Esta es la famosa traducción de La conjuración de Catilina de Salustio realizada por Gabriel de Borbón (1752-1788). Se trata, más concretamente, de la versión publicada en la Biblioteca clásica en 1893, disponible en Google Books. Transcripción y modernización de la ortografía (y alguna cosa más) por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com. El contenido previo a la traducción (prólogo y biografía y obra de Salustio) está aquí.
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Justa cosa es que los hombres que desean aventajarse a los demás vivientes procuren con el mayor empeño no pasar la vida en silencio como las bestias, a quienes Naturaleza crio inclinadas a la tierra y siervas de su vientre. Nuestro vigor y facultades consisten todas en el ánimo y el cuerpo: de este usamos más para el servicio, de aquel nos valemos para el mando; en lo uno somos iguales a los dioses, en lo otro a los brutos.
Por esto me parece más acertado solicitar gloria por medio del ingenio que de las fuerzas corporales y, puesto que la vida que vivimos es tan breve, eternizar cuanto sea posible nuestro nombre: porque la gloria que producen las riquezas y hermosura es frágil y caduca; la virtud, ilustre y duradera.
No obstante esto, hubo larga y porfiada disputa entre los hombres sobre si el ejercicio de la guerra se adelantaba más con las fuerzas del cuerpo o con el vigor del ánimo: porque para cualquiera empresa se necesita de consejo; resuelta una vez, de pronta ejecución. Y así el ánimo y el cuerpo, no pudiendo obrar por sí solos, mutuamente se necesitan y socorren.
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En lo antiguo, los reyes (que este fue el nombre que se dio en el mundo a los primeros que mandaron) ejercitaban ya el ánimo, ya el cuerpo, según el genio de cada uno; aun entonces pasaban los hombres la vida sin codicia: todos estaban contentos con su suerte. Pero después que Ciro en Asia, y en Grecia los lacedemonios y atenienses comenzaron a sojuzgar los pueblos y naciones, a guerrear por solo el antojo del mando y a medir su gloria por la grandeza de su imperio, entonces mostró la experiencia y los sucesos que el nervio de la guerra es el ingenio. Y a la verdad si los reyes y generales hiciesen tanto uso de él en tiempo de paz como en la guerra, con más tenor e igualdad irían las cosas humanas, ni lo veríamos todo tan trocado y confundido: porque el mando fácilmente se conserva por las virtudes mismas con que al principio se alcanzó.
Pero luego que ocupa el lugar del trabajo la desidia, y el capricho y soberbia el de la moderación y equidad, múdase juntamente con las costumbres la fortuna, y así pasa siempre el imperio del malo y no merecedor a los mejores y más dignos. La tierra, los mares, y cuanto encierra el mundo está sujeto a la humana industria; pero con todo hay muchos que, entregados a la gula y al sueño, pasan su vida, como peregrinando, sin enseñanza ni cultura; a los cuales, trocado el orden de la naturaleza, el cuerpo sirve solo para el deleite, el alma les es de carga y embarazo.
Para mí no es menos despreciable vida de estos que la muerte, porque ni de una ni de otra queda memoria; y me parece que solo vive y goza de la vida el que ocupado honestamente procura granjearse fama por medio de alguna hazaña ilustre o virtud excelente. Pero como hay tantos caminos, Naturaleza guía a cada uno por el suyo.
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Noble cosa es hacer bien a la república; pero ni el bien hablar carece de su mérito. En paz y en guerra hay campo para hacerse un ciudadano ilustre, y así no solo se celebran muchos que hicieron cosas grandes, sino también que las escribieron de otros. Y a la verdad, aunque nunca sea tan digno de gloria el que escribe como el que hace las cosas, me parece sin embargo muy difícil escribir bien una historia: ya porque para esto es menester que las palabras igualen a los hechos, ya porque hay muchos que, si el escritor reprehende algún vicio, lo atribuyen a mala voluntad o envidia; y cuando habla del valor grande y de la gloria de los buenos, creen sin violencia lo que les parece que ellos pueden fácilmente hacer; pero si pasa de allí, lo tienen por mentira o por exageración.
Yo, pues, en mis principios, siendo mozuelo, me trasladé, como otros muchos, del estudio a los negocios públicos, donde hallé mil cosas que me repugnaban, porque en lugar de la modestia, de la frugalidad y desinterés, reinaban allí la desvergüenza, la profusión y la avaricia. Y aunque mi ánimo, no acostumbrado a malas mañas, rehusaba todo esto, mi tierna edad, cercada de tantos vicios, se dejó corromper y apoderar de la ambición, de suerte que, repugnándome las malas costumbres de los otros, no me atormentaba menos que a ellos la envidia y la ansia de adquirir honor y fama.
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Ya pues que descansé de muchos trabajos y peligros que había pasado y que me resolví a vivir el resto de mi vida lejos de la república, no fue mi ánimo desaprovechar este buen tiempo, entregado a la ociosidad y a la desidia, ni ocuparme tampoco en el cultivo del campo, o en la caza, dedicado a oficios serviles; sino antes bien, vuelto a mi primer estudio de que la ambición me había distraído, determiné escribir la historia del pueblo romano, no seguidamente, sino eligiendo esta o aquella parte, según me pareciese más digna de contarse; tanto más, que yo nada esperaba ni temía, y que me hallaba del todo libre de partido.
Así que brevemente y con la puntualidad posible contaré la conjuración de Catilina, cuyo hecho me parece uno de los más memorables por lo extraordinario de la maldad y del peligro a que expuso a la república. Pero antes de hablar en ello conviene decir algo de las costumbres de este hombre.
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Lucio Catilina fue de linaje ilustre, y dotado de grandes fuerzas y talento, pero de inclinación mala y depravada. Desde mancebo fue amigo de pendencias, muertes, robos y discordias civiles, y en esto pasó su juventud. Soportaba cuanto no es creíble el hambre, la falta de sueño, el frío y demás incomodidades del cuerpo; en cuanto al ánimo, era osado, engañoso, vario, capaz de fingir y de disimular cualquiera cosa, codicioso de lo ajeno, pródigo de lo suyo, vehemente en sus pasiones, harto afluente en el decir, pero poco cuerdo. Su corazón vasto le llevaba siempre a cosas extraordinarias, desmedidas, increíbles.
Desde la tiranía de Lucio Sila se había altamente encaprichado en apoderarse de la república, sin detenerse ni reparar en nada, con tal que consiguiese su intento. Inquietaban cada día más y más su ánimo feroz la pobreza y el remordimiento de su conciencia, males ambos que había él aumentado con las perversas artes que se dijeron antes.
Brindábanle además de esto las costumbres estragadas de Roma, combatida a un mismo tiempo de dos grandes y entre sí opuestos vicios: el lujo y la avaricia. La cosa nos guía por sí misma (pues nos acuerda el tiempo las costumbres de Roma) a tomarla desde su principio y tratar brevemente de las leyes y gobierno de nuestros mayores en paz y en guerra; del modo con que administraron la república; cuánto la engrandecieron, y cómo, poco a poco degenerando, de muy frugal y virtuosa, ha venido a ser la más perversa y estragada.
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A Roma, según es tradición, fundaron y poseyeron en el principio los troyanos, que, prófugos con su capitán Eneas, andaban vagando sin asiento fijo; y con ellos los aborígenes, gente inculta, sin leyes, sin gobierno, libre y desmandada.
Juntos estos dos pueblos, dentro de un recinto de murallas, no es creíble cuán fácilmente se hermanaron, no obstante ser de linaje desigual y de diferente lengua y costumbres; pero luego que su Estado, creciendo en gente, cultura y territorio, se vio floreciente y poderoso, su opulencia le acarreó envidia, como sucede de ordinario en las cosas humanas; y así los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a inquietar con guerras en que pocos de sus aliados les ayudaban, desviándose los demás amedrentados del peligro.
Pero los romanos, atentos a su policía y a la guerra, se daban prisa y se apercibían, animándose unos a otros: salían al encuentro al enemigo; defendían con las armas su libertad, su patria y sus familias; y ya que habían valerosamente superado los peligros, se ocupaban en ayudar a sus confederados y amigos, y se granjeaban alianzas no tanto admitiendo como haciendo beneficios.
Su gobierno estaba ceñido a determinadas leyes, y daban nombre de rey al que lo obtenía. Los ancianos, que, aunque faltos de fuerzas, conservaban vigoroso el ánimo por su sabiduría y experiencias, eran los escogidos para consejeros de la república; y estos, bien por su edad, o porque tenían el cuidado de padres, se llamaban con este nombre.
Pero después que el gobierno regio, establecido en los principios para la conservación de la libertad y aumento del Estado, degeneró en soberbia y tiranía; mudando de costumbre, redujeron a un año el imperio y crearon dos cónsules que les gobernasen, persuadidos a que de esa suerte era imposible que el corazón humano se engriese con la libertad del mando.
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En este tiempo empezaron los romanos a señalarse más y más y a dar a conocer su ingenio. Porque a los reyes no dan que recelar los flojos y cobardes, sino los buenos y valerosos, y siempre la virtud ajena les causa sobresaltos. No es creíble, pues, cuánto vuelo tomó en breve tiempo la ciudad, una vez sacudido el yugo: tal deseo de gloria había entrado en sus ciudadanos.
El primer estudio de la juventud, luego que tenía edad para la guerra, era aprender en los reales, con el uso y trabajo, el arte militar; y ponía su vanidad más en las lucidas armas y caballos belicosos que en la lascivia y los banquetes. A hombres, pues, como estos ningún trabajo les llegaba de nuevo, ningún lugar les era escabroso o arduo, ni les espantaba la vista del enemigo armado: todo lo había allanado su valor.
Su grande y única contienda era por la gloria. Todos querían ser los primeros en herir al enemigo, en escalar las murallas, en ser vistos у observados mientras que hacían tales hechos. Estas eran sus riquezas, esta su buena fama y su nobleza mayor. Eran avaros de alabanza, despreciadores del dinero; amantes de gloria hasta lo sumo; de riquezas hasta una honesta medianía.
Pudiera yo contar en cuántas ocasiones deshizo el pueblo romano con un puño de gente grandes ejércitos de enemigos; cuántas ciudades por naturaleza fuertes ganó por asaltó, si esto no hubiese de apartarme mucho de mi propósito.
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Pero a la verdad, en todo ejerce su imperio la fortuna, ensalzando o abatiendo las hazañas, más por su capricho que según el merecimiento. Las de los atenienses fueron, según yo entiendo, harto esclarecidas y magníficas, aunque en la realidad no tanto como se ponderan; pero la copia que allí hubo de ingenios grandes que las escribiesen hace que hoy se tengan por las mayores del mundo; y así el valor de los que las hicieron llega en la estimación común al mismo elevado punto de grandeza a que llegaron en su elogio los escritores más ilustres.
Pero en Roma hubo siempre escasez de estos, porque los sabios eran los que más se ocupaban en los negocios públicos: nadie cultivaba las letras sin las armas; los valerosos y esforzados preferían el obrar al escribir, y más querían que otros los alabasen por sus hechos que referir ellos los ajenos.
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De esta suerte, en paz y en guerra reinaban las buenas costumbres: había entre los ciudadanos estrecha unión; la avaricia no se conocía: lo justo y bueno se observaba más por natural inclinación que por las leyes. Sus contiendas, discordias y enemistades eran con los enemigos; entre ciudadanos no se disputaba sino de la primacía en el valor.
Eran además de esto espléndidos en el culto y sacrificios de los dioses, frugales en sus casas, fieles con sus amigos. El valor en la guerra y la equidad en la paz eran sus dos apoyos, y los de la república. Para mí son pruebas muy claras de esto el que en tiempo de guerra más veces castigaban a los que, llevados del ardor militar, peleaban contra la orden que se les había dado o, empeñados en la batalla, tardaban en retirarse a la señal, que a los que desamparaban las banderas y cedían su lugar al enemigo; y en la paz mantenían el imperio más premiando que haciéndose temer; y si eran agraviados, antes querían disimular que tomar satisfacción.
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Pero después que con el trabajo y la justicia se acrecentó la república, de que reyes grandes fueron domados con las armas y sojuzgadas a viva fuerza naciones fieras y pueblos numerosos, de que Cartago, competidora del imperio romano, fue enteramente arruinada, de que tierra y mar estaba llano a su poder, entonces comenzó a airarse la fortuna y a confundirlo todo.
Los mismos que habían de buena voluntad sufrido trabajos, peligros, sucesos adversos y de dudoso éxito, se dejaron vencer y oprimir del peso de la ociosidad y las riquezas que no debieran desear. Primero, pues, la avaricia; luego fue creciendo la ambición; y estos dos fueron como la masa y material de los demás vicios, porque la avaricia echó por tierra la buena fe, la probidad y las demás virtudes, en lugar de las cuales introdujo la soberbia, la crueldad, el desprecio de los dioses, el hacerlo todo venal.
La ambición obligó a muchos a ser falsos, a tener una cosa reservada en el pecho y otra pronta en los labios, a pesar las amistades y enemistades no por el mérito sino por el provecho, y finalmente, a parecer buenos más que a serlo.
Esto en los principios iba poco a poco creciendo, y una u otra vez se castigaba; pero después que el mal cundió como un contagio, trocose del todo la ciudad; y su gobierno, hasta allí el mejor y más justo, se hizo cruel e intolerable.
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Pero al principio más estrago que la avaricia hizo en aquellos ánimos la ambición, que, aunque vicio, no dista tanto de la virtud, porque el bueno y el malo desean para sí igualmente la gloria, el honor y el mando. La diferencia está en que aquel se esfuerza a conseguirlo por el camino verdadero; este, como se halla destituido de mérito, pretende por rodeos y engaños. La avaricia, al contrario, consiste en afición y deseo de dinero, que ningún sabio apeteció jamás; y este vicio, como empapado en mortal veneno, afemina el cuerpo y el ánimo de los varones fuertes, es siempre insaciable y sin término, ni se disminuye con la escasez ni con la abundancia.
Pero después que, ocupada a fuerza de armas la república por Lucio Sila, tuvieron sus buenos principios tan desastrado fin, todo fueron robos y violencias: unos codiciaban las casas, otros las heredades ajenas; y sin templanza ni moderación alguna los vencedores ejecutaban feas y horribles crueldades en sus conciudadanos.
Contribuyó también a esto el haber Lucio Sila, contra la costumbre de los mayores, tratado con demasiada indulgencia y regalo al ejército que había mandado en Asia, a fin de tenerle a su devoción. Los países deleitosos y amenos, junto con el ocio, hicieron muy en breve deponer a los soldados su ánimo feroz. Allí se vio por la primera vez el ejército del pueblo romano entregado a la embriaguez y a la lascivia; allí comenzó a admirar el primor de las estatuas, pinturas y vasos historiados, y a robarlos a los particulares y al público; allí, a despojar los templos y a contaminar lo sagrado y lo profano.
En conclusión, estos soldados, después que obtuvieron la victoria, no dejaron cosa alguna a los vencidos. Porque si en la prosperidad aun los cuerdos difícilmente se moderan, ¿cuánto menos se contendrían unos vencedores de costumbres tan perdidas?
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Desde que empezaron a honrarse las riquezas, y que tras ellas se iba la gloria, la autoridad y el mando, decayó el lustre de la virtud, túvose la pobreza por afrenta, y la inocencia de costumbres por odio y mala voluntad. Así que de las riquezas pasó la juventud al lujo, a la avaricia y la soberbia. Robaba, disipaba, despreciaba su hacienda, codiciaba la ajena; y abandonado el pudor y honestidad, confundia las cosas divinas y humanas sin miramiento ni moderación alguna.
Cosa es que asombra ver nuestras casas en Roma, y su campaña, que imitan en grandeza a las ciudades, y cotejarlas con los pequeños templos de los dioses, fundados por nuestros mayores, hombres sumamente religiosos. Pero aquellos adornaban los templos con su piedad, las casas con su gloria, ni a los vencidos quitaban sino la libertad de injuriar de nuevo; estos, al contrario, siendo, como son, hombres cobardes en extremo, quitan con la mayor iniquidad a sus confederados mismos lo que aquellos fortísimos varones dejaron aun a los enemigos, después de haberles vencido; como si el usar del mando consistiese solamente en atropellar y hacer injurias.
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Dejo de contar otras cosas que nadie creerá sino los que las vieron: haber, digo, muchos particulares allanado montes y terraplenado mares; gente en mi juicio a quien las riquezas no sirvieron sino para desprecio y burla; porque, pudiéndolas gozar honestamente, se daban prisa a despreciarlas por modos vergonzosos.
Ni era menor el exceso en la lascivia, en la glotonería, y demás regalo del cuerpo. Prostituíanse infamemente los hombres; exponían las mujeres al público su honestidad; buscábase exquisitamente todo por mar y tierra para irritar la gula; no se esperaba el sueño para el reposo de la cama; no la hambre, la sed, el frío, ni el cansancio; todo lo anticipaba el lujo.
Estos desórdenes inflamaban a la juventud, después que había disipado sus haciendas, para todo género de maldades. Su ánimo, envuelto en vicios, rara vez dejaba de ser antojadizo; y tanto con mayor desenfreno se entregaba al robo y a la profusión.
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En una ciudad tan grande y tan estragada en las costumbres, fue cosa muy fácil a Catilina tener cerca de sí, como por guarda, tropas de facinerosos y malvados. Porque cuantos con sus insolencias, adulterios y glotonerías habían destrozado sus patrimonios; cuantos por redimir sus maldades o delitos habían contraido crecidas deudas; fuera de esto, los parricidas de todas partes, los sacrílegos, los convencidos en juicio, o que por sus excesos temian serlo; los asesinos, los perjuros; finalmente, aquellos a quienes algún delito o la pobreza o su conciencia traía inquietos, eran los allegados y amigos de Catilina.
Y si por accidente entraba en su amistad alguno libre aún de culpa, con su cotidiano trato y añagazas se hacía en breve igual o semejante a los demás. Pero entre estas amistades, ningunas apetecía tanto como las de los jóvenes, que por lo tierno y ocasionado de su edad, caían fácilmente en sus lazos, porque según la pasión que más reinaba en ellos, a unos presentaba amigas, a otros compraba perros y caballos: en suma, no perdonaba gasto alguno, ni se avergonzaba por nada, a trueque de tenerles obligados y seguros para sus ideas.
Sé también que hubo quien creía que los jóvenes que frecuentaban la casa de Catilina eran tratados con poca honestidad en sus personas; pero este rumor más se fundaba en conjeturas que en cosa alguna averiguada.
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Lo cierto es que Catilina en su mocedad había cometido excesos muy enormes con una doncella noble, con una vírgen vestal, y otros semejantes contra todo derecho.
Últimamente, enamorado de Aurelia Orestila, en quien ningún cuerdo halló que alabar sino la hermosura, porque ella no acababa de resolverse al casamiento, temiendo a un entenado ya crecido, tiénese por cierto que con la muerte de su propio hijo quitó el estorbo a tan execrable boda. Este en mi juicio fue el principal motivo de acelerar Catilina su malvado designio; porque su ánimo impuro, aborrecible a los dioses y a los hombres, ni despierto ni durmiendo hallaba reposo: tanto le desvelaba y traía inquieto su conciencia. Así que andaba sin color, los ojos espantosos, el paso tardo unas veces, otras acelerado; de suerte que a primera vista descubría en la cara y gesto su furor.
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Entretanto, los jóvenes que, como se dijo antes, había atraído a sí con sus halagos, aprendían en su escuela toda suerte de maldades. Vendíanse algunos de ellos para testigos falsos y suplantadores de testamentos; tenían en poco su palabra, sus haciendas y sus vidas; y ya que les había hecho perder su crédito y la vergüenza, los empleaba en cosas mayores.
Si no había de presente asunto por que hacer daño, no por eso dejaba de tender lazos y asesinar indistintamente a buenos y malos: porque el miedo de que con la falta de uso se le entorpeciese el ánimo o las manos le hacía de balde ser malvado y cruel.
Confiado en tales compañeros y amigos, Catilina —y en que por todas partes estaba el pueblo sumamente adeudado, como también en que muchos de los que habían militado con Sila, por haber malgastado sus haciendas y acordarse de los robos y de la victoria antigua, deseaban mucho la guerra civil— resolvió tiranizar la república.
En Italia no había ejército: Gneo Pompeyo hacía la guerra en lo más remoto del mundo. Catilina estaba muy esperanzado de ser cónsul: el Senado, enteramente sin recelo; las cosas, seguras y tranquilas; todo lo cual favorecía mucho el designio de Catilina.
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Por los días, pues, últimos de mayo o primeros de junio, en el consulado de Lucio César y Gayo Fígulo, los fue primero llamando en particular: exhortó a unos, exploró a otros, y les hizo patente su gran poder, lo desprevenida que se hallaba la república, y las ventajas grandes que de la conjuración podían prometerse.
Ya que hubo bastantemente averiguado lo que quería, convoca en común a los más necesitados y resueltos. De los senadores concurrieron Publio Léntulo Sura, Publio Autronio, Lucio Casio Longino, Gayo Cetego, Publio y Servio Silas (hijos de Servio), Lucio Vargunteyo, Quinto Anio, Marco Porcio Leca, Lucio Bestia, Quinto Curio; de los caballeros, Marco Fulvio Nobilior, Lucio Estatilio, Publio Gabinio Capitón, Gayo Cornelio; y con ellos mucha gente distinguida de las colonias y municipios.
Había asimismo varios que, sin acabar de descubrirse, eran sabedores de este tratado, a los cuales estimulaba más la esperanza de mandar que la pobreza u otro infortunio.
Pero lo más de la juventud, y especialmente los nobles, favorecían abiertamente el designio de Catilina. Los mismos que en la quietud de sus casas podían tratarse con esplendidez y con regalo, preferían lo incierto a lo cierto, querían más la guerra que la paz.
Tampoco faltó en aquel tiempo quien creyese que Marco Licinio Craso nada ignoraba de esta negociación; porque como Gneo Pompeyo, su enemigo, se hallaba a la sazón mandando un grande ejército, inferían de ahí que desearía hubiese quien hiciera frente a su poder, y que podría por otra parte prometerse que, si prevalecía la conjuración, sería sin dificultad alguna el principal entre sus autores.
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Pero ya en otra ocasión se habían conjurado algunos, y entre ellos el mismo Catilina, cuyo hecho referiré lo más puntualmente que pueda. Siendo Lucio Tulo y Marco Lépido cónsules, Publio Autronio y Publio Sila, nombrados para el mismo empleo en el siguiente año, fueron declarados por indignos de él, en castigo de haber sobornado los votos. Poco después fue acusado Catilina de cohechos, y se le impidió pedir el consulado por no haberse purgado dentro del término de la ley.
Vivía al mismo tiempo Gneo Pisón, mancebo noble, sumamente arrojado, pobre y de genio turbulento, a quien su pobreza y malas costumbres incitaban a alborotar la república. Con este comunicaron Catilina y Autronio su pensamiento por los principios de diciembre, y de resulta se apercibían para asesinar en el Capitolio a los cónsules Lucio Cota y Lucio Torcuato el día 1.° de enero, y, arrebatando la insignias consulares, enviar a Pisón con ejército para que se apoderase de las dos Españas.
Descubierta esta trama, difirieron su ejecución hasta el día 5 de febrero; y entonces no trataban ya solo de matar a los cónsules, sino a los más de los senadores.
Y a la verdad, si Catilina no hubiera dado antes de tiempo la señal a los compañeros a las puertas de la corte, ese día se hubiera ejecutado en Roma la más execrable maldad que jamás se vio después de su fundación. No había aún llegado bastante gente armada; y esto desconcertó el designio.
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Pisón después fue enviado a la España citerior por tesorero con facultades de pretor, a instancia de Craso, porque sabía que era mortal enemigo de Gneo Pompeyo. Ni el Senado se hizo muy de rogar en ello, porque deseaba alejar de la república a este hombre turbulento; y también porque muchos de los bien intencionados tenían puesta en él su esperanza contra el poder de Pompeyo, que ya entonces daba que temer.
Pero sucedió que a este Pisón mataron en su viaje al gobierno los caballeros españoles que llevaba en su ejército. Dicen unos que aquella gente fiera no pudo aguantar su imperio injusto, su soberbia y sus crueldades; otros, que los agresores, que eran fieles y antiguos ahijados de Pompeyo, le habían muerto a su persuasión, y que nunca hasta entonces habían los españoles ejecutado tal maldad, con haber padecido otras veces muchos y muy malos tratamientos. Yo dejo esto en su duda, y basta de la primera conjuración.
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Catilina, luego que tuvo juntos a los que poco antes nombramos, aunque varias veces, y muy a la larga, había tratado con cada uno de ellos, creyendo, no obstante eso, que convendría hablarles y exhortarles en común, los retiró a una pieza secreta de la casa y allí, sin testigo alguno de afuera, les habló de esta suerte:
«Si no tuviera yo bien conocida vuestra fidelidad y esfuerzo, en vano se nos hubiera presentado una ocasión tan favorable y venido a las manos la cierta esperanza que tenemos del mando; ni con gente cobarde o inconstante me andaría yo tras las cosas inciertas, dejando lo seguro. Pero como en varios y muy peligrosos lances os he experimentado fuertes y adictos a mi voluntad, por eso me he resuelto a emprender la hazaña mayor y más gloriosa; y también, porque entiendo que vuestros bienes y males son los mismos que los míos, y aquella al fin es amistad firme en que convienen todos en un querer y no querer.
»Lo que yo pienso lo habéis separadamente, antes de ahora, oído todos de mi boca; pero de cada día se inflama más y más mi ánimo, cuando considero cuál ha de ser precisamente nuestra suerte, si no recobramos con las armas la libertad antigua, porque, después que la república ha venido a caer en manos de ciertos poderosos, de ellos, y no del pueblo romano, han sido tributarios los reyes y petrarcas: a ellos han pagado el estipendio militar los pueblos y naciones; todos los demás, fuertes, honrados, nobles y plebeyos hemos sido indistintamente vulgo, sin favor, sin autoridad, sujetos a los mismos que nos respetarían si la república mantuviese su vigor.
»Así que todo el favor, todo el poder, la honra y las riquezas las tienen ellos, o están donde ellos quieren; para nosotros son los peligros, los desaires, la pobreza y la severidad de las leyes. Esto, pues, ¡oh, varones fuertes!, ¿hasta cuándo estáis en ánimo de sufrirlo? ¿No es mejor morir esforzadamente que vivir una vida infeliz y deshonrada para perderla al fin con afrenta, después de haber servido de juguete y burla a la soberbia de otros?
»Pero ¿qué digo morir? Júroos por los dioses y los hombres que tenemos la victoria en las manos. Nuestro ánimo y edad están en su auge; en ellos, al contrario, todo lo han debilitado sus años y riquezas. Basta empezar, que lo demás lo allanará la cosa misma. Porque ¿quién, que piense como hombre, tendrá valor para sufrir que a ellos les sobren riquezas para derramarlas allanando montes y edificando hasta en los mares, y que a nosotros nos falte hacienda aún para el preciso vivir?; ¿que ellos junten en una, para mayor anchura, dos o más casas, y nosotros ni un pequeño hogar tengamos donde recogernos con nuestras familias?; ¿que compren pinturas, estatuas, vasos torneados; que derriben para mudar por su antojo lo que acabaron de edificar; finalmente, que, arrastrando y atormentando sus riquezas de mil modos, no puedan con sus enormes profusiones agotarias; y que nosotros no tengamos sino pobreza en nuestras casas, fuera deudas, males de presente, y mucho peores esperanzas? Y en fin, ¿qué otra cosa nos queda ya, sino la triste vida? Siendo, pues, esto así, ¿por qué no acabáis de despertar y resolveros?
»A la vista, a la vista tenéis aquella libertad que tanto deseasteis: a la vista el honor, la gloria y las riquezas. Todo esto propone la fortuna por premio a los vencedores. Sean la cosa misma, el tiempo, los peligros, vuestra pobreza, y los ricos despojos de la guerra más eficaces que mis palabras para persuadiros. Vuestro general seré, o soldado raso, según quisiéredes. Ni en obra, ni en consejo faltaré un punto de vuestro lado: antes bien, esto mismo que ahora espero tratarlo otro día con vosotros siendo cónsul; si ya no es que la voluntad me engaña, y que queráis más ser esclavos que mandar».
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Cuando esto oyeron unas gentes llenas de trabajos, que nada tenían que perder, ni es peranza de mejorar fortuna, aunque solo el turbar la quietud pública era ya en su concepto una recompensa grande; no obstante eso, los más de ellos quisieron saber qué suerte de guerra había de ser aquella, qué ventajas podrían prometerse, y qué fuerzas o esperanzas tendrían, donde conviniese, para proseguirla.
Entonces les ofreció Catilina nuevas tablas en que se cancelarían sus deudas, proscripciones de ciudadanos ricos, magistrados, sacerdocios, robos, y lo demás que lleva consigo la guerra y el antojo de los vencedores. Añadió a esto hallarse Pisón en la España citerior, y en la Mauritania, Publio Sicio Nucerino con ejército, ambos sabedores de su pensamiento: que pretendía el consulado Gayo Antonio, al cual esperaba tenerle por compañero; que este era su estrecho amigo y sumamente pobre; y que junto con él, daría en su año principio a la grande obra.
Al mismo tiempo, acriminaba atrozmente a todos los buenos y ensalzaba a los suyos, nombrando a cada uno por su nombre. A este ponía delante su pobreza; a aquel, lo que sabía que deseaba; a otros, su afrenta o su peligro; y a muchos, la victoria de Sila, que tan rica presa les había puesto en las manos. Ya que vio estar prontos los ánimos de todos, deshizo la junta, exhortándoles a que tuviesen gran cuenta con su pretensión del consulado.
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Hubo en aquel tiempo quien dijo que Catilina, concluida su arenga, al tiempo de estrechar a los cómplices de su maldad para que jurasen, les presentó en tazas vino mezclado con sangre humana; y que, habiéndolo probado todos después del juramento, según se practica en los solemnes sacrificios, les descubrió de lleno su intención; y añadían que había hecho aquello para que de esa suerte fuesen entre sí más fieles, sabiendo unos de otros un crimen tan horrendo.
Algunos juzgan que estas y otras cosas se fingieron con estudio por los que creían que el aborrecimiento que se excitó después contra Cicerón se iría templando al paso que se exagerase la atrocidad del delito de los que habían sido castigados. Yo esto, con ser cosa tan grande, jamás he llegado a averiguarlo.
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Había entre los conjurados un cierto Quinto Curio, sujeto de nacimiento ilustre pero lleno de maldades y delitos, a quien por esto los censores habían echado del Senado con ignominia. Era no menos vano que temerario y arrojado: no sabía callar lo que oía de otros ni ocultar él mismo sus delitos; en suma, hombre sin miramiento alguno en el decir y hacer.
Tenía muy de antiguo correspondencia torpe con una mujer noble llamada Fulvia, la cual, no gustando ya de él porque su pobreza no le permitía ser liberal, comenzó de repente a jactarse y prometerle mares y montes, y alguna vez a amenazarla con el puñal, si no se rendía a su voluntad; últimamente, a tratarla con un modo imperioso y muy diverso del que había usado hasta entonces. Sorprehendida Fulvia y entendido el motivo de la novedad de Curio, no quiso tener oculto un tan gran peligro de la república; y así contó menudamente a varios lo que había oído de la conjuración de Catilina, callando solo el autor de la noticia.
Esto fue lo que más dispuso los ánimos para dar el consulado a Marco Tulio Cicerón: porque hasta entonces lo más de la nobleza no le podía oír nombrar y juzgaba que sería como degradar al consulado si un hombre de su esfera, aunque tan insigne, llegase a conseguirle; pero toda esta altanería y odio cesaron a vista del peligro.
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Llegado el día de la elección, fueron declarados cónsules Marco Tulio y Gayo Antonio, lo que, aunque al principio sobrecogió a los conjurados, no por eso disminuyó un punto el furor de Catilina; antes bien, cada día emprendía nuevas cosas; prevenía armas por Italia en los lugares oportunos; enviaba a Fésulas dinero, tomado a logro sobre su crédito y el de sus amigos, a un cierto Manlio, en quien recayó después el principal peso de la guerra.
En este tiempo se dice que atrajo Catilina a su partido muchas gentes de todas clases, y también a algunas mujeres que en su juventud habían soportado inmensos gastos con la prostitución de sus cuerpos, y, después que la edad puso coto a sus ganancias, pero no a su lujo, habían contraído grandísimos empeños.
Por medio de estas se lisonjeaba Catilina que podría sublevar a los siervos que en Roma había, pegar fuego a la ciudad, ganar a sus maridos y, cuando no, matarlos.
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Una de ellas era Sempronia, mujer que en varias ocasiones había cometido excesos que piden arrojo varonil; harto afortunada por su linaje y hermosura, y nada menos por el marido e hijos que tuvo. Sabía las lenguas griega y latina; cantaba y danzaba con más desenvoltura de lo que conviene a mujer honesta; tenía muchas de aquellas gracias que son incentivos de la lujuria; pero nada estimaba menos que el pundonor y honestidad. Era igualmente pródiga del dinero que de su fama, y tan lasciva que más veces solicitaba a los hombres que esperaba a ser solicitada.
Había mucho antes en varias ocasiones abandonado infielmente su palabra, negado con juramento lo que tenía en confianza, intervenido en homicidios, y arrojádose precipitadamente a todo por su liviandad y su pobreza. Por otra parte, su ingenio era feliz para la poesía, para el chiste, para la conversación, fuese modesta o tierna o licenciosa. En suma, tenía mucha sal y mucha gracia.
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Dispuestas así las cosas, persistía Catilina en su pretensión del consulado, con la esperanza de que, si le designaban para el siguiente año, dispondría fácilmente como quisiese de Gayo Antonio; pero no cesaba entretanto, antes bien por mil caminos armaba lazos a Cicerón.
Tampoco a este faltaba maña ni astucias para precaverse: porque desde el principio de su consulado había conseguido por medio de Fulvia, a fuerza de promesas, que Quinto Curio, de quien se habló poco antes, le descubriese los designios de Catilina. Había además de esto obligado a su compañero Antonio, con asegurarle para después del consulado el gobierno de una provincia, a que no tomase empeño contra la república; y entretenía ocultamente cerca de su persona varios ahijados y amigos para su resguardo.
Catilina, llegado el día de la elección, como vio que ni su pretensión ni las asechanzas puestas al cónsul le habían salido bien, determinó hacer abiertamente la guerra y aventurarlo todo, puesto que sus ocultas tentativas se le habían frustrado y vuelto en su daño.
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Para esto envió a Gayo Manlio a Fésulas y a aquella parte de Etruria; a un cierto Septimio, natural de Camerino, a la campaña del Piceno; a Gayo Julio a la Pulla; a otros, finalmente, a otras partes, según y adonde creía que podrían convenir a sus intentos.
Entretanto maquinaba en Roma a un mismo tiempo muchas cosas: tendía nuevos lazos al cónsul; disponía incendios; ocupaba las avenidas de la ciudad con gente armada, sin dejar un punto del lado su puñal. A unos daba órdenes, a otros exhortaba a que estuviesen siempre atentos y prevenidos: no cesaba día y noche y andaba desvelado, sin que le quebrantase la falta de sueño ni el trabajo.
Pero viendo al fin que se le malograba cuanto emprendía, llama otra vez a deshora de la noche a los principales conjurados a casa de Marco Porcio Leca, donde, habiéndose altamente quejado de su inacción y cobardía, les dijo que había enviado de antemano a Manlio para que gobernase la gente que tenía en la Etruria pronta para tomar las armas, y a otros, a varios lugares oportunos para que comenzasen la guerra; y que él deseaba mucho ir al ejército si antes lograba matar a Cicerón, cuyos ardides desconcertaban en gran parte sus ideas.
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Pasmados y suspensos al oír esto los demás concurrentes, Gayo Cornelio, caballero romano, y Lucio Vargunteyo, senador, se ofrecieron de suyo y determinaron ir poco después aquella misma noche con gente armada a casa de Cicerón, como que le iban a visitar, y, cogiéndole desprevenido, matarle improvisamente.
Vio Curio el gran peligro que amenazaba al cónsul y avisole inmediatamente por medio de Fulvia del lazo que se le preparaba, con lo que, siéndoles negada la entrada, no tuvo efecto su execrable designio.
Entretanto, Manlio en la Etruria iba sublevando la plebe, que, por su pobreza y el dolor de haber en tiempo de la tiranía de Sila perdido sus campos y haciendas, estaba deseosa de novedades; y asimismo a los forajidos de todas clases, de que había gran copia en aquellas partes; y a algunos de los que Sila había heredado en sus colonias, los cuales, con haber robado tanto, lo habían consumido todo con su lujuria y sus excesos.
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Sabido esto por Cicerón, y viéndose entre dos males (porque ni podía ya por sí preservar más tiempo a la ciudad de las asechanzas de los conjurados, ni acababa de saber cuán numeroso era, o qué designio tenía el ejército de Manlio), determínase a dar cuenta al Senado de lo que pasaba y comenzaba ya a andar en los corrillos del vulgo.
La resolución fue la regular en los casos del mayor peligro: que hiciesen los cónsules como no recibiese daño la república. Por esta fórmula concede el Senado, según costumbres de Roma, al magistrado la suma del poder, y le autoriza para juntar ejército, hacer la guerra, obligar por todos medios a ella a los confederados y ciudadanos, y ejercer en la ciudad y en campaña el supremo imperio y la judicatura: porque de otra suerte, sin mandamiento del pueblo, nada de esto puede hacer el cónsul.
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De allí a pocos días, el senador Lucio Senio leyó en el Senado una carta, que dijo le escribían de Fésulas, y el contenido era que Gayo Manlio el día veintisiete de octubre había tomado las armas con gran número de gentes. Al mismo tiempo, decían unos (como acontece en semejantes casos) que en varias partes se habían visto monstruos y prodigios; otros, que se tenían juntas, que se transportaban armas, que en Capua y en la Pulla estaban para levantarse los esclavos.
Por esto ordenó el Senado que Quinto Marcio Rex pasase a Fésulas, y Quinto Metelo Crético a la Pulla y lugares circunvecinos. Estos dos generales estaban detenidos en las cercanías de Roma por la malignidad de algunos, que, acostumbrados a venderlo todo, fuese justo o injusto, les disputaban entrar en triunfo.
Ordenose también que los pretores Quinto Pompeyo Rufo y Quinto Metelo y Celer fuesen aquel a Capua, este a la campaña del Piceno, ambos con facultad de juntar ejército, según el tiempo y el peligro lo pidiesen. Además de esto, se ofrecieron premios a los que descubriesen la conjuración contra la república, es a saber, cien sestercios y la libertad al siervo, doscientos al libre y la impunidad de su delito; y se ordenó asimismo que las cuadrillas de los gladiadores se repartiesen entre Capua y los demás municipios, según las fuerzas de cada uno, y que por toda la ciudad hubiese de noche rondas a cargo de los magistrados menores.
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Con esto estaban los ciudadanos conmovidos, y trocado el semblante de la ciudad. De una suma y no interrumpida alegría, que había producido en ella la paz de muchos años, pasó de repente a apoderarse de todos la tristeza. Andaban azorados, medrosos, sin fiarse de lugar ni de persona alguna: ni estaban en guerra, ni tenían paz; medía cada uno los peligros por su miedo.
Las mujeres, por otra parte, poseídas de un desacostumbrado espanto a vista de la guerra y de la grandeza del suceso, se afligían, alzaban las manos al cielo, lastimábanse de sus tiernos hijuelos, todo lo preguntaban, todo lo temían, y, olvidadas de la vanidad y los regalos, desconfiaban de su suerte y de la salud de la patria.
Pero el desapiadado Catilina no desistía por eso de su intento, aun viendo las prevenciones de gente que se hacían, y que Lucio Paulo le había ya acusado por la ley Plaucia de haber maquinado contra la república; hasta que al fin, por disimular, y en apariencia de querer justificarse, como si hubiese sido provocado por calumnia, se presentó en el Senado.
Entonces el cónsul Marco Tulio, o porque temiese al verle, o dejado llevar de su justo enojo, dijo una oración elegante y útil a la república, que publicó después por escrito. Concluida que fue, Catilina, como era nacido para el disimulo, puestos en el suelo los ojos, comenzó en tono humilde a rogar al Senado que no diese ligeramente crédito a lo que se decia de él: que de un nacimiento y conducta cual había sido la suya desde su mocedad, debían por el contrario prometerse todo bien; ni pensasen jamás que un hombre patricio, como él era, cuyos mayores, y aun él mismo, tenían hechos tantos servicios a la plebe de Roma, pudiese interesar en la ruina de la república, especialmente cuando velaba a su conservación un ciudadano tal como Marco Tulio, que ni aun casa tenía en la ciudad.
Y añadiendo a esta otras injurias, levantan todos el grito contra él, llamándole parricida y enemigo público. Entonces, furioso, prorrumpió diciendo: «Ya que mis enemigos me tienen sitiado y me estrechan a que me precipite, yo haré que mi incendio se apague con su ruina».
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Y saliéndose arrebatadamente del Senado, se fue a su casa, donde, revolviendo en su interior mil cosas (porque ni le salían bien las asechanzas que había puesto al cónsul, y veía que no era posible dar fuego a la ciudad por la vigilancia de las rondas), persuadido de que lo mejor sería aumentar su ejército y prevenir con tiempo lo necesario para la guerra antes que el pueblo alistase sus legiones; partiose a deshora de la noche con pocos de los suyos para los reales de Manlio, dejando encargado a Cetego, a Léntulo y a otros, que sabía eran los más determinados, que afianzasen por los medios posibles las fuerzas del partido, que hiciesen por asesinar presto al cónsul y previniesen muertes, incendios y los demás estragos de la guerra civil, ofreciéndoles que de un día para otro se acercaría a la ciudad con un poderoso ejército.
Mientras pasaba esto en Roma, envió Gayo Manlio algunos de los suyos a Quinto
Marcio Rex con esta embajada:
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«Los dioses saben y los hombres, Quinto Marcio, que ni hemos tomado las armas contra la patria ni con ánimo de dañar a nadie; sí solo por libertar nuestras personas de la opresión e injuria, viéndonos, por la tiranía de los usureros, reducidos a la mayor pobreza y miseria, los más fuera de nuestras patrias, todos sin crédito ni hacienda, sin poder usar, como usaron nuestros mayores, del remedio de la ley, ni aún siquiera vivir libres, después de habernos despojado de nuestros patrimonios: tanta ha sido su crueldad y la del pretor.
»En muchas ocasiones vuestros mayores, compadecidos de la plebe romana, aliviaron su necesidad con sus decretos; y últimamente en nuestros días, por lo excesivo de las deudas, se redujo a la cuarta parte el pago de ellas, a solicitud de todos los bien intencionados. Otras veces la misma plebe, o deseosa del mando, o irritada por la insolencia de los magistrados, tomó las armas y se separó del Senado. Nosotros no pedimos mando ni riquezas, que son el fomento de todas las guerras y contiendas: pedimos solo la libertad, que ningún hombre honrado pierde sino con la vida. Por esto, a ti y al Senado os conjuramos que os apiadéis de unos conciudadanos infelices; que nos restituyáis el recurso de la ley, que nos quitó la iniquidad del pretor; sin dar lugar a que, obligados de la necesidad, busquemos cómo perdernos, después de haber vendido bien caras nuestras vidas».
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Quinto Marcio respondio a esto que, si tenían que pedir, dejasen ante todo las armas, fuesen a Roma y lo representasen humildemente al Senado; el cual y el pueblo romano habían siempre usado con todos de tanta mansedumbre y clemencia que no había ejemplar que hubiese alguno implorado en vano su favor.
Catilina entretanto desde el camino escribió a los más de los consulares y a las personas de mayor autoridad de Roma, diciéndoles que el verse calumniosamente acusado por sus contrarios, a cuyo partido no podía resistir, le obligaba a ceder a la fortuna y retirarse desterrado a Marsella: no porque se sintiese culpado en lo que se le imputaba, sino por la quietud de la república y porque de su resistencia no se originase algún tumulto.
Pero Quinto Cátulo leyó en el Senado otra carta muy diferente, la cual dijo habérsele entregado de parte de Catilina. Su copia es esta:
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«Lucio Catilina a Quinto Cátulo. Salud. Tu gran fidelidad, que tengo bien experimentada y que en mis mayores peligros me ha sido muy apreciable y grata, me alienta a que me recomiende a ti. Por esto no pienso hacer apología de mi nueva resolución, sino declarártela, y sus motivos, para mi descargo, pues de nada me acusa la conciencia; y esto lo puedes creer sobre mi juramento.
»Hostigado de varias injurias y afrentas que he padecido, y viéndome privado del fruto de mi trabajo e industria, y sin el grado de honor correspondiente a mi dignidad, tomé a mi cargo, como acostumbro, la causa pública de los desvalidos y miserables: no porque no pudiese yo pagar con mis fondos las deudas que por mí he contraído, ofreciéndose la liberalidad de Aurelia Orestila a satisfacer con su hacienda y la de su hija aun las que otros me han ocasionado, sino porque veía a gentes indignas en los mayores puestos y honores, y que a mí por solas sospechas falsas se me excluía de ellos.
»Por esto he abrazado el partido de conservar el resto de mi dignidad por un camino harto decoroso, según mi actual desgracia. Más quisiera escribirte, pero se me avisa que vienen sobre mí. Encárgote a Orestila y te la confío y entrego, rogándote, por la vida de tus hijos, que la defiendas de todo agravio. Adiós».
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Pero Catilina, habiéndose detenido poco tiempo en la campaña de Reate en casa de Gayo Flaminio, mientras proveía de armas a la gente de aquellas cercanías, que antes había solicitado, encamínase a los reales de Manlio, precedido de las haces consulares y demás insignias del imperio. Súpose esto en Roma, y el Senado declara luego a Catilina y Manlio por enemigos públicos, y al resto de sus gentes señala término, dentro del cual pudiesen sin recelo alguno dejar las armas, excepto los ya sentenciados por delitos capitales. Manda además de esto que los cónsules alisten gente, que Antonio salga al instante con ejército en busca de Catilina, y Cicerón quede en guarda de la ciudad.
En esta ocasión me parece a mí que el imperio del pueblo romano fue en sumo grado digno de compasión: porque, obedeciéndole el mundo entero, conquistado por sus armas, desde Oriente a Poniente, teniendo en sus casas paz y abundancia de riquezas, que son las cosas que los hombres más estiman, hubo, sin embargo, ciudadanos tan duros y obstinados que, más que gozar de estos bienes, quisieron perderse a sí y a la república.
Porque ni aun después de repetido el decreto del Senado se halló siquiera uno, entre tanta muchedumbre, que, llevado del interés del premio, descubriese la conjuración o desamparase los reales de Catilina: tal era la fuerza del mal, que, como un contagio, se había pegado a los más de los ciudadanos.