Este es un capítulo de la Odisea de Homero, traducido en 1910 por Luis Segalá y Estalella (1873-1938) y adaptado-modernizado y narrado por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
RESUMEN. Los feacios celebran una asamblea respecto al huésped y se prepara una nave para la vuelta de Odiseo. En el banquete se lucen en deportes los mejores de los feacios, y compiten con el disco los feacios y Odiseo. Demódoco canta sobre la introducción del caballo de madera en Troya; cuando Odiseo empieza a llorar, se le pregunta quién es y de dónde viene.
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En cuanto se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, se levantaron de la cama la sacra potestad de Alcínoo y Odiseo, el de jovial linaje, asolador de ciudades. La sacra potestad de Alcínoo se puso al frente de los demás, y juntos se encaminaron al ágora, que los feacios habían construido cerca de las naves. Tan pronto como llegaron, se sentaron en unas piedras pulidas los unos al lado de los otros; mientras, Palas Atenea, transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo, recorría la ciudad y pensaba en la vuelta del magnánimo Odiseo a su patria. Y la diosa, acercándose a cada varón, les dirigía estas palabras:
«¡Venga, caudillos y príncipes de los feacios! Id al ágora para que oigáis hablar del forastero que no ha mucho llegó a la casa del prudente Alcínoo, después de ir errante por el ponto, y es un varón que se asemeja por su cuerpo a los inmortales».
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Diciendo así, les movía el corazón y el ánimo. El ágora y los asientos se llenaron bien pronto de varones que se iban juntando, y eran en gran número los que contemplaban con admiración al prudente hijo de Laertes, pues Atenea difundió la gracia por la cabeza y los hombros de Odiseo e hizo que pareciese más alto y más grueso para que a todos los feacios les fuera grato, temible y venerable, y llevara a término los muchos juegos con que estos habían de probarlo. Y no bien acudieron los ciudadanos, una vez reunidos todos, Alcínoo les arengó de esta manera:
«¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Este forastero, que no sé quién es, llegó errante a mi palacio —ya venga de los hombres de Oriente, ya de los de Occidente— y nos suplica con mucha insistencia que tomemos la firme resolución de llevarlo a su patria. Apresurémonos, pues, a conducirle, como anteriormente lo hicimos con tantos otros, ya que ninguno de los que vinieron a mi casa hubo de estar largo tiempo suspirando por la vuelta. Vamos, pues: botemos al mar divino una negra nave sin estrenar y escójanse de entre el pueblo los cincuenta y dos mancebos que hasta aquí hayan sido los más excelentes y que, atando bien los remos a los bancos, salgan de la embarcación y aparejen enseguida un convite en mi palacio; que a todos lo he de dar muy abundante. Esto mando a los jóvenes; pero vosotros, reyes portadores de cetro, venid a mi hermosa mansión para que festejemos en la sala a nuestro huésped. Que nadie se me niegue. Y llamad a Demódoco, el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que su ánimo le incita a cantar».
Cuando así hubo hablado, se puso en marcha; siguiéronle los reyes, portadores de cetro, y el heraldo fue a llamar al divinal aedo. Los cincuenta y dos jóvenes elegidos, cumpliendo la orden del rey, enderezaron a la ribera del estéril mar, y, llegando adonde estaba la negra embarcación, la echaron al mar profundo, pusieron el mástil y el velamen y ataron los remos con correas, haciéndolo todo de conveniente manera. Extendieron después las blancas velas, anclaron la nave donde el agua era profunda y, acto seguido, se fueron a la gran casa del prudente Alcínoo. Se llenaron los pórticos, el recinto de los patios y las salas con los hombres que allí se congregaron, pues eran muchos, entre jóvenes y ancianos. Para ellos inmoló Alcínoo doce ovejas, ocho puercos de blancos dientes y dos flexípedes bueyes: todos fueron desollados y preparados, y se aparejó una agradable comida.
Compareció el heraldo con el amable aedo, a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: lo privó de la vista y le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a una excelsa columna; y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara, más arriba de la cabeza, le enseñó a tomarla con las manos y le acercó un canastillo, una pulcra mesa y una copa de vino para que bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara. Todos echaron mano a las viandas que tenían delante. Y apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo a que celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al anchuroso cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, quienes en el espléndido banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras, mientras el rey de hombres, Agamenón, se regocijaba en su ánimo al ver que reñían los mejores de los aqueos, pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fue a consultarle, diciéndole que desde aquel punto comenzaría a revolverse la calamidad entre teucros y dánaos por la decisión del gran Zeus.
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo. Odiseo tomó con sus robustas manos el gran manto de color de púrpura y se lo echó por encima de la cabeza, cubriendo su cara hermosa, pues le daba vergüenza que brotaran lágrimas de sus ojos delante de los feacios; y en cuanto el divino aedo dejó de cantar, se enjugó las lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, asiendo una copa doble, hizo libaciones a las deidades. Pero, cuando aquel volvió a comenzar —le habían pedido los más nobles feacios que cantase, porque se deleitaban con sus relatos—, Odiseo se cubrió nuevamente la cabeza y tornó a llorar. A todos les pasó inadvertido que derramara lágrimas menos a Alcínoo, que, sentado junto a él, lo advirtió y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y entonces dijo el rey a los feacios, amantes de manejar los remos:
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«¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Como ya hemos gozado del común banquete y de la cítara, que es la compañera del festín espléndido, salgamos a probar toda clase de juegos, para que el huésped cuente a sus amigos, cuando haya vuelto a la patria, cuánto superamos a los demás hombres en el pugilato, la lucha, el salto y la carrera».
Cuando así hubo hablado se puso en marcha, y los demás le siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora cítara y, asiendo de la mano a Demódoco, lo sacó de la casa y le fue guiando por el mismo camino por donde iban los nobles feacios a admirar los juegos. Se encaminaron todos al ágora, seguidos de una turba numerosa, inmensa; y allí se pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes. Se levantaron Acróneo, Ocíalo, Elatreo, Nauteo, Primneo, Anquíalo, Eretmeo, Ponteo, Proreo, Toón, Anabesíneo y Anfíalo, hijo de Políneo Tectónida; se levantó también Euríalo, igual a Ares, funesto a los mortales, y Naubólides, el más excelente en cuerpo y hermosura de todos los feacios después del intachable Laodamante; y se alzaron, por fin, los tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Clitoneo, parecido a un dios.
Empezaron por probarse en la carrera. Partieron simultáneamente de la raya, y volaban ligeros y levantando polvo por la llanura. Entre ellos descollaba mucho en el correr el eximio Clitoneo y, cuan largo es el surco que abren dos mulas en campo noval, tanto se adelantó a los demás que le seguían rezagados. Se probaron otros en la fatigosa lucha, y Euríalo venció a cuantos en ella sobresalían. En el salto fue Anfíalo superior a los demás; en arrojar el disco sobresalió Elatreo ante todos; y en el pugilato, Laodamante, el buen hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron recreado su ánimo con los juegos, Laodamante, hijo de Alcínoo, les habló de esta suerte:
«Venid, amigos, y preguntemos al huésped si conoce o ha aprendido algún juego; que no tiene mala presencia a juzgar por su desarrollo, por sus muslos, piernas y brazos, por su robusta cerviz y por su gran vigor; ni le ha desamparado todavía la juventud, aunque está quebrantado por muchos males, pues no creo que haya cosa alguna que pueda compararse con el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea».
Euríalo le contestó en seguida: «¡Laodamante! Muy oportunas son tus razones. Ve tú mismo y provócale repitiéndoselas».
Apenas lo oyó, se adelantó el buen hijo de Alcínoo, se puso en medio de todos y dijo a Odiseo:
«Venga, padre huésped, ven tú también a probarte en los juegos, si aprendiste alguno; y debes de conocerlos, que no hay gloria más ilustre para el varón en esta vida que la de campear por las obras de sus pies o de sus manos. Vamos, pues; ven a probarte y echa del alma las penas, pues tu viaje no se demorará mucho: ya la nave ha sido botada y los que te han de acompañar están listos».
Le respondió el ingenioso Odiseo: «¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tales cosas para hacerme burla? Más que en los juegos se ocupa mi alma en sus penas, que son muchísimas las que he padecido y soportado. Y ahora me asiento en vuestra ágora, anhelando volver a la patria, con el fin de suplicar al rey y a todo el pueblo».
Pero Euríalo le contestó, echándole a la cara este reproche: «¡Huésped! No creo, en verdad, que seas un varón instruido en los muchos juegos que se usan entre los hombres; antes pareces un capitán de marineros traficantes, que permaneciera asiduamente en la nave de muchos bancos para acordarse de la carga y vigilar las mercancías y el lucro debido a las rapiñas. No, no te asemejas a un atleta».
Mirándole con torva faz, le repuso el ingenioso Odiseo: «¡Huésped! Mal hablaste y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos los hombres sus amables presentes: hermosura, ingenio y elocuencia. Un hombre, inferior por su aspecto, recibe de una deidad el adorno de la facundia y ya todos se complacen en mirarlo, cuando los arenga con firme voz y suave modestia, y le contemplan como a un numen si por la ciudad anda; mientras que, por el contrario, otro se parece a los inmortales por su exterior y no tiene gracia alguna en sus dichos. Así tu aspecto es irreprochable y un dios no te habría configurado de otra suerte, mas tu inteligencia es ruda. Me has movido el ánimo en el pecho con decirme cosas inconvenientes. No soy ignorante en los juegos, como tú afirmas; antes pienso que me podían contar entre los primeros mientras tuve confianza en mi juventud y en mis manos. Ahora me encuentro agobiado por la desgracia y las fatigas, pues he tenido que sufrir mucho, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas. Pero aun así, habiendo padecido gran cantidad de males, me probaré en los juegos: tus palabras fueron mordaces y me incitaste al proferirlas».
Así habló Odiseo y, levantándose impetuosamente sin dejar el manto, tomó un disco mayor, más grueso y mucho más pesado que el que solían tirar los feacios. Le hizo dar algunas vueltas, lo despidió del robusto brazo y la piedra partió silbando y con tal ímpetu que los feacios, ilustres navegantes que usan largos remos, se inclinaron al suelo. El disco, corriendo veloz desde que lo soltara la mano, pasó las señales de todos los tiros. Y Atenea, transfigurada en varón, puso la conveniente señal y así les dijo:
«Hasta un ciego, oh, huésped, distinguiría a tientas la señal de tu golpe, porque no está mezclada con la multitud de las otras, sino mucho más allá. En este juego puedes estar tranquilo, que ninguno de los feacios llegará a tu golpe y mucho menos logrará pasarlo».
Así habló. Se regocijó el divino Odiseo, holgándose de encontrar, dentro del circo, un compañero benévolo. Y entonces dijo a los feacios, con voz ya más suave:
«Llegad a esta señal, oh, jóvenes, y espero que pronto enviaré otro disco o tan lejos o más aún. Y en los restantes juegos, aquel a quien le impulse el corazón y el ánimo a probarse conmigo venga acá —ya que me habéis encolerizado fuertemente—, pues en el pugilato, la lucha o la carrera, a nadie recuso de entre todos los feacios a excepción del mismo Laodamante, que es mi huésped: ¿quién lucharía con el que le acoge amistosamente? Insensato y miserable es el que provoca en los juegos al que le ha recibido como huésped en tierra extraña, pues con ello a sí mismo se perjudica. De los demás a ninguno rechazo ni desprecio, sino que me propongo conocerlos y probarme con todos frente a frente; pues no soy completamente inepto para cuantos juegos se hallan en uso entre los hombres. Sé manejar bien el pulido arco, y sería quien primero hiriese a un hombre, si lo disparara contra una turba de enemigos, aunque un gran número de compañeros estuviesen a mi lado, tirándoles flechas. El único que lograba vencerme, cuando los aqueos nos servíamos del arco allá en el pueblo de los troyanos, era Filoctetes; mas yo os aseguro que les llevo gran ventaja a todos los demás, a cuantos mortales viven actualmente y comen pan en el mundo, pues no me atreviera a competir con los antiguos varones —ni con Hércules, ni con Eurito ecaliense— que hasta con los inmortales contendían. Por ello murió el gran Eurito en edad temprana y no pudo llegar a viejo en su palacio: lo mató Apolo, irritado de que le desafiase a tirar con el arco. Con la lanza llego adonde otro no tirará una flecha. Tan solo en el correr temería que alguno de los feacios me superara, pues me quebrantaron de deplorable manera muchísimas olas, no siempre tuve provisiones en la nave, y mis miembros están desfallecidos».
Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y solamente Alcínoo le habló de esta manera:
«¡Huésped! No nos disgustaron tus palabras, ya que con ellas te propusiste mostrar el valor que tienes, enojado de que ese hombre te increpase dentro del circo, siendo así que ningún mortal que pensara razonablemente pondría reproche a tu bravura. Mas ahora presta atención a mis palabras para que, cuando estés en tu casa y, comiendo con tu esposa y tus hijos, te acuerdes de nuestra destreza, puedas referir a algún héroe qué obras nos asignó Zeus desde nuestros antepasados. No somos irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes, las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama. Pero, venga, danzadores feacios, salid los más hábiles a bailar para que el huésped diga a sus amigos, al volver a su morada, cuánto sobrepujamos a los demás hombres en la navegación, la carrera, el baile y el canto. Y vaya alguno en busca de la cítara, que quedó en nuestro palacio, y tráigala presto a Demódoco».
Tal dijo el deiforme Alcínoo. Se levantó el heraldo y fue a traer del palacio del rey la hueca cítara. Se alzaron también nueve jueces, que habían sido elegidos entre los ciudadanos y cuidaban de todo lo referente a los juegos; y al instante allanaron el piso y formaron un ancho y hermoso corro. Volvió el heraldo y trajo la melodiosa cítara a Demódoco; este se puso en medio y los adolescentes hábiles en la danza, habiéndose colocado a su alrededor, hirieron con los pies el divinal circo. Y Odiseo contemplaba con gran admiración las rápidas mudanzas que con los pies hacían.
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Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a escondidas y por vez primera en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. El Sol, que vio el amoroso ayuntamiento, fue enseguida a contárselo a Hefesto; y este, al oír la punzante nueva, se encaminó a su fragua, agitando en lo íntimo de su alma propósitos siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque y fabricó unos lazos irrompibles para que permanecieran firmes donde los dejara. Después que, poseído de cólera contra Ares, construyó este engaño, se fue a la habitación en que tenía el lecho y extendió los lazos en círculo y por todas partes alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas; como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados dioses, por haberlos labrado aquel con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar el engaño en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas; y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice, se alejaba, se fue al palacio de este ínclito dios, ávido del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente Cronión, se hallaba sentada; y Ares, entrando en la casa, la tomó de la mano y así le dijo:
«Ven al lecho, amada mía, y acostémonos; que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos y los sinties de bárbaro lenguaje».
Así se expresó, y a ella le pareció grato acostarse. Se metieron ambos en la cama, y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquellos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros; y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque el Sol estaba en acecho y fue a avisarle. Se encaminó a su casa con el corazón triste, se detuvo en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses:
«¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado en mi lecho y duermen amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán ambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada; que esta es hermosa, pero no sabe contenerse».
Tal dijo Hefesto, y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; se presentó también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano flechador Apolo. Las diosas se quedaron, por pudor, cada una en su casa. Se detuvieron los dioses, dadores de los bienes, en el umbral, y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca:
«No prosperan las malas acciones, y el más lento alcanza al más ágil, como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que poseen el Olimpo, quien tendrá que pagarle la multa del adulterio».
Así estos conversaban. Mas el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló a Hermes de esta manera:
«¡Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes! ¿Querrías, preso en fuertes lazos, dormir en la cama con la dorada Afrodita?».
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Le respondió el mensajero Argicida: «¡Ojalá sucediera lo que has dicho, oh, soberano flechador Apolo! ¡Ojalá me envolviera triple número de inextricables lazos y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuvierais mirando, con tal que yo durmiese con la dorada Afrodita!».
Así se expresó, y se levantó nueva risa entre los inmortales dioses. Pero Poseidón no se reía, sino que suplicaba continuamente a Hefesto, el ilustre artífice, que pusiera en libertad al dios Ares. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía:
«Desátale, que yo te prometo que pagará, como lo mandas, cuanto sea justo entre los inmortales dioses».
Le replicó entonces el ínclito cojo de ambos pies: «No me ordenes semejante cosa, oh, Poseidón, que ciñes la tierra, pues es mala la caución que por los malos se presta. ¿Cómo te podría apremiar yo ante los inmortales dioses, si Ares se fuera suelto y, libre ya de los lazos, rehusara satisfacer la deuda?».
Le contestó Poseidón, que sacude la tierra: «Si Ares huyera, rehusando satisfacer la deuda, seré yo quien te la pague».
Le respondió el ínclito cojo de ambos pies: «No es posible ni sería conveniente negarte lo que pides».
Dicho esto, la fuerza de Hefesto les quitó los lazos. Ellos, al verse libres de los mismos, que tan recios eran, se levantaron sin tardanza y se fueron: él, a Tracia, y la risueña Afrodita, a Chipre y Pafos, donde tiene un bosque y un perfumado altar; allí las Cárites la lavaron, la ungieron con el aceite divino que hermosea a los sempiternos dioses y le pusieron lindas vestiduras que dejaban admirado a quien las contemplaba.
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo, y se holgaban de oírlo Odiseo y los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes.
Alcínoo mandó entonces que Halio y Laodamante bailaran solos, pues con ellos no competía nadie. Al momento tomaron en sus manos una linda pelota de color de púrpura que les había hecho el habilidoso Pólibo; y el uno, echándose hacia atrás, la arrojaba a las sombrías nubes, y el otro, dando un salto, la cogía fácilmente antes de volver a tocar con sus pies el suelo. Tan pronto como se probaron en tirar la pelota rectamente, se pusieron a bailar en la fértil tierra, alternando con frecuencia. Aplaudieron los demás jóvenes que estaban en el circo y se promovió un fuerte griterío. Y entonces el divino Odiseo habló a Alcínoo de esta manera:
«¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Prometiste demostrar que vuestros danzadores son excelentes y lo has cumplido. Atónito me quedo al contemplarlos».
Tal dijo. Se alegró la sacra potestad de Alcínoo y al punto habló así a los feacios, amantes de manejar los remos:
«¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios! Me parece el huésped muy sensato. Vamos, pues, ofrezcámosle los dones de la hospitalidad, que esto es lo que procede. Doce preclaros reyes gobernáis como príncipes la población y yo soy el decimotercero: que traiga cada uno un manto bien lavado, una túnica y un talento de precioso oro, y vayamos todos juntos a llevárselo al huésped para que, al verlo en sus manos, asista a la cena con el corazón alegre, y que lo apacigüe Euríalo con palabras y un regalo, porque no habló de conveniente modo».
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Así les arengó. Todos lo aplaudieron y, poniéndolo por obra, enviaron a sus respectivos heraldos para que les trajeran los presentes. Y Euríalo respondió de esta suerte:
«¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Yo apaciguaré al huésped, como lo mandas, y le daré esta espada de bronce, que tiene la empuñadura de plata y en torno suyo una vaina de marfil recién cortado. Será un presente muy digno de tal persona».
Diciendo así, puso en las manos de Odiseo la espada guarnecida de argénteos clavos y pronunció estas aladas palabras:
«¡Salud, padre huésped! Si alguna de mis palabras te ha molestado, que se la lleven cuanto antes los impetuosos torbellinos. Ojalá que las deidades te permitan ver nuevamente a tu esposa y llegar a tu patria, ya que hace tanto tiempo que padeces penurias lejos de los tuyos».
Le respondió el ingenioso Odiseo: «¡Muchas saludes te doy también, amigo! Que los dioses te concedan felicidades y ojalá que nunca eches de menos esta espada de que me haces presente, después de apaciguarme con tus palabras».
Dijo, y se echó al hombro aquella espada guarnecida de argénteos clavos. Al ponerse el sol, ya Odiseo tenía delante de sí los hermosos presentes. Los introdujeron en la casa de Alcínoo los conspicuos heraldos y se hicieron cargo de ellos los vástagos del ilustre rey, quienes transportaron los bellísimos regalos adonde estaba su veneranda madre. Volvieron todos al palacio, precedidos por la sacra potestad de Alcínoo, y se sentaron en elevadas sillas. Y entonces la potestad de Alcínoo dijo a Arete:
«Trae, mujer, un arca muy hermosa, la que mejor sea, y mete en ella un manto bien lavado y una túnica. Poned al fuego una caldera de bronce y calentad agua para que el huésped se lave y que, viendo colocados por orden cuantos presentes acaban de traerle los eximios feacios, se regocije con el banquete y el canto del aedo; y yo le daré mi hermosísima copa de oro, a fin de que se acuerde de mí todos los días al ofrecer en su casa libaciones a Zeus y a los restantes dioses».
Así dijo. Arete mandó a las esclavas que pusiesen al momento un gran trípode al fuego. Ellas llevaron al ardiente fuego un trípode que servía para los baños, echaron agua en la caldera y, recogiendo leña, la encendieron debajo. Las llamas rodearon el vientre de la caldera y se calentó el agua. Entretanto sacó Arete de su habitación un arca muy hermosa y puso en ella los bellos dones —vestiduras y oro— que habían traído los feacios, y además un manto y una elegante túnica; y seguidamente habló al héroe con estas aladas palabras:
«Examina tú mismo la tapa y échale pronto un nudo, no sea que te hurten alguna cosa en el camino, cuando en la negra nave estés entregado al dulce sueño».
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Apenas oyó estas palabras el paciente y divino Odiseo, encajó la tapa y le echó un complicado nudo que le había enseñado a hacer la veneranda Circe. Acto seguido lo invitó la despensera a bañarse en una pila; y Odiseo vio con agrado el baño caliente, porque no cuidaba de su persona desde que partió de la casa de Calipso, la de los hermosos cabellos, que en ella estuvo siempre atendido como un dios. Y lavado ya y ungido con aceite por las esclavas, que le pusieron una túnica y un hermoso manto, salió y se fue hacia los hombres, bebedores de vino, que allí se encontraban; pero Nausícaa, a quien las deidades habían dotado de belleza, se paró ante la columna que sostenía el techo sólidamente construido, se admiró al clavar los ojos en Odiseo y le dijo estas aladas palabras:
«Salve, huésped, para que en alguna ocasión, cuando estés de vuelta en tu patria, te acuerdes de mí; que me debes antes que a nadie el rescate de tu vida».
Le respondió el ingenioso Odiseo: «¡Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo! Concédame Zeus, el tonante esposo de Hera, que llegue a mi casa y vea el día de mi regreso, que allí te invocaré todos los días, como a una diosa, porque fuiste tú, oh, doncella, quien me salvó la vida».
Dijo, y fue a sentarse junto al rey Alcínoo, cuando ya se distribuían las porciones y se mezclaba el vino. Compareció el heraldo con el amable aedo Demódoco, tan honrado por la gente, y le hizo sentar en medio de los convidados, arrimándolo a una excelsa columna. Y entonces el ingenioso Odiseo, cortando una tajada del espinazo de un puerco de blancos dientes, del cual quedaba aún la mayor parte y estaba cubierto de abundante grasa, habló al heraldo de esta manera:
«¡Heraldo! Llévale esta carne a Demódoco para que coma y así le obsequiaré, aunque estoy afligido; que a los aedos por doquier les tributan honor y reverencia los hombres terrestres, porque la Musa les ha enseñado el canto y los ama a todos».
Así dijo, y el heraldo puso la carne en las manos del héroe Demódoco, quien, al recibirla, sintió que se le alegraba el alma. Todos echaron mano a las viandas que tenían delante y, cuando hubieron satisfecho las ganas de comer y de beber, el ingenioso Odiseo habló a Demódoco de esta manera:
«¡Demódoco! Yo te alabo más que a otro mortal cualquiera, pues debe de haberte enseñado la Musa, hija de Zeus, o el mismo Apolo, a juzgar por lo primorosamente que cantas el azar de los aqueos y todo lo que llevaron al cabo, padecieron y soportaron, como si tú en persona lo hubieras visto o se lo hubieses oído referir a alguno de ellos. Pero, venga, pasa a otro asunto y canta cómo estaba dispuesto el caballo de madera construido por Epeo con la ayuda de Atenea, máquina engañosa que el divino Odiseo llevó a la acrópolis, después de llenarla con los guerreros que arruinaron a Troya. Si esto lo cuentas como se debe, yo diré a todos los hombres que una deidad benévola te concedió el divino canto».
Así habló, y el aedo, movido por un divino impulso, entonó un canto cuyo comienzo era que los argivos se dieron a la mar en sus naves de muchos bancos, después de haber incendiado el campamento, mientras algunos ya se hallaban con el celebérrimo Odiseo en el ágora de los teucros, ocultos por el caballo que estos mismos llevaron arrastrando hasta la acrópolis. El caballo estaba en pie, y los teucros, sentados a su alrededor, decían muy confusas razones y vacilaban en la adopción de uno de estos tres pareceres: dañar el hueco madero con el cruel bronce, subirlo a una altura y despeñarlo, o dejar el gran simulacro como ofrenda propiciatoria a los dioses; esta última resolución debía prevalecer, porque era fatal que la ciudad se arruinase cuando tuviera dentro aquel enorme caballo de madera donde estaban los más valientes argivos que llevaron a los teucros el estrago y la muerte. Cantó cómo los aqueos, saliendo del caballo y dejando la hueca emboscada, asolaron la ciudad; cantó asimismo cómo, dispersos unos por un lado y otros por otro, iban devastando la excelsa urbe, mientras que Odiseo, cual si fuese Ares, tomaba el camino de la casa de Deífobo, juntamente con el deiforme Menelao. Y refirió cómo aquel había osado sostener un terrible combate, del cual alcanzó victoria por el favor de la magnánima Atenea.
Tal fue lo que cantó el eximio aedo, y en tanto se consumía Odiseo, y las lágrimas manaban de sus párpados y le regaban las mejillas. De la suerte que una mujer llora, abrazada a su marido, que cayó delante de su población y de su gente para que se libraran del día cruel la ciudad y los hijos —al verlo moribundo y palpitante se le echa encima y profiere agudos gritos, los contrarios la golpean con las picas en el dorso y en las espaldas trayéndole la esclavitud a fin de que padezca penurias e infortunios, y el dolor miserando deshace sus mejillas—, de semejante manera Odiseo derramaba de sus ojos tantas lágrimas que movía a compasión. A todos les pasó inadvertido que vertiera lágrimas menos a Alcínoo, que, sentado junto a él, lo advirtió y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y en seguida dijo a los feacios, amantes de manejar los remos:
«¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Que pare Demódoco de tocar la melodiosa cítara, pues quizá lo que canta no les sea grato a todos los oyentes. Desde que empezamos la cena y se levantó el divino aedo, el huésped no ha dejado de verter doloroso llanto: sin duda le vino al alma algún pesar. Pero, venga, que pare aquel para que nos regocijemos todos, así los albergadores del huésped como el huésped mismo; que es lo mejor que se puede hacer, ya que por el venerable huésped se han preparado estas cosas, su conducción y los dones que le hemos hecho en demostración de aprecio. Como a un hermano debe tratar al huésped y al suplicante quien tenga un poco de sensatez. Y así, no has de ocultar tampoco con astuto designio lo que voy a preguntarte, sino que será mucho mejor que lo manifiestes.
»Dime el nombre con que en tu población te llamaban tu padre y tu madre, los habitantes de la ciudad y los vecinos de los alrededores, que ningún hombre bueno o malo deja de tener el suyo desde que ha nacido, porque los padres lo imponen a cuantos engendran. Nómbrame también tu país, tu pueblo y tu ciudad, para que nuestros bajeles, proponiéndose cumplir tu propósito con su inteligencia, te conduzcan allá, pues entre los feacios no hay pilotos, ni sus naves están provistas de timones como los restantes barcos, sino que ya saben ellas los pensamientos y el querer de los hombres, conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los países, atraviesan rápidamente el abismo del mar, aunque cualquier vapor o niebla las cubra, y no sienten temor alguno de recibir daño o de perderse, si bien oí decir a mi padre Nausítoo que Poseidón nos mira con malos ojos porque conducimos sin recibir daño a todos los hombres, y afirmaba que el dios haría naufragar en el oscuro ponto un bien construido bajel de los feacios al volver de conducir a alguien, y cubriría la vista de la ciudad con una gran montaña.
»Así se expresaba el anciano; mas el dios lo cumplirá o no, según le plazca. Venga, habla y cuéntame sinceramente por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste, especificando qué gentes y qué ciudades bien pobladas había en ellas, así como también cuáles hombres eran crueles, salvajes e injustos, y cuáles hospitalarios y temerosos de los dioses. Dime por qué lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir el azar de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Se lo dieron las deidades, que decretaron la muerte de aquellos hombres para que sirvieran a los venideros de asunto para sus cantos. ¿Acaso perdiste delante de Ilión algún deudo como tu yerno ilustre o tu suegro, que son las personas más queridas después de las ligadas con nosotros por la sangre y el linaje? ¿O fue, por ventura, un esforzado y agradable compañero, ya que no es inferior a un hermano el compañero dotado de prudencia?».