los tocó con una varita y los encerró en pocilgas.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
»Y tenían la cabeza, la voz, las cerdas y el cuerpo como los puercos, pero sus mientes quedaron tan enteras como antes. Así fueron encerrados y todos lloraban; y Circe les echó para comer hayucos, bellotas y el fruto del cornejo, que es lo que comen los puercos, que se echan en la tierra.
»Euríloco volvió sin dilación al ligero y negro bajel, para informarnos de la aciaga suerte que les había caído a los compañeros; mas no le era posible proferir una sola palabra, a pesar de su deseo, por tener el corazón sumido en grave dolor: los ojos se le llenaron de lágrimas y su ánimo únicamente pensaba en sollozar. Todos le contemplábamos con asombro y le hacíamos preguntas, hasta que por fin nos contó la pérdida de los demás compañeros:
«Nos alejamos a través del encinar como mandaste, preclaro Odiseo, y dentro de un valle y en lugar visible descubrimos un hermoso palacio, hecho de piedra pulimentada. Allí, alguna diosa o mujer cantaba con voz sonora, labrando una gran tela. La llamaron a voces. Se alzó enseguida, abrió la magnífica puerta, nos llamó, y la siguieron todos imprudentemente; pero yo me quedé fuera, temiendo que hubiese algún engaño. Todos a una desaparecieron y ninguno ha vuelto a presentarse, aunque he permanecido aguardándolos un buen rato».
»De tal manera se expresó. Yo entonces, colgándome del hombro la gran espada de bronce, de clavazón de plata, y tomando el arco, le mandé que sin pérdida de tiempo me llevara por el camino que habían seguido. Mas él comenzó a suplicarme, abrazando con entrambas manos mis rodillas, y entre lamentos me decía estas aladas palabras:
«¡Oh, alumno de Zeus! No me lleves allá, mal de mi grado; déjame aquí; pues sé que no volverás ni traerás a ninguno de tus compañeros. Huyamos enseguida con los presentes, que aún nos podremos librar del día cruel».
»Así me habló, y le contesté diciendo: «¡Euríloco! Quédate tú en este lugar, a comer y beber junto a la cóncava y negra embarcación; mas yo iré, que la dura necesidad me lo exige».
»Dicho esto, me alejé de la nave y del mar; pero cuando, yendo por el sacro valle, estaba a punto de llegar al gran palacio de Circe, la conocedora de muchas drogas, y ya enderezaba mis pasos al mismo, me salió al encuentro Hermes, el de la áurea vara, en figura de un mancebo a quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la juventud. Y, tomándome la mano, me habló diciendo:
«¡Ah, infeliz! ¿Adónde vas por estos altozanos, solo y sin conocer la comarca? Tus amigos han sido encerrados en el palacio de Circe, como puercos, y se hallan en pocilgas sólidamente labradas. ¿Vienes quizá a libertarlos? Pues no creo que vuelvas: antes te quedarás donde están los otros. Venga, quiero preservarte de todo mal, quiero salvarte: toma este excelente remedio, que apartará de tu cabeza el día cruel, y ve a la morada de Circe, cuyos malos propósitos he de referirte íntegramente. Te preparará una mixtura y te echará drogas en el manjar; mas, con todo eso, no podrá encantarte, porque lo impedirá el excelente remedio que vas a recibir. Te diré ahora lo que ocurrirá después. Cuando Circe te golpee con su larguísima vara, tira de la aguda espada que llevas junto al muslo y acométela como si desearas matarla. Entonces, teniéndote algún temor, te invitará a que yazgas con ella: tú no te niegues a compartir el lecho de la diosa, para que libre a tus amigos y te acoja benignamente, pero hazle prestar el solemne juramento de los bienaventurados dioses de que no maquinará contra ti ningún otro funesto daño, no sea que, cuando te desnudes de las armas, te prive de tu valor y de tu fuerza».
»Cuando así hubo dicho, el Argicida me dio el remedio, arrancando una planta cuya naturaleza me enseñó. Tenía negra la raíz y era blanca como la leche su flor, la llaman moly los dioses y es muy difícil de arrancar para un mortal; pero las deidades lo pueden todo.
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Hermes se fue al vasto Olimpo, a través de la selvosa isla, y yo me encaminé a la morada de Circe, revolviendo en mi corazón muchos propósitos. Llegado al palacio de la diosa de lindas trenzas, me detuve en el umbral y empecé a dar gritos; la deidad oyó mi voz y, alzándose al punto, abrió la magnífica puerta y me llamó; y yo, con el corazón angustiado, me fui tras ella. Cuando me hubo introducido, me hizo sentar en una silla de argénteos clavos, hermosa, labrada, con un escabel para los pies; y en una copa de oro me preparó la mixtura para que bebiese, echando en ella cierta droga y maquinando en su mente cosas perversas. Mas, tan pronto como me la dio y bebí, sin que lograra encantarme, me tocó con la vara mientras me decía estas palabras:
«Ve ahora a la pocilga y échate con tus compañeros». Así habló. Desenvainé entonces la aguda espada que llevaba cerca del muslo y arremetí contra Circe, como deseando matarla. Ella profirió agudos gritos, se echó al suelo, me abrazó por las rodillas y me dirigió entre sollozos estas aladas palabras:
«¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? Me tiene suspensa que hayas bebido estas drogas sin quedar encantado, pues ningún otro pudo resistirlas, tan pronto como las tomó y pasaron el cerco de sus dientes. Hay en tu pecho un ánimo indomable. Eres sin duda aquel Odiseo de multiforme ingenio, de quien me hablaba siempre el Argicida, que lleva áurea vara, asegurándome que vendrías cuando volvieses de Troya en la negra y velera nave. Ahora, venga, envaina la espada y vámonos a la cama para que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre nosotros la confianza».
»Así se expresó, y le repliqué diciendo: «¡Oh, Circe! ¿Cómo me pides que te sea benévolo, después de que en este mismo palacio convertiste a mis compañeros en cerdos y ahora me detienes a mí, maquinas engaños y me ordenas que entre en tu habitación y suba a tu lecho a fin de privarme del valor y de la fuerza, apenas deje las armas? Yo no querría subir a la cama, si no te atrevieras, oh, diosa, a prestar solemne juramento de que no maquinarás contra mí ningún otro pernicioso daño».
»Así le dije. Juró al instante, como se lo mandaba, y en cuanto hubo prestado el juramento, subí al magnífico lecho de Circe.
»Aderezaban el palacio cuatro siervas, que son las criadas de Circe y han nacido de las fuentes, de los bosques o de los sagrados ríos que corren hacia el mar. Se ocupaban una en cubrir los sillones con hermosos tapetes de púrpura, dejando a los pies un lienzo; colocaba otra argénteas mesas delante de los asientos, poniendo encima canastillos de oro; mezclaba la tercera el dulce y suave vino en una cratera de plata y lo distribuía en áureas copas; y la cuarta traía agua y encendía un gran fuego debajo del trípode donde aquella se calentaba. Y cuando el agua hirvió dentro del reluciente bronce, me llevó a la bañera y allí me lavó, echándome la deliciosa agua del gran trípode a la cabeza y a los hombros hasta quitarme de los miembros la fatiga que roe el ánimo. Después de que me hubo lavado y ungido con pingüe aceite, me vistió con un hermoso manto y una túnica, y me condujo, para que me sentase, a una silla de argénteos clavos, hermosa, labrada y provista de un escabel para los pies. Una esclava me dio aguamanos que traía en un magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata y me puso delante una pulimentada mesa. La veneranda despensera trajo pan, y dejó en la mesa un buen número de manjares, obsequiándome con los que tenía reservados. Circe me invitó a comer, pero no le gustó a mi ánimo y seguí quieto, pensando en otras cosas, pues mi corazón presagiaba desgracias.
»Cuando Circe notó que yo seguía quieto, sin echar mano a los manjares y abrumado por fuerte pesar, se vino a mi lado y me habló con estas aladas palabras:
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«¿Por qué, Odiseo, permaneces así, como un mudo, y consumes tu ánimo, sin tocar la comida ni la bebida? Sospechas que haya algún engaño y has de desechar todo temor, pues ya te presté solemne juramento».
»Así se expresó, y le repuse diciendo: «¡Oh, Circe! ¿Qué tipo de hombre que fuese razonable osaría probar la comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y contemplarlos con sus propios ojos? Si me invitas de buen grado a beber y a comer, suelta a mis fieles amigos para que con mis ojos pueda verlos».
»De tal suerte hablé. Circe salió del palacio con la vara en la mano, abrió las puertas de la pocilga y sacó a mis compañeros en figura de puercos de nueve años. Se colocaron delante y ella anduvo por entre ellos, untándolos con una nueva droga: en el acto cayeron de los miembros las cerdas que antes les hizo crecer la perniciosa droga suministrada por la veneranda Circe, y mis amigos tornaron a ser hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos y más altos. Me reconocieron y uno por uno me estrecharon la mano. Se alzó entre todos un dulce llanto, la casa resonaba fuertemente y la misma deidad hubo de apiadarse. Y deteniéndose junto a mí, dijo de esta suerte la divina entre las diosas:
«¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! Ve ahora adonde tienes la velera nave en la orilla del mar y ante todo sacadla a tierra firme; llevad a las grutas las riquezas y los aparejos todos, y trae enseguida a tus fieles compañeros».
»Tales fueron sus palabras, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Enderecé el camino a la velera nave y la orilla del mar, y hallé junto a aquella a mis fieles compañeros, que se lamentaban tristemente y derramaban abundantes lágrimas. Así como las terneras que tienen su cuadra en el campo saltan y van juntas al encuentro de las gregales vacas que vuelven al aprisco después de saciarse de hierba, y ya los cercados no las detienen, sino que, mugiendo sin cesar, corren en torno de las madres, así aquellos, al verme con sus propios ojos, me rodearon llorando, pues a su ánimo les produjo casi el mismo efecto que si hubiesen llegado a su patria y a su ciudad, a la áspera Ítaca donde nacieron y se criaron.
Y, sollozando, estas aladas palabras me decían: «Tu vuelta, oh, alumno de Zeus, nos alegra tanto como si hubiésemos llegado a Ítaca, nuestra patria tierra. Ahora, venga, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros».
»De tal suerte se expresaron. Entonces les dije con suaves palabras: «Primeramente saquemos la nave a tierra firme y llevemos a las grutas nuestras riquezas y los aparejos todos; y después apresuraos a seguirme juntos para que veáis cómo los amigos beben y comen en la sagrada mansión de Circe, pues todo lo tienen en gran abundancia».
»Así les hablé, y al instante obedecieron mi mandato. Euríloco fue el único que intentó detener a los compañeros, diciéndoles estas aladas palabras:
«¡Ah, infelices! ¿Adónde vamos? ¿Por qué buscáis vuestro daño, yendo al palacio de Circe, que a todos nos transformará en puercos, lobos o leones, para que le guardemos, mal de nuestro grado, su espaciosa mansión? Se repetirá lo que ocurrió con el cíclope cuando los nuestros llegaron a su cueva con el audaz Odiseo y perecieron por su loca temeridad».
»De tal modo habló. Yo revolvía en mi pensamiento desenvainar la espada de larga punta, que llevaba a un lado del vigoroso muslo, y de un golpe echarle la cabeza al suelo, aunque Euríloco era pariente mío muy cercano; pero me contuvieron los amigos, unos por un lado y otros por el opuesto, diciéndome con dulces palabras:
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«¡Alumno de Zeus! A este lo dejaremos aquí, si tú lo mandas, y se quedará a guardar la nave; pero a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe».
»Hablando así, se alejaron de la nave y del mar. Y Euríloco no se quedó cerca del cóncavo bajel, pues fue siguiéndonos, amedrentado por mi terrible amenaza.
»En tanto Circe lavó cuidadosamente en su morada a los demás compañeros, los ungió con pingüe aceite, les puso lanosos mantos y túnicas; y ya los hallamos celebrando alegre banquete en el palacio. Después de que se vieron los unos a los otros y contaron lo ocurrido, comenzaron a sollozar y la casa resonaba en torno suyo. La divina entre las diosas se detuvo entonces a mi lado y me habló de esta manera:
«¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! Ahora dad tregua al copioso llanto: sé yo también cuántas fatigas habéis soportado en el ponto, abundante en peces, y cuántos hombres enemigos os dañaron en la tierra. Pero, venga, comed viandas y bebed vino hasta que recobréis el ánimo que teníais en el pecho cuando dejasteis vuestra patria, la escabrosa Ítaca. Actualmente estáis flacos y desmayados, trayendo de continuo a la memoria la peregrinación molesta, y no cabe en vuestro ánimo la alegría por lo mucho que habéis padecido».
»Tales fueron sus palabras y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Allí nos quedamos día tras día un año entero y siempre tuvimos en los banquetes carne en abundancia y dulce vino. Mas cuando se acabó el año y volvieron a sucederse las estaciones, después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, me llamaron los fieles compañeros y me hablaron de este modo:
«¡Ilustre! Acuérdate ya de la patria tierra, si el destino ha decretado que te salves y llegues a tu casa, de alta techumbre, y a la patria tierra».
»Así dijeron, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Y todo aquel día hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, se acostaron los compañeros en las oscuras salas.
»Mas yo subí a la magnífica cama de Circe y empecé a suplicar a la deidad, que oyó mi voz y a la cual abracé las rodillas. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía:
«¡Oh, Circe! Cúmpleme tu promesa de mandarme a mi casa. Ya mi ánimo me incita a partir y también el de los compañeros, quienes aquejan mi corazón, rodeándome llorosos cuando tú estás lejos».
»Así le hablé. Y la divina entre las diosas me contestó acto seguido: «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! No os quedéis por más tiempo en esta casa, mal de vuestro grado. Pero ante todo habéis de emprender un viaje a la morada de Plutón y de la veneranda Perséfone para consultar al alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan solo, después de muerto, le dio Perséfone inteligencia y saber, pues los demás revolotean como sombras».
El pódcast de mitología griega
»Tal dijo. Sentí que se me quebraba el corazón y, sentado en el lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más la luz del sol. Pero cuando me sacié de llorar y de revolcarme por la cama, le contesté con estas palabras:
«¡Oh, Circe! ¿Quién nos guiará en ese viaje, ya que ningún hombre ha llegado jamás al Hades en negro navío?».
»Así le hablé. Me respondió en el acto la divina entre las diosas: «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! Que no te preocupe el deseo de tener quien guíe el negro bajel: iza el mástil, descoge las blancas velas y quédate sentado, que el soplo del Bóreas conducirá la nave. Y cuando hayas atravesado el Océano y llegues adonde hay una playa estrecha y bosques consagrados a Perséfone y elevados álamos y estériles sauces, detén la nave en el Océano, de profundos remolinos, y encamínate a la tenebrosa morada de Plutón. Allí el Piriflegetonte y el Cocito, que es un arroyo del agua del Éstige, llevan sus aguas al Aqueronte; y hay una roca en el lugar donde confluyen aquellos sonoros ríos. Acercándote, pues, a este paraje, como te lo mando, ¡oh, héroe!, abre un hoyo que tenga un codo por cada lado; haz a su alrededor una libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua, y polvoréalo de blanca harina. Eleva después muchas súplicas a las inanes cabezas de los muertos y vota que, al llegar a Ítaca, les sacrificarás en el palacio una vaca no paridera, la mejor que haya, y llenarás la pira de cosas excelentes en su obsequio; y también que a Tiresias le inmolarás aparte un carnero completamente negro que descuelle entre vuestros rebaños. Así que hayas invocado con tus preces al ínclito pueblo de los difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo el rostro al Érebo, y apártate un poco hacia la corriente del río: allí acudirán muchas almas de los que murieron. Exhorta enseguida a los compañeros y mándales que desuellen las reses, tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por el cruel bronce, y las quemen prestamente, haciendo votos al poderoso Plutón y a la veneranda Perséfone; y tú desenvaina la espada que llevas junto al muslo, siéntate y no permitas que las inanes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias. Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te dirá el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar abundante en peces».
»Tal dijo, y al momento llegó la Aurora, de dorado trono. Circe me vistió un manto y una túnica, y se puso una amplia vestidura blanca, fina y hermosa, ciñó el talle con un lindo cinturón de oro y veló su cabeza. Yo anduve por la casa y amonesté a los compañeros, acercándome a ellos y hablándoles con dulces palabras:
«No permanezcáis acostados, disfrutando del dulce sueño. Partamos ya, pues la veneranda Circe me lo aconseja».
»Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir. Mas ni de allí pude llevarme indemnes todos los compañeros. Un tal Elpénor, el más joven de todos, que ni era muy valiente en los combates, ni estaba muy en juicio, yendo a buscar la frescura después de que se cargara de vino, se había acostado separadamente de sus compañeros en la sagrada mansión de Circe y, al oír el vocerío y estrépito de los camaradas que empezaban a moverse, se levantó de súbito, se le olvidó volver atrás a fin de bajar por la larga escalera, cayó desde el techo, se le rompieron las vértebras del cuello y su alma descendió al Hades.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
»Cuando ya todos se hubieron reunido, les dije estas palabras: «Creéis sin duda que vamos a casa, a nuestra querida patria tierra; pues bien, Circe nos ha indicado que hemos de hacer un viaje a la morada de Plutón y de la veneranda Perséfone para consultar el alma del tebano Tiresias».
»Así les hablé. A todos se les quebraba el corazón y, sentándose allí mismo, lloraban y se mesaban los cabellos. Mas ningún provecho sacaron de sus lamentaciones.
»Tan pronto como nos encaminamos, afligidos, a la velera nave y a la orilla del mar, vertiendo copiosas lágrimas, acudió Circe y ató al oscuro bajel un carnero y una oveja negra. Y al hacerlo logró pasar inadvertida muy fácilmente, pues ¿quién podrá ver con sus propios ojos a una deidad que va o viene, si a ella no le place?