RESUMEN. Nausícaa llega a la ciudad y, poco después, Odiseo suplica a Arete, la esposa del rey Alcínoo. Cuando este le preguntó por el origen de su ropa, que le resultaba familiar, Odiseo le contó todo lo que le había ocurrido durante la navegación desde Ogigia hasta la tierra de los feacios.
Mientras así rogaba el paciente y divino Odiseo, la doncella era conducida a la ciudad por las vigorosas mulas. Cuando hubo llegado a la ínclita morada de su padre, paró en el umbral; sus hermanos, que se asemejaban a los dioses, se pusieron a su alrededor, desengancharon las mulas y llevaron los vestidos adentro de la casa, y ella se encaminó a su habitación donde encendía fuego la anciana Eurimedusa de Apira, su criada, a quien en otro tiempo habían traído de allá en las corvas naves y elegido para ofrecérsela como regalo a Alcínoo, que reinaba sobre todos los feacios y era escuchado por el pueblo como si fuese un dios. Esta fue la que crio a Nausícaa en el palacio; y entonces le encendía fuego y le aparejaba la cena.
En aquel punto se levantaba Odiseo para ir a la ciudad; y Atenea, que le quería bien, le envolvió en una copiosa nube, no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al camino, le zahiriese con palabras y le preguntase quién era. Pero, al entrar el héroe en la agradable población, le salió al paso Atenea, la diosa de los brillantes ojos, transfigurada en una joven doncella que llevaba un cántaro, y se detuvo ante él. Y el divino Odiseo le dirigió esta pregunta:
«¡Oh, hija! ¿No podrías llevarme al palacio de Alcínoo, que reina sobre estos hombres? Soy un infeliz forastero, que, después de padecer mucho, ha llegado acá, viniendo de lejos, de una tierra apartada; y no conozco a ninguno de los que habitan en la ciudad ni de los que moran en el campo».
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «Yo te mostraré, oh, forastero venerable, el palacio del que hablas, pues está cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin abrir los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy tolerantes con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquellos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento».
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Cuando así hubo dicho, Palas Atenea caminó a buen paso y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la diosa. Y los feacios, ínclitos navegantes, no se percataron de que anduviese por la ciudad y entre ellos porque no lo permitió Atenea, la terrible deidad de hermosas trenzas, la cual, benévola, lo cubrió con una niebla divina. Atónito contemplaba Odiseo los puertos, las naves bien proporcionadas, las ágoras de aquellos héroes y los muros grandes, altos, provistos de empalizadas, que era cosa admirable de ver. Pero, no bien llegaron al magnífico palacio del rey, Atenea, la deidad de los brillantes ojos, comenzó a hablarle de esta guisa:
«Este es, oh, forastero venerable, el palacio que me ordenaste que te mostrara: encontrarás en él a los reyes, alumnos de Zeus, celebrando un banquete; pero vete adentro y no se turbe tu ánimo, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra. Ya en la sala hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete y procede de los mismos ascendientes que engendraron al rey Alcínoo. En un principio, engendraron a Nausítoo el dios Poseidón, que sacude la tierra, y Peribea, la más hermosa de las mujeres, hija menor del magnánimo Eurimedonte, el cual había reinado en otro tiempo sobre los orgullosos gigantes. Pero este perdió a su pueblo malvado y pereció él mismo; y Poseidón tuvo con ella un hijo, el magnánimo Nausítoo, que luego gobernó sobre los feacios. Nausítoo engendró a Rexénor y a Alcínoo, pero, estando el primero recién casado y sin hijos varones, fue muerto por Apolo, el del arco de plata, y dejó en el palacio una sola hija, Arete, a quien Alcínoo tomó por consorte y se ve honrada por él como ninguna de las mujeres de la tierra que gobiernan una casa y viven sometidas a sus esposos. Así, tan cordialmente, ha sido y es honrada por sus hijos, por el mismo Alcínoo y por los ciudadanos, que la contemplan como a una diosa y la saludan con cariñosas palabras cuando anda por la ciudad. No carece de buen entendimiento y dirime los litigios de las mujeres por las que siente benevolencia, y aun los de los hombres. Si ella te fuere benévola, ten esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa de elevado techo y a tu patria tierra».
Cuando Atenea, la de los brillantes ojos, hubo dicho esto, se fue por cima del mar; y, saliendo de la encantadora Esqueria, llegó a Maratón y a Atenas, la de anchas calles, y entró en la tan sólidamente construida morada de Erecteo.
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Ya Odiseo enderezaba sus pasos a la ínclita casa de Alcínoo y, al llegar frente al broncíneo umbral, meditó en su ánimo muchas cosas, pues la mansión excelsa del magnánimo Alcínoo resplandecía con el brillo del sol o de la luna. A derecha e izquierda corrían sendos muros de bronce desde el umbral al fondo; en lo alto de los mismos se extendía una cornisa de lapislázuli; puertas de oro cerraban por dentro la casa sólidamente construida; las dos jambas eran de plata y arrancaban del broncíneo umbral; se apoyaba en ellas un argénteo dintel, y el anillo de la puerta era de oro. Estaban a entrambos lados unos perros de plata y de oro, inmortales y exentos para siempre de la vejez, que Hefesto había fabricado con sabia inteligencia para que guardaran la casa del magnánimo Alcínoo. Había sillones arrimados a la una y a la otra de las paredes, cuya serie llegaba sin interrupción desde el umbral a lo más hondo, y los cubrían delicados tapices hábilmente tejidos, obra de las mujeres. Se sentaban allí los príncipes feacios a beber y a comer, pues de continuo celebraban banquetes. Sobre pedestales muy bien hechos se hallaban de pie unos niños de oro, los cuales alumbraban de noche, con antorchas encendidas en las manos, a los convidados que hubiera en la casa. Cincuenta esclavas tiene Alcínoo en su palacio: unas quebrantan con la muela el rubio trigo; otras tejen telas y, sentadas, hacen girar los husos, moviendo las manos cual si fuesen hojas de excelso plátano, y las bien labradas telas relucen como si destilaran aceite líquido. Cuanto los feacios son expertos sobre todos los hombres en conducir una velera nave por el mar, así sobresalen grandemente las mujeres en fabricar lienzos, pues Atenea les ha concedido que sepan hacer bellísimas labores y posean excelente ingenio. En el exterior del patio, junto a las puertas, hay un gran jardín de cuatro yugadas, y alrededor del mismo se extiende un seto por ambos lados. Allí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el Céfiro, soplando constantemente, a un tiempo mismo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera; la manzana, sobre la manzana; la uva, sobre la uva; y el higo, sobre el higo. Allí han plantado una viña muy fructífera y parte de sus uvas se secan al sol en un lugar abrigado y llano; a otras, las vendimian; a otras, las pisan; y están delante las verdes, que dejan caer la flor, y las que empiezan a negrear. Allí, en el fondo del huerto, crecían líneas de legumbres de toda clase, siempre lozanas. Hay en él dos fuentes: una corre por todo el huerto; la otra va hacia la excelsa morada y sale debajo del umbral, adonde acuden por agua los ciudadanos. Tales eran los espléndidos presentes de los dioses en el palacio de Alcínoo.
Se detuvo el paciente y divino Odiseo a contemplar todo aquello, y, después de admirarlo, pasó con ligereza el umbral, entró en la casa y halló a los caudillos y príncipes de los feacios ofreciendo con las copas libaciones al vigilante Hermes Argicida, que era el último a quien las hacían cuando ya determinaban acostarse; mas el paciente y divino Odiseo anduvo por el palacio, envuelto en la espesa nube con que lo cubrió Atenea, hasta llegar adonde estaban Arete y el rey Alcínoo. Entonces tendió Odiseo sus brazos a las rodillas de Arete, desapareció la divinal niebla, enmudecieron todos los de la casa al percatarse de aquel hombre a quien contemplaban admirados, y Odiseo comenzó su ruego de esta manera:
«¡Arete, hija de Rexénor, que parecía un dios! Después de sufrir mucho, vengo a tu esposo, a tus rodillas y a estos convidados, a quienes permitan los dioses vivir felizmente y legar sus bienes a los hijos que dejen en sus palacios así como también los honores que el pueblo les haya conferido. Pero apresuraos a darme hombres que me conduzcan, para que muy pronto vuelva a la patria, pues hace mucho tiempo que ando lejos de los amigos, padeciendo infortunios».
El pódcast de mitología griega
Dicho esto, se sentó junto a la lumbre del hogar, en la ceniza, y todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero, al fin, el anciano héroe Equeneo, que era el de más edad entre los varones feacios y destacaba por su elocuencia, sabiendo muchas y muy antiguas cosas, les arengó benévolamente y les dijo:
«¡Alcínoo! No es bueno ni decoroso para ti que el huésped esté sentado en tierra, sobre la ceniza del hogar; y estos se hallan cohibidos, esperando que hables. Vamos, pues, levántale, hazle sentar en una silla de clavazón de plata y manda a los heraldos que mezclen vino para ofrecer libaciones a Zeus, que se huelga con el rayo, dios que acompaña a los venerandos suplicantes. Y que le traiga de cenar la despensera de aquellas cosas que allá dentro se guardan».
Cuando esto oyó la sacra potestad de Alcínoo, asiendo por la mano al prudente y sagaz Odiseo, lo alzó de junto al fuego y lo hizo sentar en una silla espléndida, mandando que se la cediese un hijo suyo, el valeroso Laodamante, que se sentaba a su lado y le era muy querido. Una esclava le dio aguamanos, que traía en un magnífico jarro de oro y vertió en una fuente de plata, y puso delante de Odiseo una pulimentada mesa. La veneranda despensera le trajo pan y dejó en la mesa un buen número de manjares, obsequiándole con los que tenía reservados. El paciente y divino Odiseo comenzó a beber y a comer, y entonces el poderoso Alcínoo dijo al heraldo:
«¡Pontónoo! Mezcla vino en la cratera y distribúyelo a cuantos se encuentren en el palacio, que hagamos libaciones a Zeus, que se huelga con el rayo, dios que acompaña a los venerandos suplicantes».
Así se expresó. Pontónoo mezcló el dulce vino y lo distribuyó a todos los presentes, después de haber ofrecido en copas las primicias. Y cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto plugo a su ánimo, Alcínoo les arengó diciéndoles de esta suerte:
«¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ahora que habéis cenado, id a acostaros a vuestras casas: mañana, en cuanto rompa el día, llamaremos a un número mayor de ancianos, trataremos al forastero como huésped en el palacio, ofreceremos a las deidades hermosos sacrificios y hablaremos de la conducción de aquel para que pueda, sin fatigas ni molestias y acompañándole nosotros, llegar rápida y alegremente a su patria tierra, aunque esté muy lejos, y no haya de padecer mal ni daño alguno antes de tornar a su país; que, ya en su casa, padecerá lo que el hado y las graves Moiras dispusieron al hilar el hilo cuando su madre le dio ser. Y, si fuere uno de los inmortales que ha bajado del cielo, algo nos preparan los dioses; pues hasta aquí siempre se nos han aparecido claramente cuando les ofrecemos magníficas hecatombes, y comen, sentados con nosotros, donde comemos los demás; y, si algún solitario caminante se encuentra con ellos, no se le ocultan, pues somos tan cercanos a ellos por nuestro linaje como los cíclopes y la salvaje raza de los gigantes».
Le respondió el ingenioso Odiseo: «¡Alcínoo! Piensa otra cosa, pues no soy semejante ni en cuerpo ni en natural a los inmortales que poseen el anchuroso cielo, sino a los mortales hombres: puedo equipararme por mis penas a los varones de quienes sepáis que han soportado más desgracias y contaría males aún mayores que los suyos, si os contara cuantos he padecido por la voluntad de los dioses. Mas dejadme cenar, aunque me siento angustiado: que no hay cosa tan importuna como el vientre, que nos obliga a pensar en él, aun hallándonos muy afligidos o con el ánimo lleno de pesares como me encuentro ahora, nos incita siempre a comer y a beber, y en la actualidad me hace echar en olvido todos mis trabajos, mandándome que lo sacie. Y vosotros daos prisa, así que se muestre la Aurora, y haced que yo, oh, desgraciado, vuelva a mi patria, a pesar de lo mucho que he padecido. Que no se me acabe la vida sin ver nuevamente mis posesiones, mis esclavos y mi gran casa de elevado techo».

Las aventuras del valeroso héroe Perseo comienzan incluso antes de su nacimiento, cuando su abuelo, el cruel rey Acrisio, recibe un terrible oráculo: morirá a manos del hijo que nazca de su propia hija, la hermosa princesa Dánae. Acrisio intentó escapar a su destino sentenciando tanto a la madre como al hijo a una muerte casi segura. Sin embargo, fueron salvados por los dioses. 👉 Seguir.
Así dijo. Todos aprobaron sus palabras y aconsejaron que al huésped se le llevase a la patria, ya que era razonable cuanto decía. Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto les pareció, fueron a recogerse en sus respectivas moradas; pero el divino Odiseo se quedó en el palacio y junto a él se sentaron Arete y el deiforme Alcínoo, mientras las esclavas retiraban lo que había servido para el banquete. Arete, la de los níveos brazos, fue la primera en hablar, pues, contemplando los hermosos vestidos de Odiseo, reconoció el manto y la túnica que había labrado con sus siervas, y enseguida habló al héroe con estas aladas palabras:
«¡Huésped! Ante todo quiero preguntarte yo misma. ¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Quién te dio esos vestidos? ¿No dices que llegaste vagando por el mar?».
Le respondió el ingenioso Odiseo: «Difícil sería, oh, reina, contar en pocas palabras mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello acerca de lo cual me preguntas e interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlas, la engañosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero a mí, oh, desdichado, me llevó a su hogar algún dios, después de que Zeus hundiera mi veloz nave en medio del vinoso ponto, arrojando contra ella el ardiente rayo. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé a la quilla del corvo bajel, fui errante nueve días y en la décima y oscura noche me llevaron los dioses a la isla Ogigia, donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa. Esta me recogió, me trató solícita y amorosamente, me mantuvo y me dijo a menudo que me haría inmortal y exento de la vejez para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión a mi ánimo. Allí estuve detenido siete años y regué incesantemente con lágrimas las divinas vestiduras que me dio Calipso; pero, cuando vino el año octavo, me exhortó y me invitó a partir, fuera a causa de algún mensaje de Zeus, fuera porque su mismo pensamiento hubiese cambiado. Me envió en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dio abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinos y me mandó favorable y plácido viento. Diecisiete días navegué, atravesando el mar; al decimoctavo pude ver los umbrosos montes de vuestra tierra y a mí, oh, infeliz, se me alegró el corazón. Pero aún había de encontrarme con grandes trabajos que me suscitaría Poseidón, que sacude la tierra: el dios levantó vientos contrarios, impidiéndome el camino, y removió el mar inmenso, de modo que las olas no me permitían a mí, que daba profundos suspiros, ir en la balsa, y esta fue desbaratada muy pronto por la tempestad. Entonces nadé, atravesando el abismo, hasta que el viento y el agua me acercaron a vuestro país. Al salir del mar, la ola me habría estrellado contra la tierra firme, arrojándome a unos peñascos y a un lugar funesto; pero retrocedí nadando y llegué a un río, que me pareció óptimo por carecer de rocas y formar como un reparo contra los vientos. Me dejé caer sobre la tierra, cobrando aliento; pero sobrevino la divinal noche y me alejé del río, que las celestiales lluvias alimentan; me eché a dormir entre unos arbustos, después de haber amontonado hojas a mi alrededor y me infundió algún dios un profundísimo sueño. Allí, entre las hojas y con el corazón triste, dormí toda la noche, toda la mañana y el mediodía y, al ponerse el sol me dejó el dulce sueño. Vi entonces a las siervas de tu hija jugando en la playa junto con ella, que parecía una diosa. Le imploré y no le faltó buen juicio, como no se esperaría que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance, porque los mozos siempre se portan inconsideradamente. Me dio abundante pan y vino tinto, mandó que me lavaran en el río y me entregó estas vestiduras. Tal es lo que, aunque angustiado, deseaba contarte, conforme a la verdad de lo ocurrido».
Le respondió Alcínoo diciendo: «¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente, ya que no te trajo a nuestro palacio, con las esclavas, habiendo sido la primer persona a quien suplicaste».
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Le contestó el ingenioso Odiseo: «¡Oh, héroe! No por eso reprendas a tan eximia doncella, que ya me invitó a seguirla con las esclavas, pero yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra».
Le respondió Alcínoo diciendo: «¡Huésped! No hay en mi pecho un corazón de tal índole que se irrite sin motivo, y lo mejor es siempre lo más justo. Ojalá, ¡por el padre Zeus, Atenea y Apolo!, que siendo como eres y pensando como yo pienso, tomases a mi hija por mujer y fueras llamado yerno mío, permaneciendo con nosotros. Te daría casa y riquezas, si de buen grado te quedaras, que contra tu voluntad ningún feacio te ha de detener, pues esto disgustaría al padre Zeus. Y desde ahora decido, para que lo sepas bien, que tu conducción se haga mañana: mientras, dormirás, vencido por el sueño; los compañeros remarán por el mar en calma hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o adonde te fuere grato, aunque esté mucho más lejos que Eubea, la cual dicen que se halla lejísimos los ciudadanos que la vieron cuando llevaron al rubio Radamanto a visitar a Ticio, hijo de la Tierra: fueron allá y en un solo día y sin cansarse terminaron el viaje y se restituyeron a sus casas. Tú mismo apreciarás cuán excelentes son mis naves y cuán hábiles los jóvenes en quebrantar el mar con los remos».
Tal dijo. Se alegró el paciente y divino Odiseo y, orando, habló de esta manera:
«¡Padre Zeus! Ojalá que Alcínoo lleve a cumplimiento cuanto ha dicho, que su gloria jamás se extinga sobre la fértil tierra y que logre yo tornar a mi patria».
Así estos conversaban. Arete, la de los níveos brazos, mandó a las esclavas que pusieran un lecho debajo del pórtico, lo proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen por encima tapetes y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse. Las doncellas salieron del palacio con antorchas encendidas y, en cuanto terminaron de hacer diligentemente la cama, se presentaron ante Odiseo y le llamaron con estas palabras: «Levántate, huésped, y vete a acostar, que ya está hecha la cama».
Así dijeron, y le pareció grato dormir. De este modo el paciente y divino Odiseo durmió allí, en torneado lecho, debajo del sonoro pórtico. Y Alcínoo se acostó en el interior de la excelsa mansión, y a su lado, la reina, después de aparejarle lecho y cama.