A continuación tienes la primera de las Catilinarias de Cicerón, traducida por Andrés Laguna (1510-1559) y transcrita, modernizada, etc., por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com.
¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo ese furor tuyo se burlará de nosotros? ¿Adónde irá a dar consigo esa osadía desenfrenada tuya? ¿Cómo no te mueven, para que desistas de tu locura, la nocturna guarda y vigilante guarnición del palacio? ¿Tampoco, los centinelas de la ciudad? ¿No, el temor del pueblo? ¿No, el consenso y la conformidad de todos los buenos? ¿No, el presente lugar, tan guarnecido de gente, donde suele juntarse ordinariamente el senado? ¿No, los rostros y las presencias de estos padres magníficos? ¿Qué es esto? ¿No sientes que tus consejos son del todo ya descubiertos y que tu conjuración está ya convencida y como tomada a manos por el perspicaz conocimiento y juicio de todos estos? ¿Cuál de nosotros piensas que ignora lo que hiciste la noche pasada y la precedente, en qué lugar estuviste, con quiénes te juntaste, y qué es lo que se resolvió en aquel santo consejo tuyo?
¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres!
¿Es posible que entienda esto el senado, y lo vea el cónsul y viva este? Vive, vive, desde luego, y no solamente vive, sino también ocupa lugar entre los senadores, y del público consejo se le da parte mientras él, echándonos turbiamente los ojos, señala y destina consigo mismo a cada uno de nosotros para la muerte, cuyo furor y armas, si declinamos tan solamente, nos parece a nosotros, varones fuertes, que satisfacemos a la república.
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A la muerte, a la muerte, ¡oh, Catilina!, deberías haber sido llevado hace ya mucho tiempo, por orden del cónsul, para que sobre ti lloviera esta pestilencia que a todos nosotros desde hace muchos años nos tenías maquinada.
¿Cómo? Publio Escipión, varón magnífico y pontífice máximo, siendo un hombre particular, mató a Tiberio Graco porque pervertía mediocremente el estado de la república. ¿Y sufriremos nosotros, cónsules, a Catilina, que desea destruir todo el mundo y condenarlo a sangre y fuego?
Quiero pasar en silencio todas las historias antiguas, entre las cuales se cuenta que Quinto Servilio Hala mató con sus propias manos a Espurio Melio, porque le sintió afanoso en revoluciones. Prevaleció, prevaleció sin falta, en los tiempos pasados, esta virtud singular en nuestra república de que los varones fuertes solían reprimir con castigos más ásperos los insultos de los ciudadanos dañosos a la ciudad que los de los crudelísimos enemigos.
Tenemos, pues, contra ti, Catilina, el vehemente, severo y grave decreto del senado; a la república no le falta ni el consejo ni la autoridad de los senadores, pero le faltamos nosotros: nosotros —lo digo abiertamente— los cónsules.
Ordenó el senado en los tiempos pasados a Lucio Opimio, cónsul, que proveyese cómo la república no recibiese daño alguno ni detrimento, tras el cual decreto, sin intervenir noche alguna, por ciertas sospechas de sedición y alboroto, fue luego muerto Gayo Graco, nacido de ilustrísimo padre, y de señalados abuelos y antepasados; y juntamente Marco Fulvio, varón consular, con sus hijos. Por semejante decreto de todo el senado fueron dadas a Gayo Mario y a Lucio Valerio, cónsules, las riendas y el gobierno de la república.
Decidme, pues: tras tal elección, ¿pasó un día que no muriesen Lucio Saturnino, tribuno de la plebe, y Gayo Servilio, según habían merecido? Mas a nosotros ya se nos pasa el vigésimo día después de dejar embotarse los filos de la autoridad de estos senadores, y así es que, aunque tenemos senadoconsulto, quiero decir el decreto del sacro senado, lo tenemos todavía encerrado entre unas tablitas, como una espada metida en vaina. La severidad de este senadoconsulto ordenaba, Catilina, que hubieras muerto hace días; pero vives aún, y vives no para deponer, sino para llevar adelante tu atrevimiento.
Querría, padres conscriptos, ser benigno y clemente. Querría, en tan grandes peligros para la república, no parecer remiso ni descuidado, y con todo eso me acuso de perezoso y perverso. Se halla ya en Italia y en la frontera de la Toscana un ejército en formación contra nuestra república. Crece de día en día el número de los enemigos. Vemos al capitán y general de este ejército dentro de los muros de Roma y en el senado, maquinando cada día alguna destrucción intestina y extrema ruina de la república.
Siendo, pues, esto así, Catilina, si ordenare yo que seas preso y muerto, habré de temer, según pienso, que me tengan a mal todos los buenos la dilación y tardanza, antes que alguno la crueldad que podría usar en tu castigo.
Con todo eso, lo que hace mucho que debía estar hecho, aún ahora no me resuelvo a hacerlo por cierto respeto, y así es que entonces determino matarte cuando ya no se pueda hallar tan malvado, tan perdido y tan tu semejante en el mundo que afirme habérsete quitado injustamente la vida. Porque, mientras hubiere alguno que ose defenderte, vivirás, Catilina; pero vivirás como vives ahora: rodeado de muchos y muy grandes vigilantes que a tu alrededor tengo puestos para que no te puedas mover contra nuestra república. Tendrás también sin sentirlo, como los tuviste hasta ahora, desvelados en tu asechanza, los ojos y oídos de muchos que te controlarán y seguirán adondequiera que vayas.
Dime, pues, Catilina: ¿a qué más esperas? Si ni la noche con sus tinieblas puede oscurecer tus contubernios nefarios, ni las paredes de tu casa particular abarcar en sí la voz de tu conjuración; si todas tus traiciones se descubren y salen afuera… Cambia ese parecer, créeme, y olvídate de las matanzas e incendios. Eres convencido por todas partes, y todos tus consejos se muestran más claros que el día, los cuales conmigo has de reconocer ahora.
¿No te acuerdas de que el 19 de octubre dije al senado públicamente que el 21 del mismo mes veríamos en armas a Gayo Manlio, allegado tuyo y ministro de tu atrevimiento? ¿Por ventura me engañé, Catilina, no solamente en un negocio tan grande, tan cruel y tan increíble, sino también —lo cual engendra mucho mayor espanto— en el día? Así mismo di aviso al senado de que para el 26 de octubre habías destinado la muerte a todos los principales de la ciudad, en la cual sazón se ausentaron no pocos de ellos, y esto no tanto por conservar su salud cuanto por reprimir tus designios y pensamientos.
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¿Negarás, pues, que tú en aquel mismo día, cuando dijiste que te contentabas de degollar a los que acá quedábamos, ya que se te habían escapado los otros, cercado por mis centinelas y mi diligencia, no te pudiste rebullir contra la república?
Además de lo ya dicho, cuando, asaltando Pelestrina de noche, pensaste tomarla por la fuerza el primer día de noviembre, ¿no hallaste que aquella tierra por mi orden, con mi guarnición y con mis guardas y centinelas estaba proveída y fortificada? No haces ni mueves ni piensas cosas que yo no vea, oiga y sienta muy a las claras.
Reconoce conmigo, pues, lo de aquella noche pasada, y conocerás que yo me desvelo mucho más para la salvación que tú para la ruina de la república. Digo que viniste aquella primera noche entre los falcarios —no quiero hablar oscuramente— a casa de Marco Leca, adonde concurrieron muchos compañeros de la misma locura y maldad. ¿Osarás, pues, negar esto? ¿Por qué callas? Yo te convenceré, si lo niegas, porque aún aquí veo, en este senado, a algunos que se hallaron juntamente contigo.
¡Oh, inmortales dioses! ¿En qué tierra estamos? ¿Qué república tenemos? ¿En qué ciudad residimos? Aquí, aquí, padres conscriptos, en esta orden digo entre nosotros mismos, y en este santísimo y gravísimo consejo de todo el mundo, se hallan algunos que se afanan no solamente en mi muerte y en la de todos vosotros, sino también en la desolación de esta ciudad y del mundo entero.
Yo, cónsul, los veo a estos y les pido su parecer acerca de la república, y a los que merecían ser despedazados con hierro no los oso ni aun herir con palabras. Así que estuviste aquella noche, Catilina, con Leca, repartiste las provincias de Italia, ordenaste adónde querías que marchara cada uno, escogiste los que habías de dejar aquí en Roma y los que querías sacar contigo, señalaste las partes de la ciudad que habían de ser incendiadas, afirmaste que saldrías presto de Roma, dado que se retrasaría tu designio algún tanto a causa de que yo seguía vivo. Se hallaron entonces dos caballeros romanos que se ofrecía a librarte de esta preocupación y matarme aquella misma noche en mi propio lecho, un poco antes del día. Todas estas cosas conocí luego, padres conscriptos, en cuanto terminó vuestra reunión, y así proveí y aseguré mi causa con mayor guarda, y di con la puerta en los ojos a los que de tu parte, ¡oh, Catilina!, vinieron a saludarme muy de mañana, que fueron aquellos mismos de los cuales yo había dicho antes a muchos varones, como vendrían precisamente a tal tiempo.
Así pues, siendo todo esto de esta forma, Catilina, prosigue en lo comenzado: sal alguna vez siquiera de la ciudad, que las puertas están abiertas; camina: ya hace mucho que te desea como su general el ejército que Manlio tiene formado en tu nombre. Saca también contigo a todos tus adeptos o, si no puedes a todos, al menos gran parte de ellos. Limpia nuestra ciudad. Me librarás ciertamente de un grandísimo miedo, mientras entre tú y yo halla algún muro de por medio medio. Ya no puedes conversar con nosotros más largo tiempo, porque yo no lo toleraré, no lo consentiré y no daré lugar a ello.
Debemos a los inmortales dioses hoy dar muchas gracias, y particularmente a este Júpiter que aquí preside y es antiquísimo protector y amparo de esta ciudad, que nos hayamos librado tantas veces de una tan triste, tan horrible y tan infecta pestilencia de la república, cuya total salvación no es bien que corra tan a menudo riesgo y esté en peligro a causa de un hombre solo.
Siempre que tú, Catilina, quisiste atacarme a mí, siendo ya cónsul, con traiciones, me defendí de tus manos no con las armas públicas, sino con mi particular diligencia. Cuando en los recientes ayuntamientos consulares procuraste matarme a mí, que era cónsul, y a todos tus competidores en el campo de Marte, con ayuda de mis amigos reprimí tus nefarios esfuerzos sin hacer ningún alboroto público. En suma, siempre que quisiste atacarme, te resistí yo mismo con mi persona, puesto que consideraba que mi ruina estaba unida a la gran calamidad y desventura de la república.
Pero ya abiertamente contra toda la república enderezas tus crueles flechas. Procuras destruir y asolar los templos de los inmortales dioses, las casas de la ciudad, la vida de todos los ciudadanos y, finalmente, toda Italia. Por eso, no osando yo ahora hacer lo que fue siempre tenido por principal y propio de este imperio y de la disciplina de nuestros mayores, haré lo que acerca de la severidad se mostrará más blando, así como más útil y provechoso respecto a la salvación común.
El pódcast de mitología griega
Y es que, si mando que te quiten la vida, se quedará solapado en nuestra república el resto de tus revoltosos y conjurados; y si mando lo que hace rato que te aconsejo, que te salgas fuera, se saldrá juntamente contigo y se agotará una gran hediondez de tus allegados y compañeros, muy dañosa a la república.
¿Qué es esto, pues, Catilina? ¿Dudas por ventura de hacer ahora por mi mandado lo que ya de tu voluntad hacías? Manda el cónsul al enemigo que se salga de la ciudad. Me preguntarás tú: «¿Por ventura a destierro?». No te mando yo que salgas para destierro, pero te lo aconsejo, si tomas mi parecer. ¿Qué cosa, di, Catilina, puede darte más placer en esta ciudad, en la cual, fuera de la conjuración de estos hombres perdidos, no hay persona que no te tema, no hay hombre que no te tenga capital odio? ¿Qué señal de doméstica fealdad no tiene mancillada tu vida? ¿Qué particular afrenta o deshonra no se allega a tu pública infamia? ¿Qué apetito desordenado se desvió jamás de tus ojos? ¿Qué hazaña cruel, de tus manos? ¿Qué lujuria insaciable y bestial, de todo tu cuerpo? ¿Qué mozalvillo hay en esta ciudad, de los que enredaste con tus halagos y corruptelas, al cual para la osadía no hayas precedido con hierro, y para la lujuria no le hayas alumbrado con una antorcha? ¿Qué diré de lo que te acaeció hace poco cuando, habiendo desembarazado la casa con la muerte de tu primera mujer para otras recientes bodas, con otra increíble tacañería colmaste aquella extraña maldad?
Este acto quiero pasar por silencio, y consentiré fácilmente que no lo sepa la tierra para que no parezca o haber acaecido en esta ciudad una hazaña tan cruel o haber quedado por castigar. Callo los grandes estragos de tu hacienda, que lloverán sobre ti, como lo sentirás mediado el primer mes que viene. A solo aquellas cosas quiero enfocar mi discurso, que no tocan a la ignominia particular de tus vicios, ni a tus dificultades, abominaciones y fealdades domésticas, sino a la suma de la república y a la vida y salvación de todos nosotros.
¿Puede, Catilina, esta luz que a todos recrea, o el espíritu de este cielo, serte en algún modo agradable, siendo cierto que sabes que ninguno de todos estos ignora cómo el último día de noviembre, delante de Lépido y Tulo, cónsules, estuviste en pie y armado en el ayuntamiento? ¿Que habías preparado tus manos para el asesinato de los cónsules y varones principales de la ciudad? ¿Y finalmente que a tu furor y maldad no resistió algún juicio tuyo o miedo que tuvieses, sino la fortuna y buena suerte de la república?
Pero dejo de hablar de estas cosas, pues son claras y muy recientes.
¿Cuántas veces me quisiste matar, siendo yo designado y cuántas siendo ya cónsul? ¿De cuántos asaltos tuyos de tal arte enderezados que parecía imposible evitarlos me escapé con una cantonada pequeña y, como dicen, hurtándote el cuerpo? No haces, ni alcanzas, ni intentas cosa que a su tiempo y sazón yo no la tenga entendida; y ni por eso desistes de querer y de procurar el público daño.
¿Cuántas, cuántas veces te fue arrebatada de las manos esa daga? ¿Cuántas se te cayó acaso? Y todavía no puedes estar mucho tiempo sin ella. Desde luego yo no sé con qué género de sacrificio fue consagrada por ti, o a qué altar ofrecida, pues piensas que es necesario hincarla en el cuerpo del cónsul.
Examinemos ahora un poco cómo es esa vida tuya, porque quiero hablar contigo de tal manera que no parezca reinar en mí, ni incitarme el odio que debe, sino la misericordia que no te es debida.
Después de venir tú al senado no hace mucho, ¿quién es el que de tanta muchedumbre de gente y de tantos amigos y deudos tuyos te saludó? Si esto, pues, no acaeció a nadie, después que memoria de hombres se halla, ¿esperas tú oír de palabra tu vituperio, habiendo sido oprimido del gravísimo juicio del silencio que te condena? ¿Quieres más, sino que, habiendo llegado tú, se vaciaron todos estos estrados? ¿Y que todos los consulares varones, cuyas cabezas tuviste muchas veces señaladas para la muerte, luego que te vieron sentar, se fueron, dejando así todas estas sillas vacías?
¿Pues con qué ánimo, dime, sufres estas cosas? En verdad, si mis esclavos me temiesen a mí como a ti te temen todos tus ciudadanos, tendría por consejo muy sano dejar mi casa. ¿Y a ti no te parece ser expediente irte de la ciudad? Además de esto, si yo sintiese que mis ciudadanos a tuerto me tenía tan gravemente por sospechoso y adverso, querría mucho más apartarme de su presencia que ser visto con ojos turbios y airados de todos ellos; y tú al contrario, conociendo con la conciencia de tus maldades el odio capital que te tienen todos merecidamente, y el que te es debido de largos tiempos, ¿aún dudas apartarte del rostro y vista de aquellos cuyos ánimos, sentidos y entendimientos, tienes llenos de heridas? Si te vieses temido por tus parientes y aborrecido por los tuyos y no hallases manera de mitigarlos, creo que te retirarías de sus ojos a alguna parte que no te viesen, y, temiéndote ahora y aborreciéndote mortalmente la patria —que es madre común de todos—, y sabiendo que no piensas sino en su parricidio, ¿no tendrás respeto a su autoridad ni te allegarás a su parecer ni temerás su fuerza?
Esta, Catilina, usa este razonamiento contigo, y en cierta manera habla callando. Después de tantos años acá, ninguna cruel hazaña se perpetró sino por medio de esas manos tuyas; ningún género de abominable lujuria se puso sin ti en ejecución; a ti solo te fue siempre libre, sin pena alguna, quitar a muchos ciudadanos la vida y fatigar y meter a saco los confederados de la república. Jamás te faltó vigor, no solamente para menospreciar las leyes y las pesquisas, sino también para destruirlas y transgredirlas.
Fueron desde luego intolerables aquellos primeros daños, y todavía los sufrí como pude; pero ver ahora que toda por solo ti está en gran temor y recelo, que a cualquier sonido que se oye, entonces, Catilina, se teme, y que ningún consejo ajeno a tus maldades se puede tomar contra mí; no me parece cosa que se deba tolerar.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
Por eso, vete de aquí y líbrame de tal miedo, para que, si fuera verdadero, no me vea oprimir; y, si falso, deje de temer algún tiempo. Si la patria —como dije— hablase contigo todas estas cosas, ¿no te parece que debería pedir de ti lo que pide, aunque no te pudiese hacer fuerza? ¿Qué diremos a esto, que tú mismo te diste por preso y dijiste que para quitar sospecha querías residir en casa de Marco Lépido? No siendo recibido por él, osaste venir a mí a rogarme que te guardase en mi casa, y también te respondí yo que mal podría estar seguro en tu compañía entre cuatro paredes el que se veía en muy gran peligro por estar encerrado contigo dentro de los muros de Roma, y fuiste a Quinto Metelo, pretor, que también te rechazó, y te pasaste a Marco Marcelo, tu compañero y excelente varón, pareciéndote que sería diligentísimo guardián tuyo, sagacísimo en las sospechas y severísimo en castigar los delitos.
¿Cuán lejos, pues, os parece que debe estar de la cárcel y de los grilletes el que a sí mismo se juzga digno de ser preso y encarcelado? Habiendo pasado estas cosas así como he dicho, y no pudiendo tú aquí pacientemente morir, ¿dudas, Catilina, de irte a otras regiones, encomendando a los pies y a la soledad esa vida tuya, escapada de muchos castigos y muertes que le eran justamente debidas?
Me pides que proponga esta partida tuya delante del senado, al cual, teniendo por bien tu destierro, dices que obedecerás en su decreto y mandato. Desde luego no propondré yo eso, que es muy ajeno a mis costumbres, y lo habré todavía de proponer para que entiendas qué es lo que sienten de ti estos padres conscriptos.
Sal de la ciudad, Catilina, libra la república del miedo que tiene, camina hacia el destierro, si esperas oír este nombre. ¡Venga, ánimo, Catilina! ¿A qué estás esperando, considerando el silencio de estos? Que lo quieren, que lo consienten y callan. ¿Para qué esperas que te muestren su autoridad hablando los que callando te declaran su voluntad? Es cierto que si a este Publio Sextio, muchacho excelente, o a Marco Marcelo, fortísimo varón, hubiera dicho yo lo que ahora a ti te aconsejo, ya todo el senado, y con mucha razón, en este mismo templo me habría echado violentamente las manos, aunque soy cónsul.
Pero cuanto contra ti he dicho, estando sosegados, lo aprueban: lo decretan cuando consienten, y finalmente cuando con gran silencio callan, dan voces, no solamente estos cuya autoridad a ti te es muy querida, así como su vida utilísima, pero también aquellos honestísimos caballeros romanos y excelentes varones, como los otros ciudadanos muy fuertes que rodean todo el senado, cuya cantidad pudiste ver y ni más ni menos entender sus deseo y oír un poco antes sus voces.
A todos estos, pues, cuyas manos y armas apenas he podido detener hace mucho para que no te asaltasen, persuadiré fácilmente, queriendo tú dejar esta tierra, que deseas destruir y asolar, para que desde lejos te acompañen hasta la puerta.
Pero ¿qué es lo que yo devaneo? ¿Es posible que alguna cosa te quebrante o domeñe? ¿Que tú te corrijas en algún tiempo? ¿Que pienses jamás huir o irte a destierro? Ojalá te lo pusiesen ya en el corazón los inmortales dioses; y, dado que veo —si, atemorizado de estas voces mías, deliberases irte de aquí desterrado— cuán gran tempestad de envidia e indignación se me conseguiría, si no en el tiempo presente, por ser aún fresca la memoria de tus maldades, a lo menos en el porvenir; todavía no tengo en tanto este inconveniente, con tal que esa calamidad sea tuya propia y apartada de los peligros de la república.
Pero no conviene pedir ni desear que te conmuevas respecto a tus maldades, que temas las penas que proponen las leyes y que des lugar a los tiempos de la república. Porque tú, Catilina, no eres aquel a quien la vergüenza pueda apartar de fealdad, o el miedo, de los peligros, o finalmente del furor, la razón. Por eso, como ya muchas veces te he amonestado, camina; y si a mí, tu enemigo, como me publicas, quieres causarme una grandísima envidia, vete derecho al destierro.
Si haces esto, es decir, si te vas desterrado por orden del cónsul, apenas podré sufrir lo que de mí murmurará la gente; apenas podré soportar la carga de un odio tan grave y tan envidioso. Pero si deseas aumentar más mi gloria y mi fama, salte con la cuadrilla importuna de todos esos hombres malvados, vete derecho a Manlio, conmueve y junta a los ciudadanos perdidos, apártate de los buenos, mueve guerra contra la patria y finalmente gózate con tus impíos robos, para que no parezca que fuiste de mí abalanzado hacia los extraños y ajenos, sino más antes convidado para los tuyos.
Aunque ¿para qué te tengo que convidar, sabiendo que ya enviaste por delante ciertos precursores armados para que te esperen allá en el campo Aurelio? ¿Y teniendo también entendido que aquella águila de plata a la que en tu casa se consagraban todas tus bellaquerías y maldades, y la cual espero que a ti y a todos los tuyos acarreará fin triste y muy desastrado, la enviaste asimismo en la delantera?
Dime: ¿cómo es posible que puedas estar apartado mucho tiempo de aquella que solías siempre adorar cuando te marchabas para alguna gran matanza, y de cuyos altares muchas veces moviste esa impía mano derecha tuya para derramar sangre de ciudadanos?
Irás, pues, al fin algún día, adonde ya hace mucho que te arrebataba ese deseo tuyo furioso y desenfrenado. Ese cambio a ti no te causa dolor, sino un deleite increíble, porque para esta locura te produjo la naturaleza, te ejercitó tu voluntad y apetito y te guardó la fortuna. Tú nunca deseaste jamás ni ociosidad ni guerra que no fuese perniciosa y malvada. Tú, de muchos hombres perdidos y dejados no solamente de la fortuna, sino también de toda esperanza, juntaste una gran escuadra pestífera, en medio de la cual ¿qué regocijo será aquel tuyo? ¿Cuán extraño placer y gozo? ¿Cuán inmenso deleite, cuando en tan gran número de los tuyos ni oirás ni verás hombre que bueno sea?
Para este ejercicio de vida vienen harto a propósito aquellos trabajos tuyos tan afamados como es acostarte en tierra, no solamente para cometer un estupro, sino también para perpetrar otra infernal hazaña cualquiera; el velar la noche no solo para urdir alguna traición a los maridos que duermen, sino también para robar los bienes de los ya degollados.
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Así pues, allí tienes adonde muestres aquel singular sufrimiento tuyo, de hambre, frío y falta de todas las cosas; estos males sentirás que te derribarán muy presto. Sin duda cuando te desvié el consulado yo hice este provecho tan solamente que pudieses antes desterrado tentar que siendo cónsul fatigar la república; y que la hazaña malvadamente por ti emprendida se llamase antes público robo y destrozo que guerra.
Pero ahora, padres conscriptos, para que yo pueda apartar de mí cierta queja que podría oponerme casi justamente la patria, os ruego que atentamente me oigáis lo que quiero deciros, y oído lo guardéis en vuestros ánimos y entendimientos. En verdad si nuestra patria común (la cual me es cara mucho más que la vida), si toda Italia y si toda la república me hablase en esta manera: «Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Al que hallaste ser enemigo, al que ves que ha de ser capitán de la guerra que se urde contra nosotros, al que sabes que se espera por general en el real de los enemigos, al autor y origen de la maldad, al príncipe de la conjuración y finalmente al seductor de los esclavos y de los ciudadanos perdidos quieres dejar libremente salir, para que no parezca ser echado de la ciudad, sino metido en ella? ¿Cómo? ¿No ordenarás que este tal, aherrojado con cadenas y grilletes, sea ya arrebatado para la muerte y despachado con algún extremo suplicio? ¿Qué cosa, dime, te lo impide? ¿Por ventura, la costumbre de los mayores? Muchas veces en esta ciudad, aun personas particulares, dieron muerte a los ciudadanos perversos y perniciosos. ¿O por ventura las leyes que fueron instituidas sobre la ejecución de los ciudadanos, a las cuales si tienes respeto deberías tener entendido que los que se desviaron de la república nunca más en esta ciudad gozaron de derechos o privilegios de ciudadanos? ¿O temes por dicha la envidia que se te podría recrecer en los tiempos futuros? Muy bien se lo agradeces por cierto al pueblo romano, que, siendo tú conocido solamente por tu persona, y no habiendo heredado algún lustre o nombre de tus mayores, te subió tan presto por todos los grados de honores y dignidades hasta el imperio sumo, si por miedo de la envidia o de algún peligro, menosprecias y echas atrás la salud de tus ciudadanos. Pero ya que se haya de temer esa envidia, ¿por ventura temeremos más fuertemente la envidia que se tiene a la severidad y a la fortaleza, que la que a la cobardía hace guerra? Sepamos, cuando toda Italia se asolará con guerras, cuando las ciudades serán fatigadas y oprimidas y cuando arderán las casas, ¿no piensas que también tú entonces te abrasarás con las llamaradas de envidia?».
En verdad a estas santísimas voces de la república y a las opiniones de aquellos que sintiesen lo mismo que ella daría por respuesta estas pocas palabras. Si yo, padres conscriptos, tuviese por expediente dar a Catilina la muerte, a este esgrimidor sin duda no le dejaría vivir ni aun una hora, porque, si algunos ciudadanos clarísimos, principales en la república, no solamente no ensuciaron sus nombres con la sangre de Saturnino, de Flaco, de los Gracos y de otros muchos antiguos varones, sino también se ilustraron y ennoblecieron con ella, no había yo de temer que de la muerte de este parricida común de todos los ciudadanos, en los tiempos venideros, me pudiese redundar alguna suerte de envidia, la cual, ya que no se pudiese huir, todavía siempre fui de tal ánimo y parecer que a la envidia, con virtud adquirida, la tuviese no por envidia sino por gloria.
Mas se hallan en este senado algunos que o no ven los peligros en que todos estamos o, si los ven, los disimulan; y estos son los que entretuvieron la esperanza de Catilina, con sus muy blandas frases; y, por no creer la conjuración en su primer nacimiento, le dieron fuerza y vigor. Siguiendo muchos la autoridad de estos, no solamente malvados, sino también ignorantes, si yo hubiera castigado a este, habrían dicho que lo había hecho cruelmente y, como rey, con poder absoluto. Pero si ahora él se fuera (como se piensa ir) al real de Manlio, estoy seguro de que no habrá hombre tan necio que no vea ser hecha la conjuración, ni tan perverso que a voces no la confiese.
Así pues, si matásemos a este solo, creería yo que por un pequeño espacio de tiempo se reprimiría la pestilencia de la república; pero que no podría reprimirse para siempre y del todo. Mas si él mismo se saliera y sacara consigo a todos los suyos y, recogidos de todas partes en uno, congregara a los de su profesión como escapados de algún naufragio, no hay duda ninguna sino de que se matará y extirpará para siempre, no solamente esta pública pestilencia, sino también la raíz y la simiente de todos los males.
Ya hace mucho, padres conscriptos, que vemos al ojo los peligros de la conjuración y de otras grandes traiciones, mas yo no sé en qué manera todas aquellas maldades y el furor antiguo y atrevimiento vinieron a madurarse en este consulado mío. Por donde sí en tan gran insulto de salteadores quitamos la vida a este solo, parecerá que hasta un breve tiempo quedaremos por ventura libres de cuidado y de miedo, pero que todavía el peligro quedará fijo y encerrado en las venas y en las entrañas de la república, porque así como muchas veces los enfermos de alguna enfermedad grave, cuando, fatigados del gran ardor y de la calentura, beben de golpe agua muy fría, se sienten al momento aliviados, pero después tornan a congojarse mucho más gravemente; de la misma forma, esta enfermedad que aflige a nuestra república, mitigada con la pena de este, vendrá después a hacerse mucho más grave, quedando vivos los otros.
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Por eso, padres conscriptos, que se vayan los malvados, que se aparten de los buenos, que se junten en un lugar, que haya entre ellos y nosotros un muro, que dejen de hacer en su casa asechanzas al cónsul, que dejen de rodear el tribunal del pretor urbano, de cercar con espadas la audiencia y de buscar sarmientos y antorchas para incendiar la ciudad; y finalmente cada ciudadano traiga escrito en su frente lo que siente de la república. Del resto yo os prometo, padres conscriptos, que en mí, que soy vuestro cónsul, habrá a tan gran diligencia, tanta autoridad en vosotros, tanta virtud y fortaleza en los caballeros romanos, y tan gran consenso y concordia en todos los buenos, que con la partida de Catilina veréis descubiertos al momento todos sus tratos, manifiestos, oprimidos y castigados.
Vete, pues, Catilina, a la guerra, vete con gran salud de nuestra república, y con tu pestilencia y ruina; vete con la destrucción de todos aquellos que contigo en todo parricidio y en toda bellaquería y maldad se juntaron.
Entre tanto tú, Júpiter, que fuiste constituido por Rómulo con los mismos agüeros prósperos que esta nuestra ciudad, y al cual llamamos presidente y protector de ella y verdaderamente de todo el mundo, tendrás especial cuidado de apartar a este malvado y a todos sus compañeros muy lejos de tus altares sagrados y de los otros templos; de las casas, muros y adarves de la ciudad, y de la vida y fortunas de todos los ciudadanos; y asimismo de atormentar y consumir en este siglo mientras vivieren, y en el otro después de muertos, con suplicios sempiternos, a los enemigos de todos los buenos, a los adversarios de esta patria, a los saqueadores de Italia y finalmente a los que para destruirnos hicieron entre sí una nefaria liga y monipodio de sus maldades.