A continuación tienes la transcripción (revisada, modernizada y mínimamente modificada para AcademiaLatin.com) de la traducción de los Anales de Tácito de la mano de Carlos Francisco Coloma (1566-1637).
- Libro I
- Libro II
- Libro III
- Libro IV
- Libro V
- Libro VI
- …………….
- Libro XI
- Libro XII
- Libro XIII
- Libro XIV
- Libro XV
- Libro XVI
Prólogo
Con este volumen da principio la Biblioteca Clásica a la reproducción de las obras del príncipe de los historiadores latinos, en la elegante y fácil traducción de D. Carlos Coloma, historiador egregio de las Guerras de los Países Bajos.
Sin ser perfecto el trabajo de Coloma, y apartándose, como se aparta mucho, de la austera concisión y sequedad sentenciosa del original latino, a cuyo defecto se junta el de haber modernizado a la continua frases y costumbres, merece con todo eso la preferencia, por las condiciones de estilo, entre todas las demás traslaciones castellanas de Tácito. Es obra que se lee sin dificultad y hasta con deleite, mérito no pequeño en traducciones.
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Álamos Barrientos, aunque rico y abundante en la lengua, es mucho más difuso y amplificador que Coloma; Sueyro, mucho más duro y falto de fluidez. En cuanto a Herrera (Antonio), Laneina, Clemencín y Mor de Fuentes, solo han dejado traducciones de algunos libros de los Anales o de la Germania y el Agrícola, siquiera en esto poco merezcan loa.
No queda, pues, más traducción útil que la de Coloma, añadiéndole por descontado los dos escritos (Germania y Agrícola) que él dejó de traducir y que tomaremos de Álamos, siguiendo el ejemplo de los editores del siglo pasado y de la moderna Biblioteca Clásica de Barcelona.
Aquí convendría decir algo de Tácito, de su vida y de sus obras. Pero la primera puede reducirse a pocas palabras, y en el segundo sería casi temerario poner la mano después de tantos y tan contradictorios juicios.
Baste decir que Tácito nación en Interamna (Terni) de Umbría, a mediados del primer siglo de la era cristiana; que era caballero romano e hijo de un procurador de la Galia Bélgica; que, según opinión muy probable, pasó sus primeros años en las escuelas de declamación, y que se dedicó luego a la práctica del foro.
Nobilísimo es el primer acto que de su vida conocemos: la acusación contra las rapacidades y concusiones del procónsul de África, Mario Prisco, segundo Verres. No es difícil reconocer ya en el novel abogado al futuro vengador de la justicia y de la humanidad en sus historias inmortales.
El matrimonio con la hija de Agrícola, heroico y prudente gobernador de Britania, debió de contribuir a desarrollar en Tácito aquel innato sentimiento suyo de rectitud moral y odio a la tiranía. De la de Domiciano no se hubiera salvado su suegro, a no morir oportunamente (en el año 93): dichoso hasta en esto y en haber dado ocasión a Tácito para escribir aquella admirable biografía, modelo de concisión y de noble, aunque severa elegancia, mezclada algunas veces de apacible y tranquila melancolía, sobre todo en el final.
Atravesó Tácito, no sin peligro, el triste reinado de Domiciano, y alcanzó los buenos tiempos de Nerva y de Trajano, fácil y segura materia para los futuros historiadores en opinión suya. Alcanzó grandes honores y dignidades; fue quindecimviro (el año 88), pretor y finalmente cónsul; brilló como orador, sobre todo en el panegírico de Virginio Rufo, eminente ciudadano que había rechazado el imperio que las legiones de Germania le ofrecieron después de la muerte de Nerón; estuvo ligado por íntima amistad con Plinio el Joven, y pasó su edad madura en los amenos solaces de las letras (no desdeñándose de frecuentar la poesía festiva) y en el cultivo de la historia.
Poco más que esto se sabe de él, y no es poca felicidad el que todo lo que sabemos sea noble y honroso para Tácito, contribuyendo la misma escasez de noticias a que no empañe su nombre ninguna de esas sombras que oscurecen los de otros grandes escritores y políticos de la Antigüedad. Nada hay en la vida de Tácito que contradiga a la alta idea que del hombre moral formamos por sus escritos.
Más sensible, y aun digna de ser eternamente llorada, es la pérdida de una gran parte de estas mismas obras, quizá mayor que la que ahora poseemos. Y eso que un descendiente suyo, el emperador Tácito, deseoso de evitar esta pérdida y de hacer más populares estos libros, que ya en aquel tiempo debían de haberse hecho raros y peregrinos por el empeño que todos los malhechores tienen en hacer desaparecer o en desfigurar la historia contemporánea, mandó que anualmente se sacasen copias de ellos y que se conservasen en todas las bibliotecas.
A pesar de tanta diligencia, de las obras de Tácito, que, al decir de san Jerónimo, escribió en treinta volúmenes la historia de los césares, solo quedan mutilados restos, a saber: los seis primeros de los Anales, que comprenden la época de Tiberio (no sin que falte la mayor parte del libro quinto), y muy incompletos los seis últimos, en que habla de Nerón. De Calígula y Claudio no hay nada. Tenemos, además, cuatro libros y parte de otro de las Historias, que comprenden la época turbulenta de Galba, Otón y Vitelio.
Con estas reliquias, la vida de Agrícola, el opúsculo De situ, moribus, populisque Germanorum y el diálogo De los oradores o de las causas de la corrupción de la elocuencia, que otros atribuyen a Quintiliano, tenemos todo lo que hoy se conserva de Tácito.
El tiempo en que fue compuesta cada una de estas obras es difícil de determinar. Generalmente se colocan por este orden: Agrícola, Germania, Historias, Anales.
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Tácito es el representante más ilustre de la historia pragmática, es decir, moral y con aplicaciones prácticas y políticas, género que en los grandes maestros de la Antigüedad no daña, antes se une fácilmente con la historia pintoresca, épica o dramática. Tácito, lo mismo que Tucídides, es ante todo un artista. ¡Felices los historiadores de la Antigüedad que, no ahogados por la balumba de documentos, enojoso aunque indispensable apoyo de toda historia moderna, podían concentrar su atención y todas las fuerzas de su varonil espíritu en la pintura de sucesos y de caracteres, dándoles tanto color y relieve cuanto puede alcanzar la mejor poesía!
No sabía de filosofía de la historia, no se inquietaban de síntesis ni de ideales, y podían con majestad olímpica, ajenos de inquietudes, de dudas y zozobra, pintar el gran cuadro de la vida humana. Y esta verdad humana la buscaban, ya en sus más altos y sublimes momentos, como Heródoto y Tito Livio, cándidos narradores de épicas leyendas y de historias más admirables que las leyendas mismas, ya en los pacientes esfuerzos del talento político o militar, como Tucídides y Polibio, ya en el profundo, nunca superado y pacientísimo análisis del corazón humano, que hace Tácito sin aparentar que lo hace ni disertar en forma, sino penetrando y escudriñando los tenebrosos senos de la conciencia del malvado, de suerte que ningún hecho quede sin explicación; porque los malvados de Tácito no son abstracciones ni entes de razón o maniquíes de paja, como los que entonces y siempre han servido de blanco a las diatribas de los retóricos contra la corrupción y la tiranía, sino hombres de carne y hueso, que nos parece que viven y se mueven a nuestros ojos, con las mismas pasiones y odios, altiveces y descaecimientos que mostraron en vida.
Los modernos tienen la deplorable manía de sacrificar en sus pedantescas síntesis los hombres a las ideas, privando así a la historia de toda animación y de su más fructuosa enseñanza. Juzgaban los antiguos, por el contrario, que, si la idea era materia propia del filósofo, el hombre debía ser el principal estudio del historiador. Si en este poder de individualizar y humanizar tiene Tácito algún rival, es solo Shakespeare.
Los caracteres y las descripciones hacen de los libros de Tácito poemas épicos y novelas de extraordinaria belleza. Y no es porque se detenga con fruición de artista de decadencia en menudos pormenores, sino porque nadie ha poseído como él el arte de los grandes rasgos y de las palabras que dicen más de lo que suenan. Nadie ha sabido tampoco producir la impresión que él produce con rasgos aislados y acá y allá esparcidos. Así viven Tiberio y Sejano, Germánico y Livia, Tráseas y Séneca, Agrícola y Galgaco, en sus páginas inmortales. No son personajes de una sola pieza como los que fantasean los retóricos y sofistas, sino humanos, ricos y variados, con toda la amplitud, riqueza y esplendidez de la conciencia.
En el estilo une Tácito, a lo sereno y majestuoso de todos los narradores antiguos, cierta austeridad y melancolía propia y peculiar suya, nacida en parte de lo amargo y pavoroso de los hechos que describe, y en parte de las consideraciones geniales de su espíritu, más inclinado a tomar la vida por el lado triste que por el risueño. Y precisamente por este modo de sentir y de narrar toman importancia en sus libros los hechos más accesorios y de poca monta, como que su historia, con ser de crímenes y bajas tiranías, enseña mucho más que cualquiera otra de glorias y grandezas.
Y no es porque calumnie la naturaleza humana, como se ha dicho, ni porque se vaya como los cuervos a la carne muerta, trocado en zahorí de ocultos propósitos e intenciones, sino porque había recogido amargos frutos de ciencia y experiencia, con ser muy amante y devoto del bien y de la virtud dondequiera que los hallara.
Dicen los que no lo entienden que es oscuro, sentencioso, afectadamente conciso y hasta de mal gusto el estilo de Tácito, y que la lengua adolece en él de no leves defectos. Sin duda por eso los gramáticos ciceronianos del Renacimiento tenían cuidado de apartarle de las manos de sus discípulos. Realmente Tácito es un escritor más admirable que imitable: por fortuna, sus defectos no son contagiosos.
¡Pluguiera a Dios que la concisión, aun seca y ruda, viniera a sustituir en las literaturas modernas a tanta inútil y laxa palabrería! Es rico de sentencias Tácito, pero las va entretejiendo con tal habilidad en el hilo de la narración que parecen una misma cosa con ella, y estas sentencias son casi siempre verdaderas y profundas, como deducidas de la observancia de la vida y no de vanos sistemas. Pocas veces caen en el lugar común y, cuando así sucede, las salva lo acerado y enérgico de la expresión.
En Tácito, el estilo es tan inseparable del hombre que hasta sus defectos de excesiva elipsis y oscuridad parecen naturales y se le perdonan, porque aquella expresión ha nacido para aquel pensamiento. Oscuro suele ser, pero más por lo profundo de las ideas que por lo ceñido del lenguaje. Lo que nadie negará es que, sin pecar de árido, es preciso como pocos. Enemigo de toda vana pompa, nos da más ideas que palabras, mérito el más gran grande y raro de un escritor.
De las opiniones políticas de Tácito mucho pudiera decirse, y aun así no resultarían muy claras. Era patricio y estoico y, como tal, aunque sin la exageración de otros, romano a la antigua y poco amigo del imperio, aunque nada revolucionario ni utopista. Por la plebe sentía profundo desdén: la llamaba voltaria e inclinada a la servidumbre, y ligera y funesta en sus amores como en sus odios. Los agitadores de esta plebe, siquiera se llamasen los Gracos, aún le infundían mayor aversión.
Más que político, es moralista. Toda iniquidad y tiranía, venga de arriba o de abajo, del césar, del senado o de los tribunos, le parece digna de execración. Para ser del todo justiciero, solo le faltó ser cristiano. Floreció en una época de decadencia y de transición, sin fe en lo pasado ni comprensión bastante clara en lo futuro: por eso se extravía a veces en los juicios morales, y en política, como en religión, tiene más bien aspiraciones y reminiscencias que ideas claras y bien definidas. La impresión general que sus escritos dejan es triste, pero reposada y serena.
M. M. P.
Fuente
Los escaneados de la edición de 1890-1 están disponibles en Archive.org:
El prólogo recogido en esta misma página está firmado por M. M. P., o sea, Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912). Por tanto, todo ello se encuentra en dominio público.