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Todos los hombres que se esfuerzan por aventajar a los demás animales conviene que con gran interés procuren no pasar la vida en silencio como el ganado, al que la naturaleza hizo dependiente de su obediencia al vientre. Pero toda nuestra fuerza reside en el ánimo y el cuerpo: utilizamos más el poder del ánimo y el servicio del cuerpo; lo uno nos es común con los dioses; lo otro, con las bestias.
Por eso me parece más correcto buscar la gloria con los recursos del ingenio que de las fuerzas y, puesto que la vida misma de la que disfrutamos es breve, hacer que nuestro recuerdo perdure lo máximo posible. Y es que la gloria de las riquezas y de las apariencias es pasajera y frágil; la virtud se tiene por magnífica y eterna.
Pero durante mucho tiempo ha habido entre los mortales una disputa: si la cuestión militar procedería mejor con la fuerza del cuerpo o con la virtud del ánimo. Y es que también, antes de que empieces, has de considerarlo y, cuando lo hayas considerado, hay que actuar a tiempo. Así, ambas cosas, insuficientes por sí mismas, necesitan el apoyo la una de la otra.
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Así pues, al inicio los diversos reyes —pues en la tierra este fue el primer nombre del poder— ejercían una parte el ingenio; otros, el cuerpo: también entonces la vida de los hombres transcurría sin ambición y cada uno se contentaba con lo suyo. Pero después de que en Asia Ciro, y en Grecia los lacedemonios y los atenienses empezaron a someter ciudades y naciones, a tener el deseo de dominar como causa de guerra, a considerar que la máxima gloria residía en el máximo poder, entonces finalmente, con el peligro y los negocios, se comprendió que en la guerra el ingenio prevalecía.
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Pero cuando con esfuerzo y justicia creció la república, los grandes reyes sometidos por la guerra, las naciones fieras y los pueblos ingentes doblegados por la fuerza, Cartago —competidora del poderío romano— desapareció desde los cimientos, y todos los mares y las tierras quedaban abiertas, empezó la fortuna a envilecerse y a mezclarlo todo. Quienes toleraron los esfuerzos, los peligros, las situaciones dudosas y arduas con facilidad, para ellos el ocio y las riquezas, deseables en otras circunstancias, fueron causa de carga y miseria. Así pues, primero creció el dinero; luego, el deseo de poder: fueron prácticamente el origen de todos los males.
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Y es que la avaricia subvirtió la lealtad, la bondad y las demás artes buenas; en lugar de ellas, enseñó la soberbia, la crueldad, a olvidarse de los dioses, a tener todo por venal. La ambición obligó a muchos mortales a hacerse falsos, a tener una cosa encerrada en el pecho y otra pronta en la boca, a considerar las amistades y enemistades no por sí mismas sino por conveniencia, y a tener un buen rostro más que un buen pensamiento.
Estas cosas al principio crecían paulatinamente y se castigaban ocasionalmente; después, cuando el contagio invadió como una peste, la ciudad cambió y el poder, de el más justo y bueno, se hizo cruel e intolerable.
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Pero al principio era la ambición más que la avaricia la que azuzaba los ánimos de los hombres; este vicio, sin embargo, estaba más cerca de la virtud. Y es que tanto el bueno como el indolente desean igualmente para sí mismos la gloria, el honor y el poder; pero aquel se dirige por la vía verdadera, mientras que este, como le faltan las buenas artes, marcha con traiciones y engaños.
La avaricia lleva al deseo de dinero, que nunca ningún sabio ha deseado: como si estuviera imbuida en malos venenos, afemina el cuerpo y el ánimo viril, siempre es infinita e insaciable y no disminuye ni con abundancia ni con carencia.
Pero después de que Lucio Sila, tomada la república con las armas, desde sus buenos inicios tomara malas determinaciones, todos robaban, todos sustraían, uno deseaba una casa, otro, campos, y los vencedores no tenían ni moderación ni respeto, y llevaban a cabo hechos horribles y crueles contra los ciudadanos.
A ello se añadía que Lucio Sila había consentido al ejército que se había llevado a Asia, para que le fuera fiel, contra la costumbre de los mayores, licenciosidad y demasiada liberalidad. Los agradables y sensuales lugares, durante el ocio, habían ablandado fácilmente los feroces ánimos de los soldados: allí por primera vez se acostumbró el ejército del pueblo romano a amar, a beber, a contemplar las estatuas, pinturas y vasijas adornadas, a robarlas ya fueran de particulares o públicas, a expoliar templos, a mancillar todo lo sacro y profano.
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Así pues, estos soldados, después de que consiguieron la victoria, no dejaron ningún resto a los vencidos. Y es que lo propicio agota los ánimos incluso de los sabios: no iban aquellos a refrenarse con las corruptas costumbres de la victoria.
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Después de que las riquezas empezaran a ser causa de honor y de que las perseguían la gloria, el control y el poder, se debilitaba la virtud, la pobreza se tenía como un oprobio, la inocencia empezó a ser considerada como malevolencia.
Así pues, a partir de las riquezas, la lujuria y la avaricia junto a la soberbia asaltaron a la juventud: robaban, consumía, estimaban en poco lo suyo, deseaban lo ajeno, confundían el pudor, la vergüenza, lo divino y lo humano, no tenían nada de control y moderación.
Merece la pena, cuando se ven las casas y villas construidas a modo de ciudades, contemplar los templos de los dioses que nuestros mayores, religiosísimos mortales, hicieron. Y es que aquellos decoraban los templos de los dioses con piedad; sus casas, con gloria; y a los vencidos nada arrebataban sino la capacidad de injuria.
Pero estos, por contra, hombres malvadísimos, por gran crimen todas estas cosas arrebataban a los aliados, las que los vencedores, hombres muy valientes, les habían dejado: en consecuencia, como si cometer injurias fuera precisamente valerse del mando.
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Y es que ¿para qué voy a rememorar las cosas que no son creíbles para nadie, sino para aquellos que las vieron: que muchos montes fueron destruidos, y los mares nivelados, por particulares? Me parece a mí que para ellos las riquezas fueron como un divertimento; y es que las podían tener de forma honrada, pero se apresuraban a abusar de ellas vergonzosamente.
Y no había llegado un menor deseo de folleteo, tabernas y los demás placeres: los hombres actuaban como mujeres; las mujeres tenían a pública disposición su pundonor; para comer rebuscaban por tierra y mar; dormían antes de que hubiera deseo de sueño; no aguardaban al hambre o a la sed, ni al frío ni al cansancio, sino que se anticipaban a todas estas cosas por vicio.
Cuando ya faltaban los recursos familiares, estas cosas incendiaban a la juventud para los crímenes: el ánimo, imbuido con malas artes, no podía carecer fácilmente de placer, y es que se había entregado más profusamente por todos los medios a la ganancia y al gasto.
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En tan gran ciudad, y tan corrupta, Catilina tenía a su alrededor bandas de todo tipo de maleantes y delincuentes casi como si fueran sus guardaespaldas. Y es que cualquier degenerado, adúltero o libertino que hubiera despilfarrado los bienes paternos con la mano, el vientre o el pene, y quien había contraído una gran deuda con la que redimirse de su perversión o crimen, además de todos los parricidas de todas partes, sacrílegos, convictos en los juicios o temerosos de ellos por sus hechos, así como a los que la mano o la lengua alimentaba en el perjurio o la sangre civil, y por último todos a los que la desvergüenza, la necesidad y el remordimiento inquietaba, estos eran los adláteres y más cercanos a Catilina.
El pódcast de mitología griega
Si alguno también, libre de culpa, caía en su amistad, con el trato cotidiano y la cercanía fácilmente se hacía igual que los demás. Pero especialmente buscaba el trato cercano de los jóvenes: sus ánimos blandos e influenciables por su edad eran seducidos no difícilmente mediante engaños. Y es que, según el interés de cada uno por su edad, lo incitaba: a unos les daba prostitutas, a otros les compraba perros y caballos; en definitiva, no era parco ni en el gasto ni en su reputación, mientras se los hiciera adictos y fieles.
Sé que hubo algunos que estimaron que la juventud que frecuentaba la casa de Catilina ejercitaba su honradez de forma poco honesta; pero esta habladuría viene de otras cosas más que lo que se pueda descubrir.
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Ya de primeras, de joven, Catilina había cometido muchos crímenes deshonestos, con una doncella noble, con una sacerdotisa de Vesta, y otros del estilo en contra de lo humano y lo divino.
Finalmente, preso de amor por Aurelia Orestila —de quien ningún hombre bueno ha alabado nunca nada excepto su belleza—, como ella dudaba de casarse con él temiendo a un hijastro en la edad adulta, se tiene por cierto que, matado el hijo, había dejado la casa vacía para una boda criminal.
Esta razón me parece a mí que fue la causa más importante para acelerar el crimen, y es que su ánimo impuro, hostil a dioses y hombres, no podía calmarse ni en la vigilia ni en el sueño: de esta forma su conciencia devastaba su mente agitada.
Así pues, su color era pálido; sus ojos, horrendos; su paso, unas veces rápido y otras lento. Simple y llanamente, en su aspecto y en su rostro estaba asentada la insania.
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Pero a la juventud que, como hemos dicho arriba, había descarriado, de muchos modos enseñaba actos malvados. De entre ellos apañaba testigos y signatarios falsos; tenía la fe, las fortunas y los peligros por viles; después, cuando había destrozado la fama de ellos y su pudor, ordenaba otras cosas mayores.
Si en el momento no se presentaba una causa para cometer crímenes, aun así acechaba y mataba a inocentes como a culpables: desde luego que, para que por culpa del ocio no se les oxidaran las manos o el ánimo, era más bien malvado y cruel gratuitamente.
Confiado en estos amigos y aliados, Catilina —como las deudas eran enormes por todas las tierras y como muchos soldados de Sila, que habían dilapidado lo suyo, pero recordando las rapiñas y las viejas victorias, deseaban una guerra civil— tomó la decisión de destruir la república.
En Italia no había ningún ejército: Gneo Pompeyo estaba haciendo la guerra en tierras lejanas; para él mismo, que solicitaba el consulado, había gran esperanza; el senado no estaba en absoluto alerta: todas las cosas estaban seguras y tranquilas, pero esto era precisamente perfecto para Catilina.