RESUMEN. Néstor recibe hospitalariamente a Telémaco, que llega junto a Atenea bajo la forma de Méntor, y narra lo que ocurrió a los griegos al volver de Troya. Hace un sacrificio. Telémaco se dirige a Esparta junto a Pisístrato, hijo de Néstor. Al hacerse de noche, se desvían a Feras, donde vive Diocles.
Ya el sol desamparaba el hermosísimo lago, subiendo al broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales dioses y a los mortales hombres sobre la fértil tierra, cuando Telémaco y los suyos llegaron a Pilos, la bien construida ciudad de Neleo, y hallaron en la orilla del mar a los habitantes, que inmolaban toros de negro pelaje al que sacude la tierra, al dios de cerúlea cabellera. Nueve asientos había, y en cada uno estaban sentados quinientos hombres y se sacrificaban nueve toros. Mientras los pilios quemaban los muslos para el dios, después de probar las entrañas, los de Ítaca tomaron puerto, amainaron las velas de la bien proporcionada nave, la anclaron y saltaron a tierra. Telémaco desembarcó, precedido por Atenea. Y la deidad de los brillantes ojos rompió el silencio con estas palabras:
«¡Telémaco! Ya no te cumple mostrar vergüenza en cosa alguna, habiendo atravesado el ponto con el fin de tener noticias de tu padre: qué tierra lo tiene oculto y qué suerte le ha cabido. Venga, ve directamente a Néstor, domador de caballos, y sepamos qué guarda allá en su pecho. Ruégale tú mismo que sea veraz, y no mentirá, pues es muy sensato».
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Repuso el prudente Telémaco: «¡Méntor! ¿Cómo quieres que yo me acerque a él? ¿Cómo puedo ir a saludarle? Aún no soy práctico en hablar con discreción y da vergüenza que un joven interrogue a un anciano».
Le dijo Atenea, la deidad de los brillantes ojos: «¡Telémaco! Discurrirás en tu mente algunas cosas y alguna divinidad te sugerirá las restantes, pues no creo que tu nacimiento y tu crianza hayan ocurrido contra la voluntad de los dioses».
Cuando así hubo hablado, Palas Atenea caminó a buen paso y Telémaco fue siguiendo las pisadas de la diosa. Llegaron adonde estaba la junta de los varones pilios en los asientos: allí se había sentado Néstor con sus hijos y a su alrededor los compañeros preparaban el banquete, ya asando carne, ya espetándola en los asadores. Y apenas vieron a los huéspedes, se adelantaron todos juntos, los saludaron con las manos y les invitaron a sentarse. Pisístrato Nestórida fue el primero que se les acercó y, asiéndolos de la mano, los hizo sentar para el convite en unas blandas pieles, sobre la arena del mar, cerca de su hermano Trasimedes y de su propio padre. En seguida les dio parte de las entrañas, echó vino en una copa de oro y, ofreciéndosela a Palas Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, así le dijo:
«¡Forastero! Eleva tus preces al soberano Poseidón, ya que al venir acá os habéis encontrado con el festín que en su honor celebramos. Mas, tan pronto como hagas la libación y hayas rogado, como es justo, dale a ese la copa de dulce vino para que lo libe también, pues supongo que ruega asimismo a los dioses, ya que todos los hombres están necesitados de las divinidades. Pero por ser el más joven —debes de tener mis años— te daré primero a ti la áurea copa».
Diciendo esto, le puso en la mano la copa de dulce vino. Atenea se reconfortó al ver la prudencia y la equidad del varón que le daba la copa de oro a ella antes que a Telémaco. Y al punto hizo muchas súplicas al soberano Poseidón:
«¡Óyeme, Poseidón, que circundas la tierra! No te niegues a llevar a cabo lo que ahora te pedimos. Ante todo llena de gloria a Néstor y a sus vástagos; dales a los pilios grata recompensa por tan ínclita hecatombe y concede también que Telémaco y yo no nos vayamos sin realizar aquello por lo cual vinimos en la veloz nave negra».
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Tal fue su ruego, y ella misma cumplió lo que acababa de pedir. Entregó en seguida la hermosa copa doble a Telémaco, y el caro hijo de Odiseo oró de semejante manera. Asados ya los cuartos delanteros, los retiraron, los dividieron en partes y celebraron un gran banquete. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:
«Esta es la ocasión más oportuna para interrogar a los huéspedes e inquirir quiénes son, ahora que se han saciado de comida. ¡Forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde llegasteis, navegando por los húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?».
Le respondió el prudente Telémaco, muy alentado, pues la misma Atenea le infundió audacia en el pecho para que preguntara por el ausente padre y adquiriera gloriosa fama entre los hombres:
«¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Preguntas de dónde somos. Pues yo te lo diré. Venimos de Ítaca, situada al pie del Neyo, y el negocio que nos trae no es público, sino particular. Ando en pos de la gran fama de mi padre, por si oyera hablar del divino y paciente Odiseo, quien, según afirman, destruyó la ciudad troyana, combatiendo contigo. De todos los que guerrearon contra los teucros, sabemos dónde padecieron deplorable muerte; pero el Cronión Zeus ha querido que la de aquel sea ignorada: nadie puede indicarnos claramente dónde pereció, ni si ha sucumbido en el continente, por mano de enemigos, o en el mar, entre las aguas de Anfitrite. Por esto he venido a abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquel, ya la hayas visto con tus ojos, ya te la haya relatado algún peregrino, que muy sin ventura lo parió su madre. Y nada atenúes por respeto o compasión que me tengas; al contrario, infórmame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Odiseo, te cumplió algún día la palabra que te hubiese dado, o llevó a su término una acción que te hubiera prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos, acuérdate de ello y dime la verdad de lo que te pregunto».
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Le respondió Néstor, el caballero gerenio: «¡Oh, amigo! Me traes a la memoria las calamidades que en aquel pueblo sufrimos los aqueos, indomables por el valor, unas veces vagando en las naves por el sombrío mar hacia donde nos llevara Aquiles en busca de botín y otras combatiendo alrededor de la gran ciudad del rey Príamo. Allí recibieron la muerte los mejores capitanes: allí yace el belicoso Áyax; allí, Aquiles; allí, Patroclo, consejero igual a los dioses; allí, mi amado hijo fuerte y excelente, Antíloco, muy veloz en el correr y buen guerrero. Padecimos, además, muchos infortunios. ¿Cuál de los mortales hombres podría referirlos en su totalidad? Aunque, deteniéndote aquí cinco o seis años, te ocuparas en preguntar cuántos males padecieron allá los divinos aqueos, no te sería posible saberlos todos, sino que, antes de llegar al final, cansado ya, te irías a tu patria. Nueve años estuvimos tramando cosas malas contra ellos y poniendo a su alrededor asechanzas de toda clase, y apenas entonces puso fin el Cronión a nuestros esfuerzos. Allí no hubo nadie que en prudencia quisiera igualarse con el divino Odiseo, tu padre, que entre todos descollaba por sus ardides de todo género, si verdaderamente eres tú su hijo, pues me he quedado atónito al contemplarte. Semejantes son tus palabras a las suyas, y no se creería que un joven pudiera hablar de modo tan parecido. Nunca Odiseo y yo estuvimos discordes al arengar en el ágora o en el consejo, sino que, teniendo el mismo ánimo, aconsejábamos con inteligencia y prudente decisión a los argivos para que todo fuese de la mejor manera. Pero, después de haber destruido la excelsa ciudad de Príamo, en cuanto nos embarcamos en las naves y una divinidad dispersó a los aqueos, Zeus tramó en su mente que fuera luctuosa la vuelta de los argivos; que no todos habían sido sensatos y justos, y a causa de ello les vino a muchos una funesta suerte por la perniciosa cólera de la diosa de los brillantes ojos, hija del prepotente padre, la cual suscitó entre ambos Atridas, Agamenón y Menelao, gran contienda. Llamaron al ágora a los aqueos, pero temeraria e inoportunamente —fue al ponerse el sol y todos comparecieron cargados de vino—, y les expusieron la razón de haber congregado al pueblo. Menelao exhortó a todos los aqueos a que pensaran en volver a la patria por el ancho dorso del mar, cosa que no gustó en absoluto a Agamenón, pues quería detener al pueblo y aplacar con sacras hecatombes la terrible cólera de Atenea. ¡Oh, necio! ¡No entendía que no podría convencerla, porque no cambia de súbito la mente de los sempiternos dioses! Así ambos, después de altercar con duras palabras, seguían en pie; y los aqueos, de hermosas grebas, se levantaron, produciéndose un vocerío inmenso, porque uno y otro parecer tenían sus partidarios. Aquella noche la pasamos revolviendo en nuestra inteligencia graves propósitos los unos contra los otros, pues ya Zeus nos aparejaba funestas calamidades. Al descubrirse la aurora, echamos las naves al mar divino y embarcamos nuestros bienes y a las mujeres de estrecha cintura. La mitad del pueblo se quedó allí con el Atrida Agamenón, pastor de hombres, y los restantes nos hicimos a la mar, pues una divinidad calmó el ponto, que abunda en grandes cetáceos. En cuanto llegamos a Ténedos, ofrecimos sacrificios a los dioses con el anhelo de tornar a nuestras casas; pero Zeus aún no tenía ordenada la vuelta y suscitó —¡oh, cruel!— una nueva y perniciosa disputa. Y los que acompañaban a Odiseo, rey prudente y sagaz, se volvieron en los corvos bajeles para complacer nuevamente al Atrida Agamenón. Pero yo, con las naves que juntas me seguían, continué huyendo, porque comprendí que alguna divinidad meditaba causarnos daño. Huyó también Diomedes, el belicoso hijo de Tideo, con los suyos, después de incitarlos a que le siguieran, y se nos juntó algo más tarde el rubio Menelao, el cual nos encontró en Lesbos mientras deliberábamos acerca de la larga navegación que nos esperaba, a saber, si pasaríamos sobre la escabrosa Quíos hacia la isla de Psiria para dejar esta última a la izquierda, o por debajo de la primera a lo largo del ventoso Mimante. Suplicamos a la divinidad que nos mostrase alguna señal, y nos la dio ordenándonos que atravesáramos el mar hacia la Eubea, a fin de que huyéramos lo antes posible del infortunio venidero. Comenzó a soplar un sonoro viento, y las naves, surcando con gran celeridad el camino abundante en peces, llegaron por la noche a Geresto: allí ofrecimos a Poseidón buen número de muslos de toro por haber hecho la travesía del dilatado mar. Ya era el cuarto día cuando los compañeros de Diomedes Tidida, domador de caballos, se detuvieron en Argos con sus bien proporcionadas naves; pero yo tomé la rota de Pilos y nunca me faltó el viento desde que un dios lo enviara para que soplase. Así vine, hijo querido, sin saber nada, ignorando de los aqueos cuáles se salvaron y cuáles perecieron. Mas, cuanto oí referir desde que torné a mi palacio lo sabrás ahora, como es justo, pues no debo ocultarte nada. Dicen que han llegado bien los valerosos mirmidones, a quienes conducía el hijo ilustre del magnánimo Aquiles; que asimismo volvió con felicidad Filoctetes, hijo preclaro de Peante; y que Idomeneo llevó a Creta todos sus compañeros que escaparon de los combates, sin que el mar le quitara ni uno solo. Del Atrida Agamenón vosotros mismos habréis oído contar, aunque vivís tan lejos, cómo vino y cómo Egisto le aparejó una deplorable muerte. Pero de lamentable modo hubo de pagarlo. ¡Cuán bueno es para el que muere dejar un hijo! Así Orestes se ha vengado del asesino de su padre, el traidor Egisto, que le había matado a su ilustre progenitor. También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que en el futuro te elogien».
Le contestó el prudente Telémaco: «¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Aquel tomó no poca venganza y los aqueos difundirán su excelsa gloria, que llegará a conocimiento de los futuros hombres. ¡Ojalá me hubieran concedido los dioses bríos bastantes para castigar la penosa soberbia de los pretendientes, que me insultan maquinando injustas acciones! Mas los dioses no nos otorgaron tamaña ventura ni a mi padre ni a mí, y ahora hay que aguantarlo todo».

Las aventuras del valeroso héroe Perseo comienzan incluso antes de su nacimiento, cuando su abuelo, el cruel rey Acrisio, recibe un terrible oráculo: morirá a manos del hijo que nazca de su propia hija, la hermosa princesa Dánae. Acrisio intentó escapar a su destino sentenciando tanto a la madre como al hijo a una muerte casi segura. Sin embargo, fueron salvados por los dioses. 👉 Seguir.
Le respondió Néstor, el caballero gerenio: «¡Oh, amigo! Ya que me recuerdas lo que has contado, afirman que son muchos los que, pretendiendo a tu madre, cometen a despecho tuyo acciones injustas en el palacio. Dime si te sometes voluntariamente o te odia quizá la gente del pueblo, a causa de lo revelado por un dios. ¿Quién sabe si algún día castigará esos excesos tu propio padre viniendo solo o juntamente con todos los aqueos? Ojalá Atenea, la de los brillantes ojos, te quisiera como en otro tiempo se cuidaba del glorioso Odiseo en el país troyano, donde los aqueos padecimos tantos males —que nunca oí que los dioses amasen tan manifiestamente a ninguno como a él le asistía Palas Atenea—, pues si de semejante modo la diosa te quisiera y se cuidara de ti en su corazón, alguno de los pretendientes tendría que olvidarse de las nupcias».
Le replicó el prudente Telémaco: «¡Oh, anciano! Ya no creo que tales cosas se cumplan. Es muy grande lo que dijiste y me tienes pasmado, mas no espero que se realice, aunque así lo quieran los mismos dioses».
Le dijo Atenea, la deidad de los brillantes ojos: «¡Telémaco! ¿¡Qué palabras se te han escapado de la boca!? Fácil le es a un dios, cuando lo quiere, salvar a un hombre aun desde lejos. Y yo preferiría volverme a mi casa y ver lucir el día de la vuelta, habiendo pasado muchos males, a perecer tan pronto como llegara a mi hogar; como Agamenón, que murió en la celada que le tendieron Egisto y su propia esposa. Mas ni aun los dioses pueden librar de la muerte, igual para todos, a un hombre aunque les sea querido, después que se ha apoderado del mismo la Moira funesta de la aterradora muerte».
Le contestó el prudente Telémaco: «¡Méntor! No hablemos más de tales cosas, aunque nos sintamos afligidos. Ya la vuelta de aquel no puede realizarse, pues los inmortales deben de haberle enviado la muerte y el negro destino. Pero ahora quiero interrogar a Néstor y hacerle otra pregunta, ya que en justicia y prudencia sobresale entre todos y dicen que ha reinado durante tres generaciones de hombres; de suerte que, al contemplarlo, me parece un inmortal. ¡Oh, Néstor Nelida! Dime la verdad. ¿Cómo murió el poderosísimo Agamenón Atrida? ¿Dónde estaba Menelao? ¿Qué género de muerte fue la que urdió el traidor Egisto, para que pereciera un varón que tanto le aventajaba? ¿Fue quizá el no encontrarse Menelao en Argos, la de Acaya, pues andaría peregrino entre otras gentes, la causa de que Egisto cobrara espíritu y matase a aquel héroe?».
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Le respondió Néstor, el caballero gerenio: «Te diré, hijo mío, la verdad pura. Ya puedes imaginar cómo el hecho ocurrió. Si el rubio Menelao Atrida, al volver de Troya, hubiera hallado en el palacio a Egisto vivo aún, ni tan solo habrían cubierto de tierra su cadáver: arrojado a la llanura, lejos de la ciudad, lo habrían despedazado los perros y las aves de rapiña, sin que le llorase ninguna de las aqueas, porque había cometido una maldad muy grande. Pues mientras nosotros permanecíamos allá, realizando muchas empresas belicosas, él se estaba tranquilo en lo más hondo de Argos, tierra criadora de corceles, y ponía gran empeño en seducir con sus palabras a la esposa de Agamenón. Al principio la divina Clitemnestra rehusó cometer el hecho infame, porque tenía buenos sentimientos y la acompañaba un aedo a quien el Atrida, al partir para Troya, encargó en gran manera que la guardase. Mas, cuando vino el momento en que, cumpliéndose el hado de los dioses, tenía que sucumbir, Egisto condujo al aedo a una isla inhabitada, donde lo abandonó para que fuese presa y pasto de las aves de rapiña; y se llevó de buen grado a su casa a la mujer, que también lo deseaba, quemando después gran cantidad de muslos en los sacros altares de los dioses y colgando muchas figuras, tejidos y oro, por haber salido con la gran empresa que nunca su ánimo esperara llevar al cabo. Veníamos, pues, de Troya el Atrida y yo, navegando juntos y en buena amistad; pero, en cuanto arribamos al sacro promontorio de Sunio, cerca de Atenas, Febo Apolo mató con sus suaves flechas al piloto de Menelao, Frontis Onetórida, que entonces tenía en las manos el timón del barco y a todos vencía en el arte de gobernar una embarcación cuando arreciaban las tempestades. Así fue cómo, a pesar de su deseo de proseguir el camino, se vio obligado a detenerse para enterrar al compañero y hacerle las honras funerales. Luego, atravesando el vinoso mar en las cóncavas naves, pudo llegar a toda prisa al elevado promontorio de Malea, y Zeus, que todo lo ve, le hizo trabajoso el camino enviándole vientos de sonoro soplo y olas hinchadas, enormes, que parecían montañas. Entonces el dios dispersó las naves y a algunas las llevó hacia Creta, donde habitaban los cidones, junto a las corrientes del Yárdano. Hay en el oscuro mar una peña escarpada y alta que sale al mar cerca de Gortina: allí el Noto lanza las olas contra el promontorio de la izquierda, contra Festo, y una roca pequeña rompe la grande oleada. En semejante sitio fueron a dar y les costó mucho escapar con vida, pues, habiendo arrojado las olas las naves contra los escollos, padecieron un naufragio. Menelao, con cinco naves de cerúlea proa, llegó a Egipto, adonde el viento y el mar le habían conducido; y en tanto que con sus galeras iba errante por extraños países, juntando riquezas y mucho oro, Egisto tramó en el palacio aquellas deplorables acciones. Siete años reinó este en Micenas, rica en oro, y tuvo sojuzgado al pueblo, con posterioridad a la muerte del Atrida. Mas, por su desgracia, en el octavo fue de Atenas el divino Orestes, quien hizo perecer al asesino de su padre, el traidor Egisto, que le había matado a su ilustre progenitor. Después de matarle, Orestes dio a los argivos el banquete fúnebre en las exequias de su odiosa madre y del cobarde Egisto; y aquel día llegó Menelao, valiente en el combate, con muchas riquezas, tantas como los barcos podían llevar. Y tú, amigo, no andes mucho tiempo fuera de tu casa, habiendo dejado en ella las riquezas y unos hombres tan soberbios, no sea que se repartan tus bienes y los devoren y luego el viaje te resulte inútil. Pero yo te exhorto e incito a que endereces tus pasos hacia Menelao, quien hace poco volvió de pueblos de donde no esperara tornar quien se viera, desviado por las tempestades, en un mar tal y tan extenso que ni las aves llegarían del mismo en todo un año, pues es dilatadísimo y horrendo. Ve ahora en tu nave y con tus compañeros a encontrarle y, si deseas ir por tierra, aquí tienes carro y corceles, y a mis hijos que te acompañarán hasta la divina Lacedemonia, donde se halla el rubio Menelao, y, llegando, ruégale tú mismo que sea veraz, y no mentirá, porque es muy sensato».
Así se expresó. Se puso el sol y sobrevino la oscuridad. Y entonces habló Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
«¡Oh, anciano! Todo lo has referido discretamente. Pero, venga, cortad las lengüetas y mezclad vino, para que, después de hacer una libación a Poseidón y a los demás inmortales, pensemos en acostarnos, que ya es hora. La luz del sol se fue al ocaso y no conviene permanecer largo tiempo en el banquete de los dioses, pues es preciso recogerse».
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Así habló la hija de Zeus, y todos la obedecieron. Los heraldos les dieron aguamanos; unos mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a los presentes, después de haber ofrecido en copas las primicias; y, una vez arrojadas las lengüetas en el fuego, se pusieron de pie e hicieron libaciones. Ofrecidas estas y habiendo bebido cuanto desearan, Atenea y el deiforme Telémaco quisieron retirarse a la cóncava nave. Pero Néstor los detuvo, reprendiéndolos con estas palabras:
«Zeus y los otros dioses inmortales nos libren de que vosotros os vayáis de mi lado para volver a la velera nave, como si os fuerais de junto a un hombre que carece de ropa, del lado de un pobre, en cuya casa no hay mantos ni gran cantidad de colchas para que él y sus huéspedes puedan dormir cómodamente. Pero a mí no me faltan mantos ni lindas colchas. Y el querido hijo de Odiseo no se acostará ciertamente en las tablas de su navío, mientras yo viva o queden mis hijos en el palacio para alojar a los huéspedes que a mi casa vengan».
Le dijo Atenea, la diosa de los brillantes ojos: «Bien has hablado, anciano querido, y conviene que Telémaco te obedezca, porque es lo mejor que puede hacer. Se irá, pues, contigo para dormir en tu palacio, y yo volveré al negro bajel para animar a los compañeros y ordenarles cuanto sea oportuno, pues me glorío de ser entre ellos el más anciano; que todos los hombres que vienen con nosotros por amistad son jóvenes y tienen los mismos años que el magnánimo Telémaco. Allí me acostaré en el cóncavo y negro bajel y, al rayar el día, me llegaré a los magnánimos caucones, en cuyo país he de cobrar una deuda antigua y no pequeña; y tú, puesto que Telémaco ha venido a tu casa, envíale en compañía de un hijo tuyo, y dale un carro y los corceles que más ligeros sean en el correr y mejores por su fuerza».
Dicho esto, partió Atenea, la de los brillantes ojos, de igual modo que si fuese un águila, y se pasmaron todos al contemplarlo. Se admiró también el anciano cuando lo vio con sus propios ojos y, asiendo de la mano a Telémaco, pronunció estas palabras:
«¡Amigo! No temo que en lo sucesivo seas cobarde ni débil, ya que desde tan joven te acompañan y guían los propios dioses. Pues esa deidad, de las que poseen olímpicas moradas, no es otra que la hija de Zeus, la gloriosísima Tritogenia, la que también honraba a tu esforzado padre entre los argivos. Así pues, oh, reina, senos propicia y danos gloria ilustre a mí y a mis hijos y a mi venerable esposa, y te sacrificaré una novilla añal de espaciosa frente, que jamás hombre alguno haya domado ni uncido al yugo, inmolándola en tu honor después de verter oro alrededor de sus cuernos».
Tal fue su plegaria, que oyó Palas Atenea. Néstor, el caballero gerenio, se puso al frente de sus hijos y de sus yernos, y con ellos se encaminó al hermoso palacio. Tan pronto como llegaron a la ínclita morada del rey, se sentaron por orden en sillas y sillones. Al momento estaba mezclándoles el viejo una cratera de dulce vino, el cual había estado once años en una tinaja que abrió la despensera; lo mezclaba, pues, el anciano y, haciendo libaciones, rogaba fervientemente a la hija de Zeus, que lleva la égida.
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Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto quisieron, fueron a recogerse a sus respectivas casas; pero Néstor, el caballero gerenio, hizo que Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, se acostase allí, en torneado lecho, debajo del sonoro pórtico, y que a su lado durmiese el belicoso Pisístrato, caudillo de los hombres, que era en el palacio el único hijo que se conservaba mozo. Y Néstor durmió, a su vez, en el interior de la excelsa morada, donde se hallaba la cama en que su esposa, la reina, le aderezó el lecho.
Pero, apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, se levantó de la cama Néstor, el caballero gerenio, y fue a tomar asiento en unas piedras muy pulidas, blancas, lustrosas por el aceite, que estaban ante el elevado portón y en ellas se sentaba anteriormente Neleo, consejero igual a los dioses; pero ya este, vencido por la Moira, se hallaba en el Hades, y entonces quien ocupaba aquel sitio era Néstor, el caballero gerenio, el protector de los aqueos, cuya mano empuñaba el cetro. A su alrededor se juntaron los hijos, que iban saliendo de sus habitaciones —Equefrón, Estratio, Perseo, Areto, Trasimedes, igual a un dios, y el héroe Pisístrato, que llegó el sexto—, y juntos acompañaron al deiforme Telémaco y le hicieron sentar junto al anciano. A la hora comenzó a decirles Néstor, el caballero gerenio:
«¡Hijos amados! Cumplid pronto mi deseo, para que sin tardar me haga propicia a Atenea, la cual acudió visiblemente al opíparo festín que celebramos en honor del dios. Venga, que uno de vosotros vaya al campo para que el vaquero traiga con la mayor prontitud una novilla; que se encamine otro al negro navío del magnánimo Telémaco y conduzca aquí a todos sus compañeros, sin dejar más que dos; y que mande otro al orífice Laerces que venga a verter el oro alrededor de los cuernos. Los demás permaneced reunidos y decid a los esclavos que están dentro de la ínclita casa que preparen un banquete y saquen asientos, leña y agua clara».
Así habló, y todos se apresuraron a obedecerle. Vino del campo la novilla; llegaron de junto a la velera y bien proporcionada nave los compañeros del magnánimo Telémaco; se presentó el broncista trayendo en la mano las broncíneas herramientas —el yunque, el martillo y las bien construidas tenazas, instrumentos de su oficio con los cuales trabajaba el oro—; compareció Atenea para asistir al sacrificio; y Néstor, el anciano jinete, dio el oro, y el artífice, después de prepararlo, lo vertió alrededor de los cuernos de la novilla para que la diosa se holgase de ver tal adorno. Estratio y el divino Equefrón trajeron la novilla tomándola por las astas; Areto salió de su estancia con un lebrillo floreado, lleno de agua para lavarse, en una mano, y una cesta con la harina, las molas, en la otra; el intrépido Trasimedes empuñaba aguda hacha para herir a la novilla; Perseo sostenía el vaso para recoger la sangre; y Néstor, el anciano jinete, comenzó a derramar el agua y a esparcir las molas y, ofreciendo las primicias, oraba con gran fervor a Atenea y arrojaba en el fuego los pelos de la cabeza de la víctima.
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Hecha la plegaria y esparcidas las molas, aquel hijo de Néstor, el magnánimo Trasimedes, dio desde cerca un golpe a la novilla y le cortó con el hacha los tendones del cuello, dejándola sin fuerzas; y gritaron las hijas y nueras de Néstor, y también su venerable esposa, Eurídice, que era la mayor de las hijas de Clímeno. Seguidamente alzaron de la espaciosa tierra la novilla, la sostuvieron en alto y la degolló Pisístrato, príncipe de hombres. Tan pronto como la novilla se desangró y los huesos quedaron sin vigor, la descuartizaron, le cortaron entonces los muslos, haciéndolo según el rito, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca de él, unos mancebos tenían en sus manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas y al momento dividieron lo restante en pedazos muy pequeños, lo atravesaron con pinchos y lo asaron, sosteniendo con sus manos las puntiagudas varillas.
En esto lavaba a Telémaco la bella Policasta, hija menor de Néstor Nelida. Después que lo hubo lavado y ungido con pingüe aceite, le vistió un hermoso manto y una túnica; y Telémaco salió del baño, con el cuerpo parecido al de los dioses, y fue a sentarse junto a Néstor, pastor de pueblos.
Asados los cuartos delanteros, los retiraron de las llamas; y, sentándose todos, celebraron el banquete. Varones excelentes se levantaban a escanciar el vino en áureas copas. Y una vez saciado el deseo de comer y de beber, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:
«Ea, hijos míos, aparejad caballos de hermosas crines y uncidlos al carro, para que Telémaco pueda llevar a término su viaje».
De tal suerte habló; ellos le escucharon y obedecieron, enganchando prestamente al carro los veloces corceles. La despensera les trajo pan, vino y manjares como los que suelen comer los reyes, alumnos de Zeus. Subió Telémaco al magnífico carro y tras él Pisístrato Nestórida, príncipe de hombres, quien tomó con la mano las riendas y azotó a los caballos para que arrancasen. Y estos volaron gozosos hacia la llanura, dejando atrás la excelsa ciudad de Pilos y no cesando en todo el día de agitar el yugo.

Las aventuras del valeroso héroe Perseo comienzan incluso antes de su nacimiento, cuando su abuelo, el cruel rey Acrisio, recibe un terrible oráculo: morirá a manos del hijo que nazca de su propia hija, la hermosa princesa Dánae. Acrisio intentó escapar a su destino sentenciando tanto a la madre como al hijo a una muerte casi segura. Sin embargo, fueron salvados por los dioses. 👉 Seguir.
Se ponía el sol y las tinieblas empezaban a ocupar los caminos, cuando llegaron a Feras, la morada de Diocles, hijo de Orsíloco, a quien engendrara Alfeo. Allí durmieron aquella noche, aceptando la hospitalidad que Diocles se apresuró a ofrecerles.
Pero, apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, engancharon los bridones, subieron al labrado carro y lo guiaron por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Pisístrato azotó a los corceles para que arrancaran, y estos volaron gozosos. Y habiendo llegado a una llanura que era un trigal, enseguida terminaron el viaje: ¡con tal rapidez los condujeron los briosos caballos! Y el sol se puso y las tinieblas ocuparon todos los caminos.